Un fin de semana
cada año, el que sigue al primer lunes de septiembre, los habitantes de
Northfield, Minnesota, un poblachón del Medio Oeste que durante todo el año
parece vivir el tedio de una siesta eterna, se desmelenan y organizan un
festival al que acuden multitudes de los alrededores.
Disfrazados de
vaqueros, preparan barbacoas mientras que las bandas locales tocan música
country. Ya saben, como en Scarborough
Fair: perejil, salvia, romero y tomillo; atracciones de feria de un
inequívoco aire pueblerino, festones listados de barras y estrellas cruzan las
calles entrelazando los edificios de adobe y madera; muchachas en flor a la
sombra de arces y robles que venden almuerzos de picnic para pagarse el viaje iniciático
a Florida; mercadillos de “antigüedades” de anteayer; carpas alineadas a lo
largo de la orilla del río Cannon de las que emergen aromas deliciosos a
canela, mantequilla y a bollos recién horneados; en una de ellas se ofrece una
barbacoa de cerdo solo para patrocinadores; y, cómo no, muchas barracas con algodones
de dulce y fritangas que con solo olerlas
disparan el colesterol.
Charangas,
desfiles de majoretes y de moteros en sus tronantes Harleys bicilíndricas, la
patrulla montada del sheriff del condado, reinas locales de la belleza que se
mueven en grandes Cadillacs convertibles, el inevitable rodeo profesional y un
baile en la plaza el viernes por la noche después de una exhibición callejera
que simula la fuga de Jesse James, completan el paisaje festivo de un pueblo
que apura hasta el último momento el tibio sol de un verano que se les escapa
entre las manos antes de que el invierno deje caer sobre sus cabezas toneladas
de nieve invernal. Si quiere ver como es el invierno en Northfield, vea lo que
le cuesta conducir por la nieve a Frances McDormand en Fargo.
El festival tiene
un nombre revelador: “La derrota de Jesse
James”. ¿Qué celebra? La respuesta está en la calle principal, donde
todavía se levanta en perfecto estado de revista, con un exterior idéntico al
que tenía hace 150 años, el edificio del First National Bank, en cuyo asalto la
banda James-Younger encontró su Waterloo en septiembre de 1876. La antigua sede
bancaria alberga hoy un museo local gestionado por la Northfield Historical
Society, una de esas pequeñas asociaciones americanas de aburridos vecinos que
se ocupan amorosamente de la historia de su pueblo natal.
Con su ajetreada vida de forajido y su muerte a traición, Jesse James (1847-1882) se convirtió en una figura legendaria del Medio Oeste. Huérfano desde los tres años, a los 15 años él y su hermano Frank se unieron a la guerrilla sudista de William Quantrill, un grupo de forajidos que se dedicaba al saqueo y al pillaje de poblaciones civiles. Esa fue la universidad donde los hermanos James forjaron su porvenir. Terminada la guerra de Secesión, los hermanos se pusieron manos a la obra para hacer lo que sabían: constituyeron una banda, la James-Younger, que durante quince años fue el terror de bancos y ferrocarriles, y la pesadilla de sheriffs, marshalls y alguaciles. Thomas T. Crittenden, gobernador de Misuri, autorizó una recompensa de 10.000 dólares por la entrega, vivos o muertos, de los hermanos James
Cuando la banda
se presentó en Northfield el 7 de septiembre de 1876 con la acostumbrada intención
de asaltar el banco local, asesinaron al cajero y a un cliente de inequívoco
nombre sueco: Nicholas Gustafson. Los vecinos, lejos de arredrarse,
acribillaron a los forajidos. Todos ellos, salvo los hermanos James que huyeron
a Dakota, murieron o cayeron heridos y prisioneros. Así son las cosas: aunque
Jesse James se marchó de rositas, ahora Northfield celebra la caída de Jesse
James.
