“El
clima de España se africanizará”. Con ese titular resumía en noviembre
de 2007 el diario de mayor difusión de España el informe sobre cambio climático
entregado al presidente Zapatero por un grupo de investigadores universitarios.
El inquietante artículo dibujaba un panorama desolador: “Los veranos españoles
serán tsunamis de calor, la costa norte
se hará mediterránea, el sur se
convertirá en un desierto, especies vegetales y animales se extinguirán, el
agua será un bien escaso, el mar se comerá parte de la playa y los españoles
desarrollaremos nuevas enfermedades relacionadas con la contaminación
atmosférica y los climas subtropicales. En una palabra, España se africanizará”
[las negritas son mías]. Distopía en estado puro. Ni que decir que el titular
se popularizó, sobre todo a raíz de su uso en informes emitidos por diversas
organizaciones ambientalistas.
No
deja de ser curioso que el día anterior y en el mismo diario,
el físico Manuel Toharia, que fue durante muchos años ‘hombre del tiempo’ en la
televisión, criticara el "alarmismo inusitado" generado en torno al
cambio climático, ya que, "siempre ha habido cambios climáticos en la
Tierra" pero ahora quizás "estén más acelerados por una información
alarmista y absurda". Toharia cargaba también con el futuro devastador presentado
por Al Gore en su conocido documental Una
verdad incómoda. Son dos posturas enfrentadas que me permiten acercarme al
fondo de la cuestión: ¿Se africaniza o no el clima de España? Respondo a la
gallega: depende de donde se mire. Ni utopía ni distopía.
Me
apoyo ahora en un gallego, Mariano Rajoy. Para desacreditar las políticas de
lucha contra el cambio climático anunciadas por Zapatero, Rajoy, que entonces
era sólo presidente del PP, dijo no creer en el cambio climático
porque un primo suyo, que era catedrático de Física, le había dicho que no era
posible predecir "ni el tiempo que va a hacer mañana en Sevilla". El
primo tenía razón, pero Rajoy cometió un error muy común: confundir “tiempo”
con “clima”.
Por
propia experiencia sabemos que factores meteorológicos tales como la
temperatura, la presión, la humedad, la precipitación, la radiación solar, las
nubes o el viento son factores meteorológicos cambiantes que constituyen lo que
se llama tiempo atmosférico o, coloquialmente, el tiempo. El tiempo
atmosférico, objeto de análisis de la Meteorología, se basa en el estudio
diario de las fluctuaciones climáticas.
El
clima, objeto de estudio de la Climatología, se refiere a condiciones generales
de una zona más o menos amplia durante un período de tiempo prolongado, que la
mayoría de los climatólogos establecen en un período de observación de al menos
30 años. Por lo tanto, las previsiones climáticas están basadas en cálculos
matemáticos sencillos o relativamente complejos pero que, en cualquier caso,
son variaciones sobre el mismo tema: el manejo de datos primarios como la
temperatura, la precipitación, las heladas o las estaciones, unos datos muy
elementales si se comparan con la enorme magnitud de las variables que
determinan los climas, cuya complejidad llevó en 1960 al meteorólogo
norteamericano Edward Lorenz, desesperado por obtener predicciones atmosféricas
caóticas con los modelos calculados a través de incipientes sistemas
informáticos, a decir que el aleteo de una mariposa en Brasil podía
desencadenar un tornado en Texas.
Heisenberg
estaría feliz comprobando como el Principio de Incertidumbre, ese que proclama
la imposibilidad de que determinados pares de magnitudes físicas observables y
complementarias sean conocidas con precisión arbitraria, escapa del ámbito de
la Física Cuántica y se extiende a otros territorios de la Física. Pero, aunque
los meteorólogos no puedan (de momento) decir con absoluta precisión si va
llover dentro de 15 días en Sevilla, los climatólogos del IPCC (y la práctica
totalidad de la comunidad científica) si tienen algunas certezas que apoyan no
solo que hay un cambio climático natural tan antiguo como la Tierra, sino que
hay otro inducido por las actividades humanas.
Las
cosas han cambiado desde el comienzo de la Era Industrial. Varias líneas de evidencia y numerosas
pruebas muestran que los gases de efecto invernadero están causando una amplia
gama de fenómenos globales que incluyen el aumento térmico, pero también
cambios como la acidificación y el calentamiento oceánico, el aumento del nivel
del mar, la pérdida de masas de hielo en Groenlandia, la Antártida y el Ártico,
el retroceso de los glaciares de montaña en todo el mundo, o la reiteración
cada vez más frecuente de fenómenos climáticos extremos, entre otros.
