Antes de las elecciones, los mexicanos estaban de acuerdo en dos cosas.
La victoria de su equipo de fútbol sobre Alemania el 17 de junio fue magnífica.
Y las elecciones del 1 de julio, las más importantes en décadas, serían ganadas
por Andrés Manuel López Obrador (conocido Amlo), líder de una coalición llamada
"Juntos haremos historia". Confirmando lo que las encuestas
anunciaban desde los inicios de la campaña presidencial, el terremoto Amlo ha
ganado las elecciones. Con los resultados del 1 de julio, Obrador está obligado
a ejecutar la promesa de devolver a México el espíritu de los revolucionarios que
fundaron la República.
Después de haber fracasado en las presidenciales de 2006 y 2012, la
tormenta perfecta, una conjunción de acontecimientos favorables, va a llevar en
volandas a López Obrador hasta la Silla del Águila. En el último sexenio, el Gobierno
mexicano ha estado en manos del presidente de centroderecha Enrique Peña Nieto
que dejará el poder corroído por la corrupción e incapaz de frenar la ola de
asesinatos sin aclarar (30.000 en 2017) y de desaparecidos, que se cuentan por
miles, en su mayor parte ocasionados por el fracaso del Gobierno en la guerra contra el
narco y el crimen organizado, que ha colocado al país al borde de ser un Estado
fallido.
Por si los hados no fueran lo suficientemente favorables a un político
que anunciaba la regeneración de la República, la irrupción del bocazas Donald
Trump acabó por allanarle el camino hacia Los Pinos. Irónicamente, la
popularidad de Obrador se debe atribuir en buena parte a Trump. A los pocos
días de la elección de este, los analistas políticos mexicanos pronosticaron
que la beligerancia del nuevo Presidente hacia México catapultaría a Amlo. Este
lo vio venir mejor que nadie. Por eso, poco después de la toma de posesión de
Trump en enero de 2017, publicó un superventas titulado Oye, Trump, que contenía retazos duros de sus discursos. En uno decía:
«Trump
y sus asesores hablan de los mexicanos de la misma forma en que Hitler y los
nazis se referían a los judíos, justo antes de emprender la infame persecución
y el abominable exterminio». En definitiva, cada vez que, no solo Trump, sino
cualquier otro político estadounidense abría la boca sobre asuntos mexicanos, subía
la cotización de López Obrador.
El que para Jesús Silva Herzog es «el político más talentoso que
ha conocido México en muchas décadas», no se considera a sí mismo como un
político. Cuando el outsider Trump
fue elegido, López Obrador se lamentó: «Los mexicanos nunca elegirán a alguien
que no sea un político». Eso resultaba revelador, porque, aunque Obrador sea claramente
un político, siempre se presenta como Trump: como alguien ajeno a la política. No
es así desde el principio. De hecho, estudió Ciencias Políticas en la UNAM, la
principal universidad pública del país, y se graduó con una tesis sobre la
formación política del Estado mexicano en el siglo XIX. Para una persona con
aspiraciones, el PRI era entonces la única opción seria. Fundado en 1929 para
reconstruir y regenerar el país después de la Revolución, en los años treinta
el presidente Lázaro Cárdenas lo consolidó como un partido de masas de
tendencias socialistas.
Se unió al PRI después de la universidad, y, en 1976, ayudó a dirigir
una campaña al Senado en el que resultó elegido Carlos Pellicer, un poeta que
era amigo de Pablo Neruda y Frida Kahlo. Después de ocupar varios cargos
institucionales de cuarta fila, sentía cada vez más que el PRI se había
desviado de sus raíces. En 1988, se unió a un grupo disidente de izquierda,
dirigido por el hijo de Lázaro Cárdenas, que se convirtió en el Partido
Revolucionario Democrático. López Obrador se convirtió en el jefe del partido
en Tabasco. En 1994, hizo su primer intento electoral en la campaña a gobernador
de Tabasco. Perdió ante el candidato del PRI, al que acusó de haber cometido
fraude. Aunque una investigación judicial no llegó a ningún veredicto, muchos
mexicanos le creyeron, porque el PRI tiene un largo historial de pucherazos.
En 2000, fue elegido alcalde de la Ciudad de México, un puesto que le
dio un poder considerable, así como visibilidad nacional. En el ejercicio del
cargo se creó una reputación de hombre trabajador, austero y sencillo, que se
bajó el sueldo y llegaba a la alcaldía antes de que amaneciera conduciendo su
viejo Nissan. Cuando dejó el cargo para prepararse para las elecciones
presidenciales de 2006, tenía una alta valoración política y reputación de pragmático
y eficaz. La campaña presidencial fue dura. Los adversarios de López Obrador
publicaron anuncios de televisión que lo presentaban como un populista embustero
que representaba un peligro para México y mostraban imágenes de miseria junto a
los retratos de Amlo, Chávez, Fidel Castro y Evo Morales.
