«Una tarde parda y fría de
invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales».
Me acuerdo de la canción infantil de Machado mientras conduzco bajo una
tormenta de verano entre Cedar Rapids, Iowa, y Fargo, Dakota del Norte, 711
millas que hay que recorrer por las grandes llanuras del Corn Belt, el cinturón
del maíz, el corazón agrícola del Midwest de Estados Unidos, la región donde,
en palabras de Henry A. Wallace, se desarrolló la «civilización agrícola más
productiva que el mundo haya visto jamás».
Con cerca de 94.000 granjas, que
cubren más del 90% del estado (145.000 km cuadrados), Iowa es el mayor
productor de maíz de Estados Unidos. Los agricultores no pierden el tiempo:
unos 70 millones de toneladas al año, aproximadamente un quinto del maíz
producido en el país, tres veces más de lo que produce Argentina y veinte veces
lo que se produce en España, salen de los fértiles limos de Iowa. Pero quien
piense que es un monocultivo, se equivoca. El olfato no engaña. Cuando se
circula por Iowa es conveniente cargar bien el ambientador del coche. Uno conduce
a través del mayor rebaño porcino del país. Entre los campos de maíz se crían
unos 25 millones de cerdos, cerca de un cuarto de la cabaña porcina
estadounidense y poco menos de los 28 millones que se crían en España, el
tercer productor del mundo. Maíz y cerdos. A la hora de elegir paisajes para
viajar, busquen otro estado.
Cuando uno conduce por Iowa se
siente como se debe sentir una pulga recorriendo la palma de una mano. Un llano
infinito. Si encima llueve a jarrazos, lo mejor es parar. Tomo un desvío y me
dirijo a Orange City. Allí, en medio de un océano de maíz y soja, me sorprende
toparme con una isla de tulipanes, con una pequeña Holanda.
Los casi seis mil habitantes de
Orange City, la capital del despoblado Sioux County, viven rodeados de campos
en todas direcciones. Sioux County es algo así como el Finisterre de Iowa: está
en la esquina noroeste del estado y Orange City está aislada del mundo exterior.
Una vez que dejo la Interestatal 20 tengo que conducir casi una hora por
carreteras secundarias; los aeropuertos más cercanos, el de Omaha, Nebraska, a
dos horas, y el de Des Moines, la capital estatal, a cuatro, están a distancias
siderales si se tiene en cuenta el derroche aeroportuario americano.
Orange City nunca tuvo río o
ferrocarril, y, hasta hace poco, ni una carretera de cuatro carriles, que es lo
mínimo que por aquí se estila, por lo que su cultura pura y hermética se ha
conservado. Orange City es pequeña y está aislada, pero, a diferencia de muchas
ciudades del Midwest, a diferencia de la Vetusta de Clarín, la ciudad no se ha
dormido en una siesta centenaria. A veinte millas de distancia, Hawarden, la
ciudad más cercana, fue fundada como una estación ferroviaria en 1870, el mismo
año en que se fundó Orange City, lo que la dotó de algún cosmopolitismo con su
flujo constante de viajeros que entraban y salían, con hoteles para atenderlos,
burdeles, garitos y casas de apuestas. Hoy, toda esa hojarasca se la ha llevado
el viento y Hawarden, sumida en el olvido, languidece en las orillas del río
Big Sioux.
Las calles de Orange City no son
las calle vacías y muertas con sus hileras de casas desvencijadas que se
acostumbran a ver en otros pueblos casi fantasmas del Midwest, que parecen no
haberse recuperado ni de la Gran Depresión ni del polvoriento Dust Bowl. En tan solo dos manzanas de Central
Avenue, la calle principal, cuento dos bufetes de abogados, una agencia
inmobiliaria, una correduría de seguros, una cafetería, una tienda de costura, otra
que vende biblias, libros y regalos, una más de antigüedades, un salón de belleza,
y una boutique de decoración y ropa para el hogar, sin que falten las dependencias
oficiales del condado de Sioux, el ayuntamiento, y el palacio de justicia,
construido en un falso (sobra decirlo) románico de ladrillo rojo. No hay
licorerías.
