Entre los años 900 y 1200 un grupo de nativos americanos vivía en Chaco Canyon, en lo que ahora es el noroeste de Nuevo México, que por entonces se
llamaba Yootó Hahoodzo, un topónimo navajo. Eran parte de los amerindios
conocidos como Pueblo Ancestral. Esos pueblos comerciaron ampliamente con
comunidades del lejano sur de América: artículos como cacao en grano, campanas
de cobre y joyas hechas de conchas marinas se han encontrado en Pueblo Bonito,
una gran casa de varios pisos situada en Chaco, un cañón en el que hay más de
600 viviendas. Pero ninguno de esos restos presentaba a los arqueólogos un
dilema tan grande como el de los restos de guacamayos.
En varios sitios del yacimiento arqueológico se han encontrado huesos
de 35 guacamayos escarlatas (Ara macao).
Las aves desempeñaban un papel importante en la mitología nativa de América, y los
guacamayos se convirtieron en parte de la cultura de algunos grupos. Se mantenían
como mascotas y sus plumas eran muy apreciadas. Pero dado que la población
natural más cercana de estas aves está -y estaba- a unos 2.000 km de distancia,
la pregunta era cómo los guacamayos podían haber terminado sus días en ese
cañón teniendo por medio uno de los desiertos más inhóspitos de Norteamérica,
el de Chihuahua.
En aquellos tiempos antiguos, la gente del suroeste de Estados Unidos
no tenía caballos, vagones o canales de agua para comunicarse con las regiones
distantes del sureste de México, donde viven los guacamayos escarlatas silvestres.
Los arqueólogos habían supuesto que esas aves habían sido llevadas a pie por
comerciantes a través del desierto de Chihuahua, que conforma gran parte del
centro de México. Sin embargo, es muy dudoso que muchos guacamayos sobrevivieran
a un viaje tan duro. Douglas Kennett, de la Universidad Estatal de Pensilvania,
y Stephen Plog, de la Universidad de Virginia, y un grupo de colegas se
pusieron manos a la obra para investigar si había pistas genéticas en los
restos de los loros.
Este cráneo de Ara macao fue excavado en Pueblo Bonito por investigadores del American Museum of Natural History en 1897. Foto. |
Los investigadores recolectaron muestras de ADN de los huesos de las
aves de Chaco Canyon, junto con una muestra más pequeña de huesos de guacamayos
contemporáneos de la región de Mimbres en el sur de Nuevo México. En total,
pudieron reconstruir completamente los genomas mitocondriales de catorce
guacamayos. Sorprendentemente, encontraron una diversidad genética
excepcionalmente baja entre las aves. Como informaron en un artículo
publicado el pasado mes de agosto en la revista científica PNAS, todos los guacamayos que vivieron en la región de Chaco entre
los años 900 y 1200 estaban muy relacionados entre sí: los genomas de todos
ellos son extraordinariamente parecidos, mucho más de lo que ningún fenómeno de
migración natural podría explicar. Y también se parecen mucho a las poblaciones
actuales de guacamayos de la zona tropical del golfo de México.
Aunque es posible que una pequeña población que vivía a lo largo del límite
septentrional del área de distribución natural de los guacamayos fuera visitada
por comerciantes recolectores de aves, y que esto tuviera como consecuencia que
los loros de Chaco fueran sus parientes, los investigadores piensan que eso es
algo extremadamente improbable. Su hipótesis alternativa es que algunos
guacamayos fueron cuidadosamente alimentados y mimados durante un arduo viaje a
través del centro de México y luego se utilizaron para establecer una granja de
cría en algún lugar del suroeste de los Estados Unidos o del norte de México. Dónde
pudo haber estado la primera de las granjas de cría sigue siendo un misterio,
pero que podría haber existido es un testimonio más de lo apreciados que eran
los guacamayos como símbolos de las clases acomodadas.
