Ballena franca boreal (Balaena mysticetus). Foto. |
El difunto Sir Peter Scott, uno de los conservacionistas más famosos
del mundo, dijo una vez: «Mucha gente considera a las ballenas como un símbolo. Si
no podemos salvar a las ballenas, comenzaremos a preguntarnos si podremos
salvar alguna cosa, incluidos nosotros mismos». A fines de la década de
1980, cuando estaba claro que las poblaciones de ballenas de todo el mundo
estaban disminuyendo aceleradamente como resultado de la caza despiadada
durante siglos, Scott estuvo totalmente involucrado en el movimiento que llevó
a la Comisión Ballenera Internacional a dictar una moratoria global de la caza
comercial de ballenas.
Durante siglos, las ballenas fueron objeto de cacerías indiscriminadas
para extraer de ellas diversas sustancias. Entre ellas la grasa, de la que se
extrae un aceite que tuvo gran valor económico por su uso múltiple en
jabonería, curtido de cueros, fabricación de pinturas, lubricantes de precisión
para microscopía y relojería, margarinas, etc. Las barbas, que se comercializaban
bajo el nombre de "ballenas", servían para dar rigidez a prendas de
vestir (como lo corsés), para fabricar fustas, calzadores o paraguas. Los
cachalotes, que no son verdaderas ballenas, proporcionaban otra materia prima:
el "ámbar gris", empleado como fijador de perfumes, o el
"esperma de ballena" (que ni es esperma ni es de ballena), sustancia
oleosa usada para fabricar velas que se extrae de los cachalotes. El aumento
del nivel de vida, de la población y la necesidad de iluminación urbana en hogares
y ciudades generó una industria floreciente de balleneros por todo el mundo que
aprovechaban la grasa de la ballena como combustible para farolas, quinqués y velas.
El declive en el uso de aceite de ballena comenzó con el desarrollo del
queroseno a partir del carbón en 1846 que llevó al reemplazo de los aceites de
ballenas en la mayoría de aplicaciones no alimentarias. En 1851 se descubrió
petróleo en Pennsylvania; su producción masiva hizo que casi inmediatamente
sustituyera al aceite de ballena como combustible de iluminación, porque debido
a la sobreexplotación de las poblaciones de cetáceos, la escasez de oferta
frente a la fuerte demanda había hecho que se dispararan los precios de los productos
derivados de ballenas y cachalotes. El petróleo salvó la vida de centenares de
miles de ballenas.
Los historiadores coinciden en que fueron los vascos quienes por el año
1050 fundaron la industria ballenera. Hasta la aparición del cañón arponero,
diseñado en 1864, la caza se hacía con arpones manuales, razón por la cual las
más buscadas eran las ballenas francas, unos animales muy lentos y que eran los
únicos cetáceos que cuando morían se mantenían a flote y podían ser remolcados
con relativa facilidad hasta puerto. Además, eran muy codiciadas por su gran
rendimiento de aceite y por sus largas barbas. Todas estas razones le valieron
el nombre de "Right Whale", que significa "Ballena franca o
correcta" (correcta para ser cazada). Según Du Pasquier, en sólo veinte
años, entre 1820 y 1840, fueron cazadas más de 76.330 ballenas francas en el
Hemisferio Sur. En la actualidad, la población mundial no parece superar los
6.000 individuos.
Ballena minske antártica. Foto |
A partir de 1864 se inicia la etapa moderna de la captura de ballenas,
porque el recién inventado cañón, que lanzaba arpones explosivos desde la proa
de una pequeña y rápida embarcación hizo posible la captura de ballenas más
veloces, al tiempo que la inyección de aire en el cuerpo del animal muerto
permitió cazar todo tipo de especies. Algunas ballenas fueron cazadas tan
intensamente que algunas especies (como la ballena azul, la yubarta o la
ballena franca) estuvieron a punto de extinguirse. Como ejemplo bastan algunas
cifras. Hacia 1930, existía una población estimada de 300.000 ballenas azules y
hoy sólo quedan entre 8.000 o 9.000. En 1940 se contaban unas 40.000 yubartas y
hoy existen menos de 10.000.
En 1921 se creó en Noruega una Oficina de Estadísticas Balleneras
Internacionales con la intención de registrar las capturas. Entre 1930 y 1937
existían 47 barcos factorías con más de 200 embarcaciones auxiliares que
capturaron 38.000 ballenas. Durante las Conferencias Internacionales de
1937-1938 y de 1944-45 se anunció por primera vez la necesidad de proteger a
los individuos jóvenes e inmaduros. Se determinó que las ballenas francas eran
las que mayor protección necesitaban, se consideró que la yubarta estaba en
riesgo de extinción total, y se decidió que había que limitar las actividades
de los buques factorías.
El proceso legal internacional para la protección de los grandes cetáceos
comenzó en 1946, cuando entró en vigor la Convención Internacional para la
Regulación de la Caza de Ballenas (ICRW), un tratado destinado a «proporcionar
una adecuada conservación de las poblaciones de ballenas y hacer así posible el
desarrollo controlado de la industria ballenera». Esta convención alentó la
creación de la Comisión Ballenera Internacional (CBI). La Convención fue
firmada por 15 países el 2 de diciembre de 1946 en Washington y entró en vigor
el 10 de diciembre de 1948.
Un ballenero japonés carga dos ballenas minske, una madre y su ballenato. Foto |
Hay que tener en cuenta que como la CBI está formada desde su inicio
por los estados que se dedican a la caza, su objetivo no fue proteger de la
extinción a las ballenas, sino lograr un acuerdo a fin de no hundir por
sobreexplotación a la propia industria. Aunque la CBI debía conseguir la máxima
utilización sostenible de las poblaciones de ballenas, la industria ballenera
mostró su incapacidad para regular su propia actividad y no pudo impedir que
continuara la depredación. El número total de ballenas capturadas entre 1959 y
1964 fue de 403.490 y el de cachalotes, durante el mismo período, de 228.328.
En 1960 y 1974 hubo sendos picos de caza, con más de 40.000 especies de ballena
y 29.000 de cachalotes cada año. En 1980 ecologistas y balleneros coincidieron
en que había que detener la matanza de los grandes cetáceos, pero por motivos
opuestos. Los ecologistas querían prohibir la caza definitivamente mientras que
los balleneros querían imponer una moratoria por un tiempo, el necesario para
la recuperación de las poblaciones.
En 1982 la ICRW acordó una moratoria sobre la caza comercial de
ballenas, que no entraría en vigor hasta 1986. Pero hecha la ley, hecha la
trampa: algunos países (Japón, Noruega, Corea del Sur e Islandia) siguieron la
matanza. Japón lo hizo amparándose en el Artículo VIII de la Convención, que
permite la caza de ballenas con fines científicos. Es decir, trataron de enmascarar
su despiadada matanza disfrazándola de ciencia. Dijeron que las flotas
balleneras estaban llevando a cabo "investigaciones", sin importarles
ni que, una vez cazadas, la carne acabara en los mercados, ni que la comunidad
científica internacional no encontrara ningún atisbo de ciencia en lo que
hacían los balleneros nipones. Desde entonces se calcula que 14.000 cetáceos
desaparecieron de las aguas que solían frecuentar. También existe otra cuota
autorizada denominada de "subsistencia", otorgada a pueblos como los
esquimales o los del norte de Siberia, que se alimentan con la carne de
ballenas y que por su técnica de caza no representan una amenaza.
Factoría ballenera en las Georgias, sobre 1920. Foto |
Desde la promulgación de la moratoria, la pregunta fue qué hacer cuando
algunos países simplemente no cumplen con una decisión colectiva acordada por
las partes en una convención internacional. ¿Qué hacer cuando un país continúa
matando a cientos de ballenas cada año e incluso lo hace en el Santuario del
Océano Austral que fue específicamente diseñado para proteger a esos animales?
Australia dio el primer paso.
El 31 de mayo de 2010 Australia inició un caso legal en la Corte
Internacional de Justicia (CIJ) contra el programa de "caza científica de
ballenas" que Japón llevaba a cabo en la Antártida, en el Santuario
Australiano de Ballenas. En 2014 la CIJ dictaminó que el programa antártico de
caza de ballenas de Japón era ilegal. Sin embargo, en lugar de cancelar el
programa, Japón retiró su reconocimiento de la CIJ como árbitro de las disputas
balleneras y reanudó la caza en 2015.
Según un informe
que acaba de hacer público la ICRW, balleneros japoneses mataron a 333
ballenas rorcuales minke australes (Balaenoptera
bonaerensis) en el océano Antártico el pasado verano. De ellas, 122 eran
hembras preñadas y 114 ballenatos. Los animales, pertenecientes a una espcie en
peligro de extinción, fueron cazados con arpones-bomba, despiezados in situ,
congelados en los buques-factorías y luego enviados a Japón donde los han
comercializado. El supuesto estudio científico consistió en tomar datos de la
edad, el tamaño y el sexo (para lo que bastaría con un examen visual sin
necesidad de captura) y en un examen del contenido estomacal que, esta vez sí,
requiere capturar al animal.
Noruegos e islandeses cazan una especie que no corre peligro de
extinción y nunca han puesto la pantalla científica para tapar sus cacerías
comerciales. Noruega denunció los tratados de la CBI y reanudó la captura de
ballenas en 1993. Durante los últimos 20 años, el número de ejemplares
capturados por la flota noruega ha ido disminuyendo y ha sido siempre inferior
a la cuota autorizada por el Gobierno. El año pasado el Ministerio de Pesca
estableció una cuota de 999 ballenas, pero los pescadores solo capturaron en
total 438 ejemplares. La flota pesquera de Noruega tendrá en 2018 licencia para
capturar hasta 1.278 ballenas, una cuota que supera en un 28% la concedida el
año pasado.
Como Islandia, el gobierno de Noruega argumenta derechos históricos y
culturales para desvincularse de las decisiones de la CBI, apoyando de forma
abierta no solo las capturas de ballenas para consumos locales y artes de pesca
tradicionales, sino también para ayudar a su gran flota pesquera. En su
defensa, Noruega también argumenta que sus cuotas de capturas se centran en
especies de ballenas sobre las que se conocen datos suficientes para asegurar
que no se amenaza su supervivencia. Por ejemplo, según datos gubernamentales,
en las aguas territoriales de Noruega viven unos 100.000 ejemplares del rorcual
aliblanco o ballena Minke común (Balaenoptera
acutorostrata). Por lo demás, el sector ballenero sigue perdiendo peso en
Noruega, en parte debido a la mayor conciencia social a favor de los cetáceos,
pero también por la reducción del mercado internacional. Mientras que en 1950
había en Noruega unos 350 buques balleneros, en 2017 el número había caído
hasta once.
Todo lo contrario sucede con Japón. Según The Sydney Morning Herald, Japón planea capturar 4.000 ballenas más en los próximos 12 años. Además, los japoneses se han ofrecido a comprar la carne de las ballenas capturadas por los noruegos al precio 100 dólares el kilo, lo que da una idea del boyante negocio comercial de los nipones. Un negocio realmente costoso para la biodiversidad del planeta. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.