Obrador perdió frente a Felipe Calderón, el candidato del derechista
PAN, por menos del uno por ciento de los votos, un margen lo suficientemente estrecho
como para levantar sospechas generalizadas de fraude. Se negó a reconocer la
victoria panista y encabezó una protesta en la capital, donde sus seguidores
detuvieron el tráfico, levantaron tiendas de campaña y realizaron mítines en el
histórico Zócalo y en la avenida Reforma, en unas protestas que duraron meses.
Finalmente, López Obrador levantó el sitio y regresó a su casa.
Desde que perdió esas elecciones, se presentó como un adalid de la regeneración.
Al cerrársele las puertas de su partido, emprendió la marcha por el desierto
para fundar un nuevo partido, el Movimiento Nacional de Regeneración, Morena,
que se esforzó por incluir a todos los que sentían que México se había desviado
de los principios de la Revolución. Recorrió el país firmando acuerdos con
personas. «¿Quieres
ser parte de un cambio? ¿Sí? Entonces firma aquí». Gracias a ello, sus
seguidores son mucho más que votantes. No acompañan momentáneamente a un
candidato, no buscan acudir una mañana a la urna para votar. Son parte de un
movimiento social del que, desde los tiempos de Emiliano Zapata, no hay
precedente en la historia contemporánea de México. Nadie ha cultivado esa
lealtad inquebrantable y vehemente como lo ha hecho López Obrador.
No bastó con eso. En las elecciones de 2012, obtuvo un tercio de los
votos, que fueron insuficientes para vencer a Peña Nieto, que devolvió al PRI al
poder. Todo el mundo dio por enterrado a López Obrador. No lo conocían. Su
victoria en 2018 es el testimonio de una tenacidad asombrosa, de alguien que ha
creído siempre en su causa y, sobre todo, en sí mismo.
El 1 de abril de 2018, López Obrador lanzó oficialmente su campaña ante
una multitud de varios miles de personas en Ciudad Juárez. En un escenario
instalado en una plaza, situado debajo de una gran estatua del reverenciado
líder mexicano del siglo diecinueve Benito Juárez, un hombre de origen zapoteca
humilde que es una especie de figura de Abraham Lincoln en México, proclamó:
«Hemos venido aquí para iniciar nuestra campaña, en el lugar donde comienza
nuestra patria». López Obrador habla a menudo de su admiración por los
líderes de los años treinta, incluido Franklin Delano Roosevelt y el presidente
Lázaro Cárdenas, y gran parte de su programa social recuerda las iniciativas de
aquellos años.
López Obrador, que tiene el mismo aire de incorruptibilidad de Juárez y
Lázaro Cárdenas que encanta a muchos mexicanos, se ve a sí mismo como uno de
esos grandes líderes, como un hombre capaz de transformarlo todo. Está
convencido de que la solución para México es él, de que, para terminar con la
corrupción, con lo que él llama la mafia del poder, basta su presencia. Si el
presidente es honesto, todos serán honestos, dice. Como si lo hubiera escrito
Juan Rulfo bajo el sol de Comala, el aura del líder transformará mágicamente la
realidad.
Para sus oponentes, la capacidad de transmitir esa magia y de inspirar
esperanza entre la gente es preocupante. Según el historiador y periodista Enrique
Krauze: «López
Obrador llega directamente a las sensibilidades religiosas de la gente. Lo ven
como un hombre que salvará a México de todos sus males. Y lo que es aún más
importante, él también se lo cree». Krauze ha estado preocupado por
López Obrador desde 2006. Antes de las elecciones presidenciales de ese año,
publicó un ensayo titulado El Mesías
Tropical, en el que escribió que Amlo tenía un celo religioso que era «puritano,
dogmático, autoritario, inclinado hacia el odio y, sobre todo, redentor». El
hombre que vino del trópico tabasqueño ha creído de siempre en su causa y,
sobre todo, en sí mismo. El último libro de Krauze, El Pueblo Soy Yo, trata sobre los peligros del populismo. En el
prefacio, escribe sobre López Obrador en un tono de preocupación oracular: «Creo
que, si gana, utilizará su carisma para prometer el regreso a un orden arcadiano
[…] Y con ese poder acumulado, que ha logrado a gracias a la democracia,
corroerá la democracia desde adentro».
Llamando a lo que él denomina la “Cuarta Transformación de México”, Amlo
dice que quiere ser considerado como un líder de la talla de Benito Juárez. Está
convencido de que puede rehacer y regenerar el país como lo hizo don Benito. Ese
es el mensaje que entusiasma a sus seguidores y preocupa a sus oponentes: una
promesa de transformar el país sin arruinarlo. Promete a sus seguidores una
"revolución radical", que les daría el país que querían. «Radical
proviene de raíces –suele decir- y vamos a cambiar este régimen corrupto arrancándolo
de raíz».
Ahora tiene ocasión de demostrarlo, aunque lo tendrá difícil con el Congreso en contra. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.