De esos datos se desprende una conclusión deslumbrante. Durante aquel
periodo de la historia precolombina, unos tres siglos, las poblaciones nativas
de los trópicos mexicanos domesticaron al guacamayo, lo criaron en granjas y
crearon una industria basada en sus colores provocativos y vanidosos. Algunos
científicos lo definen como una “granja de plumas”, otros hablan de un negocio
de rituales y símbolos de estatus. Puede que encontrarlos allí sea algo
deslumbrante para la historia americana, pero no lo sería tanto de saber que
las granjas de cría de aves sagradas era un fenómeno extendido en el antiguo Egipto,
como Adrian Burton y yo mismo pusimos de relieve en nuestro libro Life Lines (Líneas de Vida) que los interesados pueden descargar
gratuitamente en este enlace, uniéndose así a los miles de lectores que ya
lo han hecho por cortesía de la Ecological Society of America.
Pirámide Djoser en Saqqara. Foto. |
Al sur de El Cairo se encuentra la enigmática necrópolis de Saqqara. Este
complejo de pirámides, tumbas y catacumbas guarda los secretos de más de 3.000
años de ceremonias religiosas y funerarias egipcias. Recibir sepultura en
Saqqara no solo era privilegio de los faraones o de los altos funcionarios;
allí también se enterraban muchos animales. Probablemente para servir como
exvotos, se disecaron halcones, gatos, babuinos, toros y otros animales, aunque
ninguno de ellos en cantidades tan grandes como los ibis sagrados africanos (Threskiornis aethiopicus). Un cálculo
aproximado cifra en cuatro millones el número de ibis momificados de Saqqara. Durante
los 400 años de ceremonias celebradas en el período grecorromano,
estas aves fueron enterradas a un ritmo de diez mil por año. Se cree que hay enterrados
otros cuatro millones en la necrópolis Tuna al Gebel de Hermópolis. Unas cifras
tan enormes sugieren que alguna vez Egipto debió producir ibis a escala
industrial.
Ibis sagrado, Threskiornis aethiopicus. Foto |
Ciertamente, no faltan pruebas de que los animales fueron criados en
santuarios por los antiguos egipcios para fines religiosos. Incluso los
sacerdotes criaron cocodrilos en algunos lugares consagrados. Pero la
reproducción y la cría de 10.000 ibis sagrados al año para una ceremonia
fúnebre sería una enorme tarea. Dado que los ibis sagrados producen entre dos y
cinco huevos al año, aunque supongamos que prosperaran cuatro de ellos en
promedio, se requieren criar en cautiverio 2.500 parejas (es decir, 5.000 aves parentales)
y atender a un total de 15.000 aves.
Hasta ahora no se ha descubierto ninguna evidencia física de unas instalaciones
que pudieran haber albergado una empresa de ese tipo. Podría haber sido una
iniciativa a escala industrial, pero lamentablemente no estamos seguros de que
exista algún lugar físico donde se hubiera llevado a cabo la cría a gran escala
a menos que fuera en las orillas del lago Abusir, una zona que aún no se ha
excavado. Cabe la posibilidad que esa gente tuviese pequeñas instalaciones de cría
de ibis, como tienen hoy las familias rurales que crían gallinas. Si ese fuera
el caso, tan solo mil familias avicultoras que criaran diez polluelos al año
podrían satisfacer la demanda anual de Saqqara.
Algunas fuentes escritas antiguas apuntan, sin embargo, hacia la existencia
de grandes explotaciones de ibis a escala industrial que están aún por
descubrir. Por ejemplo, el Archivo de Hor recoge la cantidad de comida que se requería
para alimentar a 60.000 ejemplares y habla de un portero cuya tarea era guardar
a las aves y sus polluelos.
¿Unos corrales perdidos del Nilo? Quizás. Cualquiera que sea la
respuesta, es difícil sustraerse a la ironía de que, en el Egipto moderno, ni
un solo ibis sagrado pasea por las orillas del gran río. Claro que tampoco hay
guacamayos asilvestrados en los alrededores de Chaco Canyon. Y es que a los
loros no les gusta el desierto. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.