Hay dieciséis iglesias en la
ciudad y al menos una biblioteca pública en la que me refugio para escapar de
la lluvia. Allí me entretengo con el anuario de la ciudad y me entero de
algunas cosas. No hay fracaso escolar: la tasa de graduación de la escuela
secundaria es del noventa y ocho por ciento; el paro tampoco es un problema: la
tasa de desempleo es del dos por ciento. Hay poco crimen. El precio medio de una
vivienda unifamiliar de cuatro habitaciones, dos baños, garaje y jardín es de
alrededor de ciento sesenta mil dólares en una ciudad donde el ingreso medio familiar
es cercano a los sesenta mil. Para el veinte por ciento de los residentes que
ganan más de cien mil al año, puede ser difícil encontrar maneras de gastarlos,
al menos que se vayan a otra parte.
La ciudad fue fundada por
inmigrantes de Holanda que buscaban tierras para cultivar. Hasta hace poco casi
todos los que vivían allí eran de origen holandés. Esa es la justificación de
que en mi breve (y húmedo) paseo por el centro hubiera anotado muchas tiendas con
nombres holandeses: Bomgaars Farm-supply Store, Van Maanen’s Radio Shack, Van
Rooyen Financial Group, DeJong Chiropractic y Acupuncture, Woudstra Meat
Market. Los nombres de los integrantes de cuerpo de policía local no desmienten
su origen holandés: Audley DeJong, Chad Van Ravenswaay, Wes Van Voorst y Bob
Van Zee. Supongo que cuando un maestro de Orange City quiera dividir su clase
por la mitad dirá: «de la A hasta la U en este lado, y de la V hasta la Z al
otro».
Otro parroquiano del Orange City
Super 8 Motel resultó ser un informador de primera. Me contó que aunque la
mayoría de los residentes ya no hablaba holandés, acostumbraban a salpicar su
inglés con frases que nadie había usado en los Países Bajos en los últimos cien
años. Los chismes son la plaga de la mayoría de las ciudades pequeñas, pero en Orange
City la cosa –dice- ha ido a mayores. Los descendientes de holandeses (que aquí
son una mayoría abrumadora) tienen un comportamiento particular. Cortan el
césped a menudo, pero nunca los domingos. El alcohol es considerado indecoroso;
la gente generalmente lo compra en otro sitio, para que nadie la vea. Los niños
están vigilados todo el tiempo. Los adultos se preocupan constantemente por las
apariencias: ¿Están sus casas relimpias, su césped bien cortado y el patio
trasero ordenado? Sus hijos, ¿se comportan bien en la escuela; se ofrecen como
voluntarios para trabajos sociales; van a la iglesia tantas veces como resulta
conveniente? Calvinismo en estado casi puro.
Conservar o no el holandés y
hasta qué punto, causó un cisma en la ciudad a principios del siglo pasado: la
Iglesia Reformada Estadounidense se separó de la Primera Iglesia Reformada porque
querían celebrar los servicios religiosos en inglés. Pero, cuando los últimos
hablantes holandeses comenzaron a morir, Orange City tomó medidas para preservar
su herencia. Las tiendas en el tramo principal de Central Avenue están
obligadas a embellecer sus fachadas con "frentes holandeses": juegos
en forma de campanas y triángulos escalonados, colores tradicionales pintados de
verde oscuro, gris claro y azul, con festones y encajes blancos. Al otro lado
de la calle Bomgaars está Windmill Park, con sus macizos de flores y seis
molinos de viento decorativos de diferentes tamaños a lo largo de un canal en
miniatura.
Cada año, a finales de mayo, cuando
caigo por allí, Orange City celebra su festival de tulipanes. Miles de bulbos
son importados de los Países Bajos y plantados en hileras; durante tres días los
habitantes se visten con trajes holandeses del siglo XIX cosidos por
voluntarios, y bailan danzas tradicionales por la calle. Ha dejado de llover y hay
una limpieza ceremonial en las calles: a base restregar escobones, niños con gorras
marineras y niñas con delantal han despejado los charcos. Sigue un desfile, en
el que la Reina Tulipán y su corte, estudiantes del último año de Secundaria,
saludan desde su carroza y la banda escolar marcha tras ellos calzada con
zuecos.
Nada del otro mundo, pero aquí,
en Orange City, la gente parece feliz. Lástima que voten a Trump. ©Manuel
Peinado Lorca. @mpeinadolorca.