Para no
incrementar las listas del paro, Jesse y su hermano crearon otra banda y
siguieron haciendo de la suyas. Jesse tuvo tiempo de cortejar durante nueve
años a su prima Zerelda con la que se casó y tuvo un hijo, Jesse Edwards, y una
hija, Mary. Decidido a retirarse, puso el hogar familiar en Saint Joseph, Misuri,
donde debía ser poco conocido porque tuvo el atrevimiento de alquilar una casa
a un concejal. Allí, en una casita blanca en lo alto de una colina del número
1318 de la calle Lafayette, pasó la Navidad del año 1881 junto a su madre, su
esposa y sus dos hijos. En el invierno de 1882 quería comprar una granja. Como
andaba escaso de efectivo decidió hacer un último atraco en el banco de Platte
City, Nebraska. Los miembros de su banda o estaban muertos o en prisión, de
manera que Jesse reclutó a los hermanos Charlie y Bob Ford.
Los Ford,
conocedores de que la cabeza de Jesse tenía una recompensa de 5.000 dólares,
decidieron cobrarla por la vía rápida. El 3 de abril de 1882 Jesse debió haber
hecho lo que se podía hacer en Saint Joseph: sentarse en una mecedora de pacana
para contemplar el lento divagar de los barcos por el Misuri. Si lo hubiera
hecho, habría advertido la llegada de sus dos asesinos. No lo hizo y eso le
costó la vida. Subirse a una silla para colgar un cuadro tiene los peligros de
cualquier accidente casero. A Jesse colgar un cuadro le costó la vida.
Desarmado e indefenso, un disparo por la espalda de Bob Ford que le entró por
la nuca y salió por su ojo izquierdo acabó con su vida. La leyenda había
terminado.
Dada su
trayectoria, el gobernador Crittenden, un antiguo coronel de caballería que
había echado las muelas cabalgando por Kentucky, no parece que hubiera leído a
los clásicos y menos que conociera aquella célebre frase -Roma traditoribus non premiae- que el cónsul romano espetó a los capitanes
traidores cuando fueron a cobrar la recompensa por la muerte de Viriato. Cuando
los hermanos Ford se personaron a por la suya, Crittenden puso a ambos a la
sombra, donde estuvieron hasta que un jurado los condenó a la horca. Indultados
años más tarde, a Charles Ford le consumió la mala conciencia y se pegó un
tiro. Su hermano Bob resultó muerto de varios disparos en un bar de Creek,
Colorado. El cronista local escribió su necrológica: «Ha muerto el cobarde
sucio y pequeñajo que disparó sobre el desarmado Mr. Horward y mandó a la tumba
a Jesse James».
Como a tantas
otras celebridades, a Jesse James no le dejaron descansar tranquilo. En 1995,
el forense James Starr, autorizado a hacerlo para despejar las dudas de que
Jesse fuera el hombre asesinado en Saint Joseph y sepultado en su ciudad natal,
Kearney, Nebraska, desenterró el cuerpo para practicarle el análisis de ADN.
Comparado con el de algunos de sus descendientes vivos, las pruebas demostraron
que el cadáver correspondía con un 99,7% de probabilidades al forajido.
Aprovechando la
exhumación, la Pony Express Historical
Association se hizo con varios objetos personales del finado que hoy exhibe
entre otros artefactos relacionados por los pelos con los James, incluyendo una
réplica del cráneo que muestra el orificio de entrada y salida de la bala que
lo mató en la casita de la calle Lafayette, desmontada de su emplazamiento
original y traída junto a la mansión Patee, un enorme caserón de adobe que construyó en 1858 John Patee para destinarlo a hotel con el pomposo nombre de Hotel Mundial, convertido hoy un indefinible museo bastante kitsch, en el que nunca faltan visitantes incautos como mi hijo y yo, que somos oportunamente informados de que allí se alojaron la noche del crimen la madre, la viuda y los dos hijos pequeños del forajido asesinado. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.