Es
decir, la comunidad científica está segura de que hay una tendencia indiscutible
al cambio global del clima. La alarma suscitada no surge en
respuesta a la tendencia de ascenso observada en las temperaturas, sino como
respuesta a la evolución constatada en las concentraciones de gases invernadero
y sus posibles previsiones y consecuencias futuras. Ahora bien,
cuando se aproxima a las previsiones regionales o locales, la lente es incapaz de
enfocar con precisión.
Las
previsiones para la Península Ibérica en el próximo siglo van dirigidas hacia
un incremento de las temperaturas y una disminución de las precipitaciones
medias anuales, aumentando los periodos sin precipitaciones, de igual manera
que se espera ocurra en buena parte del resto del planeta. No obstante, los
cambios a escala regional difieren de la media mundial y, por tanto, es difícil
establecer modelos fiables a escala reducida, especialmente si estamos
trabajando con las precipitaciones.
Hay
que tener en cuenta que existe una gran incertidumbre sobre la forma en la que
se producirán los cambios del clima. Esto se debe principalmente a la conocida
debilidad de los modelos de circulación general (MCG) para evaluar los cambios
climáticos regionales. Estos modelos presentan importantes limitaciones,
incluso cuando se aplican a nivel global, ya que no describen adecuadamente las
peculiaridades geográficas y las interacciones entre la atmósfera y la
superficie ni tampoco los posibles cambios en el uso del territorio. Por tanto,
hay que considerar que las variaciones naturales en el clima regional o local
son mucho mayores que las del clima promediado de un continente o de escalas
mayores.
A
este respecto es preciso añadir que la evaluación detallada y pormenorizada de
los efectos del cambio climático en nuestro país se enfrenta al problema
general de la ausencia de previsiones climáticas mínimamente fiables a escala
reducida y a la falta de estudios específicos sobre el tema en cuestión.
Incluso, es necesario indicar que las previsiones de variación de temperatura
realizadas bajo las mismas condiciones por diferentes modelos pueden oscilar de
1,5 a 5,5 ºC.
Mayores
problemas se presentan para los científicos cuando se pronostica la evolución
de las precipitaciones para el próximo siglo, pues las lluvias manifiestan una
variabilidad espacial y temporal más acusada que las temperaturas, lo cual
supone que sea más difícil el establecimiento de modelos suficientemente
fiables. A pesar de las limitaciones de los MCG, estos son, según los expertos,
la mejor herramienta con la se cuenta para establecer previsiones sobre el
futuro cambio climático a nivel local y regional.
No
abundan los estudios realizados en España sobre los efectos del cambio
climático a escala regional o local. He elegido dos llevados a cabo en el norte
y en el sur de nuestro país porque en uno de ellos los investigadores concluyen
en la que, efectivamente, podríamos considerar una “africanización” relativa del
clima, siempre que se tome la parte por el todo, porque quienes se refieren a
ella lo hacen pensando en el avance del desierto del Sáhara (que, por cierto,
en tiempos relativamente recientes se ha producido en dirección sur y no hacia
el norte) y no de las selvas hiperhúmedas de Uganda, o de los encinares de Ceuta
(donde llueve más que en Málaga, Cádiz o Sevilla), que también son África.
Un estudio
realizado por WWWF/Adena en
Doñana concluyó con un escenario de moderada a alta tendencia a la
aridificación para finales de siglo. Esto se plasma en un aumento de las
temperaturas medias diarias entre 2 y 4 ºC, y en una reducción de las
precipitaciones anuales que pueden llegar a disminuir en 110 mm. Actualmente,
en Doñana caen unos 550 mm, por lo que en el peor de los escenarios las
precipitaciones descenderían hasta 440 mm, casi el doble que la capital
española más árida, Almería (228 mm) y 22 veces más que la media del Sahara (20
mm). Por lo demás, el Sahara no crece, merma: las señales de satélite más recientes
indican que el Sahel y las regiones circundantes están haciéndose cada vez más
verdes como consecuencia de un aumento de las precipitaciones.
Por
el contrario, otro estudio llevado a cabo en la
Universidad de León, cuyo objetivo era evaluar la evolución con el cambio
climático de la vegetación en Castilla León, concluyó en que se produciría una
tendencia hacia un clima más oceánico debido al aumento de las precipitaciones
estivales, lo que traerá un notable aumento de las áreas de carácter templado
y, por tanto, de los bosques caducifolios centroeuropeos en detrimento de la
vegetación mediterránea. Es decir, que los frondosos hayedos eurosiberianos
irán reemplazando progresivamente a los sedientos bosques de quejigos y melojos
mediterráneos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinado.