El jueves 25 de enero, Trump anunció que había dado instrucciones a su Gobierno
para que se impusieran aranceles del 20% a las importaciones. Estos días se
están concretando las primeras medidas. La tregua que lograron los países de la
UE el pasado 23 de marzo al librarse de los aranceles sobre el acero y el
aluminio que anunció el presidente estadounidense vence el 1 de mayo y la
amenaza se cierne ahora sobre los coches europeos. No es el primer presidente
estadounidense en proponer impuestos a las importaciones de coches como una
manera de defender la industria doméstica.
En la década de 1980, Ronald Reagan también lo hizo cuando una primera
oleada de importaciones japonesas sacudió los cimientos de la hasta ese momento
invencible industria automotriz de Estados Unidos. Las medidas no lograron evitar
que el antiguo Manufacturing Belt
(cinturón industrial) con sede en Detroit se convirtiera en una región empobrecida,
el Rust Belt (cinturón de óxido). La
principal actividad económica de la zona estaba relacionada con la industria
pesada y con la del automóvil. La crisis económica que sobrevino en estos
sectores de la economía estadounidense a finales de los años 70 y comienzos de
los 80 dejó a varias ciudades de la región en una situación precaria. El sector
más afectado y sobre el que se centraron los principales esfuerzos de
recuperación fue el del automóvil.
Una de las causas de la presencia de Trump en la Casa Blanca fue el
voto de los perdedores de la globalización en el cinturón del óxido, donde los
trabajadores contemplaron como caía la última línea de defensa contra los peligros
de la vida: el trabajo. Antes, los empleos industriales eran buenos empleos, el
obrero estaba protegido por el sindicato, podía vivir una vida confortable, una
vida de clase media. En muchos sitios ese estilo de vida se ha esfumado y los
nuevos empleos, si existen, no ofrecen ni salarios decentes ni los beneficios
de los antiguos.
En 1980 el "enemigo" económico extranjero era otro: la
floreciente industria automotriz japonesa. Millones de consumidores
estadounidenses estaban dejando de comprar a las firmas tradicionales de
Detroit para comprar su primer coche Honda o Toyota, que se habían
especializado en producir automóviles simples, pequeños y económicos, muy distintos
de los enormes modelos devoradores de combustible que Estados Unidos vendía al
mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para complicar más el
panorama de la industria norteamericana, los precios de los combustibles se
habían disparado después de la crisis árabe-israelí de 1973. El bajo consumo de
los vehículos otorgó un atractivo especial a los autos japoneses, que hasta
entonces eran vistos como meras curiosidades.
En 1980, al llegar Ronald Reagan al poder con un discurso nacional-proteccionista,
los obreros industriales estadounidenses estaban sufriendo la primera de muchas
oleadas de despidos. Al producirse la caída de las ventas, gigantes del sector
como General Motors y Ford empezaron a despedir a miles de trabajadores. En
1979, Chrysler, la tercera firma más grande del país, se declaró en quiebra.
Detroit se tambaleaba y el antiguo pistolero de Hollywood desenfundó su
revólver proteccionista.
En su campaña presidencial, el líder republicano había empleado un
lenguaje contra las fábricas japonesas que no dista tanto del que Trump usa hoy
para los autos "made in Mexico". Como ha hecho ahora Trump con los
mineros del carbón o con los desencantados del cinturón del óxido, Reagan se
presentó como un defensor del obrero estadounidense.
Ante la amenaza de una guerra comercial, en 1981, a los pocos meses de
que Reagan se hubiese mudado al 1600 de Pennsylvania Avenue, Japón llegó a un
acuerdo con el Gobierno estadounidense. Se anunció un "acuerdo voluntario
de restricción de exportaciones". Japón se comprometió a limitar sus
exportaciones a Estados Unidos a 1,68 millones de coches anuales. Reagan se llevó
la gloria de haber sido el que había torcido el brazo a los japoneses y el que
había logrado su aparente rendición. Sic
transit gloria mundi. Pronto comprobaría que sus remedios iban a empeorar
la enfermedad.
