La detención de Eduardo Zaplana ha sido la crónica de arresto anunciado.
Una vez más, parece que se comprueba lo que han dichos algunos humoristas: que
en la boda de la hija de Aznar los únicos honrados eran los camareros. En
cualquier caso, la inmediata entrada en el calabozo (de momento), su más que
presumible ingreso en prisión preventiva (a corto plazo) y definitiva (a largo),
me recuerdan algunas lecturas.
Hay tres clases de libros: los que hay que consultar una vez, los que
merecen una lectura en la vida y los que hay que tener. Por qué fracasan los países de los politólogos bostonianos Daron
Acemoglu y James A. Robinson (Deusto 2012) pertenece a la última categoría. Es
de esos que deben ser atesorados en la biblioteca para revisar y leer una y
otra vez, y para seguir su rastro en algunos libros que se han ocupado del caso
de la corrupción política española.
En España parecen estar repitiéndose los fundamentos políticos del Regeneracionismo
de finales del XIX y principios del XX. Por resumir, el desarrollo de aquel Regeneracionismo
finisecular fue una consecuencia directa de la crisis del sistema político
fundado por Cánovas en la Restauración: la alternancia de partidos, que había
proporcionado al país una estabilidad ilusoria que se sostenía sobre gran
corrupción política que ocultaba la miseria del pueblo, el desigual reparto
geográfico de una tardía revolución industrial, el caciquismo, el pucherazo electoral
y el triunfo de una oligarquía económica y política que, una vez adueñada
prácticamente de todo el suelo productivo del campo español, había creado la mano
de obra barata en una extensa clase de jornaleros hambrientos.
El papel de esa oligarquía es lo que Acemoglu y Robinson teorizan en su
teoría de las “élites extractivas”. El enunciado de la teoría es muy simple. La
clase política no sólo se constituye en un grupo de interés particular, como la
banca, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más, consolidándose como
una élite extractiva, que se caracteriza por tener un sistema de captura de
rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la
población en beneficio propio.
Recuperando el espíritu regeneracionista y aplicando tácitamente o
claramente esa teoría, algunos autores han emulado a Joaquín Costa o a Lucas
Mallada y han escrito textos de notorio pesimismo y ácida crítica hacia un
marco social e institucional que entienden funesto para el desarrollo del país.
Así, hemos podido leer Corrupción y
política. Los costes de la democracia, de Javier Pradera (2014), El dilema de España. Ser más productivos
para vivir mejor, de Luis Garicano (Atalaya, 2014), Qué hacer con España. Del capitalismo castizo a la refundación de un
país, de César Molinas (Imago Mundi, 2013), La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español,
del colectivo Politikon (Debate, 2014), o España
estancada. Por qué somos poco eficientes, de Carlos Sebastián (Galaxia
Gutemberg, 2016). De esos textos hemos podido deducir que el origen esencial
del «mal» de España no genético, ni está basado en factores culturales
atávicos, sino en el erróneo diseño de una gran parte de nuestras instituciones
políticas, económicas y sociales. El neoinstitucionalismo económico, otro
término tomado de Por qué fracasan los
países, ha sido el principal referente teórico que ha dado fundamento a
estas críticas.
En las primeras páginas del tercer (y esencial) bloque de su libro, César
Molinas realiza un repaso histórico sobre la evolución del capitalismo en
España y la influencia del entorno geográfico y de la propia historia en la
configuración de un mercado no competitivo en nuestro país, más pendiente de
las dádivas del poder que de la elección del consumidor. Este repaso histórico
marcado por ese “capitalismo castizo”, estilo palco
del Bernabéu, conduce a la hipótesis (que no teoría, como él la llama) de
Molinas sobre la clase política española. A excepción del paréntesis histórico
que representó la transición liderada por una generación de auténticos
políticos con vocación de servicio público, Molinas concluye que desde entonces
la “cosa pública” ha sido colonizada por una nueva clase de políticos, que,
como los del pasado pre regeneracionista, sólo buscan en la Administración
fuentes de renta personales. De este modo, el autor defiende que la democracia
española ha acabado capturada por un cartel de políticos que sólo buscan la
maximización de sus beneficios personales. Para ello, los responsables públicos
utilizan criterios discrecionales con el único fin de apropiarse de las rentas
producidas, cuyo colofón es el aumento insostenible de la deuda.
Como resultado de ese comportamiento de la clase política, la crisis
del país sería como la Santísima Trinidad, “una y trina”. En primer lugar,
España estaría sufriendo una crisis de deuda acumulada por las actividades
lucrativas generadas por los políticos locales. En segundo lugar, el país sufre
una crisis político-institucional fruto de la actuación de esta clase política
que habría pervertido a las propias instituciones. Y consecuencia de todo ello,
estaríamos atravesando también una crisis moral derivada de la actuación de los
políticos y de la corrupción que asola el ejercicio del poder. El diagnóstico es
meridiano: ante tales desatinos, la crisis múltiple que atraviesa el país sólo
se superará sustituyendo a esta clase política por otra totalmente nueva, sin
los vicios de la actual y con las bondades de aquélla, que construyó la
transición.
Sin olvidar que la explicación casual centrada en una clase política
explotadora resulta demasiado simple cuando el resto del país vivía también en la
gloria, y no sólo económica como explicita Antonio Muñoz Molina en su Todo lo que era sólido (Seix Barral,
2013), no se puede, en ningún caso, minimizar la responsabilidad de los agentes
políticos en la crisis del sistema para repartirla entre todos nosotros de modo
que no haya culpables, no se puede olvidar que, durante la actual crisis de la
que no acabamos de salir por más que Rajoy haga lo que el Barón de Münchhausen
para salir de la ciénaga, fueron los financieros quienes canalizaron la
liquidez hacia las burbujas sectoriales sin valorar los evidentes riesgos, y
los empresarios e inversores los que construyeron autopistas o instalaron
huertos solares y, en algunos casos, tal como la justicia está tratando de
desentrañar, bajo acuerdos ilegales. Todo ello con el beneplácito de
trabajadores cuyos salarios crecían más que el ritmo de productividad, mientras
miles de jóvenes abandonaban los estudios por un buen salario en los sectores
ligados a la burbuja. Sin duda, a quien más responsabilidad tiene, más se le
debe exigir, pero condensar en exclusiva una crítica a los políticos de la
relajación moral que protagonizó nuestra pequeña historia durante más de una
década resulta demasiado simplificador.
Por todo ello, cualquier comparación de nuestras élites políticas con
las clases extractivas de Acemoglu y compañía no habla mal de nuestros
políticos, sino de los españoles, porque a diferencia de los países analizados
por los profesores bostonianos (en su mayoría dictaduras tercermundistas), en
España los ciudadanos se retratan en las urnas. Por ello, la teoría de Molinas,
siendo sugerente ante el alicorto perfil profesional de nuestros políticos, es
apenas una hipótesis que no logra contrastar porque ni explica cómo esa clase
ha alcanzado el poder y sobre todo cómo lo mantiene sin recurrir a la coacción
del Estado.
En todo caso, de confirmarse las imputaciones, el recién estrenado presidiario,
Eduardo Zaplana, ex de casi todo en
política, es el arquetipo del político inmerso en la corrupción. Porque corrupción
es abuso de poder para beneficio privado, directo o indirecto. Cuando a una
persona se le otorga poder para que lo use en beneficio del grupo que se lo
cede de buena fe y, traicionando la confianza, lo utiliza para beneficiarse
directa o indirectamente, estamos ante un caso de corrupción.
Pero no puedo terminar sin insistir en que fijarse solamente en la
corrupción perseguible penalmente brinda una imagen distorsionada del problema.
En los países más desarrollados económicamente, la corrupción más preocupante
es la denominada corrupción legal. Aquella consistente en la captura de ciertas
políticas públicas o, al menos, de decisiones fundamentales en el marco de
dichas políticas por poderosos grupos de interés. Como ha recordado Manuel
Villoria en La
corrupción en España (2016), «la captura puede realizarse a través
del estratégico aterrizaje en puestos importantes del Gobierno, en órganos
regulatorios o en comités asesores clave; también mediante el reclutamiento de
políticos bien relacionados y poderosos para su incorporación a consejos de
administración bien remunerados; o mediante la presión mediática, dado el control
de grandes grupos multimedia. Más aún, la captura opera en cascada: si se
consigue la captura en la Unión Europea, luego ya las capturas nacionales son
más sencillas, y así sucesivamente».
Sea cual sea su modalidad, la constante presencia en los medios de
escándalos de corrupción está teniendo un impacto terrible sobre el grado de
satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la confianza en las
instituciones representativas que está llevando a algunos a buscar soluciones
peligrosas que traen a la mente la “mentalidad sumarísima” (al estilo “esto yo
lo soluciono en 24 horas”) contra la que nos alertó Rafael Sánchez-Ferlosio. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.