La realidad terminó siendo mucho más complicada. Las restricciones a
las importaciones no hicieron mucho por calmar el apetito del público por los
coches japoneses, que habían desarrollado una reputación de ser más seguros y fiables,
y muchos meno sedientos, que sus rivales fabricados en Detroit.
Como el público americano demandaba más y más coches japoneses, las
grandes firmas niponas idearon estrategias para eludir el impacto de las
restricciones proteccionistas. Hasta entonces se habían especializado en la
fabricación de utilitarios y compactos de precio bajo. Ante las nuevas
restricciones impuestas, Toyota, Honda y Nissan decidieron centrarse en otro
segmento del mercado mucho más lucrativo que el de los coches pequeños y
baratos. Crearon nuevas marcas exclusivas para sus autos, como Lexus de Toyota,
Accura de Honda e Infiniti de Nissan. Así, a pesar de vender menos vehículos
para acogerse a las restricciones negociadas con el Gobierno estadounidense,
obtenían mayores ganancias en cada venta.
Finalmente, a los pocos años los japoneses se habían instalado en la
mente de los consumidores estadounidenses como los fabricantes de autos de lujo
que podían competir con los mejores europeos, por los que no importaba pagar
precios más altos. Los japoneses habían logrado su objetivo de pasar a ser más
reconocidos por su calidad que por su bajo precio. Al mismo tiempo, las firmas
automotrices japonesas empezaron a instalar fábricas en territorio
estadounidense, generalmente no en Detroit sino en zonas empobrecidas del sur
del país, donde los sindicatos eran débiles o inexistentes. Esos coches,
producidos en Estados Unidos, ya no estaban sujetos a los acuerdos de
restricción de importaciones japonesas, por lo que acabaron por conquistar
mercados norteamericanos para los fabricantes asiáticos.
A lo largo de la década de 1980, las empresas japonesas no
retrocedieron; por el contrario, consolidaron su presencia en el mercado
estadounidense. Las compañías tradicionales de Detroit, entre tanto,
continuaron su decadencia. En 1987, American Motors, entonces la cuarta mayor
del país, desapareció del mercado. Las otras tres grandes firmas de Detroit,
General Motors, Ford y Chrysler, empezaron la década en 1980 con 84% del mercado
estadounidense.
Al final de la década, pese a las restricciones oficiales a la
competencia japonesa, su participación en el mercado había caído al 69%. Pese
al proteccionismo, siguieron fabricando, pero no pudieron mantener los empleos
buenos y estables que les había asegurado Ronald Reagan, los mismos que hoy
promete Trump. Durante la década de 1980, cuando estuvieron vigentes las
restricciones comerciales a las importaciones japonesas, el número de
trabajadores sindicalizados en Detroit cayó de 1,6 millones a un millón.
Las restricciones comerciales fueron anuladas finalmente en 1994, bajo
el Gobierno de Bill Clinton. El sindicato UAW, el principal gremio de los
trabajadores automovilísticos estadounidenses, tiene en la actualidad alrededor
de 400.000 miembros, casi cuatro veces menos que los que tenía en la década de
1970.
Un viejo texto de comercio internacional de Paul Theodore Ellsworth contenía una frase en defensa del proteccionismo atribuida a Abraham Lincoln, que decía: «Yo no sé nada de economía, pero sí sé que si compro un abrigo americano, aquí quedan el abrigo y el dinero, mientras que si lo importo, aquí se queda sólo el abrigo». Y añadía Ellsworth: «Lo único verdadero en ese texto es la primera frase». Donald Trump no sabe una palabra de economía, pero le gustan los abrigos… americanos.
Los problemas que tuvo la intervención de Reagan para apuntalar a
la industria automovilística estadounidense son presentados hoy día en las
facultades de Economía como un ejemplo de las limitaciones que enfrenta un gobierno
al intentar negar las realidades del mercado. Una lección de historia económica
que Trump debería aprender porque el pueblo que no conoce su historia está
condenado a repetirla. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.