domingo, 4 de marzo de 2018

Explorando la cuenca andina del río Pastaza: el mundo de las orquídeas en miniatura

La orquídea Andinia pensilis
Cuando el lector descubre al fanático coleccionista y traficante de orquídeas de los Everglades John Laroche, protagonista del libro de Susan Orlean El ladrón de orquídeas (llevada al cine por Spike Jonze), advierte que el personaje puede convertirse en símbolo. Por un lado, representa la obsesión del coleccionista, pero también el profundo vacío que no pueden llenar los objetos de su colección. Laroche, un personaje real llevado a la literatura, probablemente sea símbolo de la naturaleza humana, sobre todo en las sociedades opulentas, en la que es muy fuerte la creencia de asociar la posesión de objetos con la felicidad. Sin embargo, Laroche no es un consumista. Su caso parece más el del cazador. Puede que albergue la fantasía de volverse millonario con su colección, pero lo hace para sentirse importante, para decir que ha dominado ese universo complejo y difícil. En su actividad hay más gasto que recompensa.
El de Laroche no es un caso único de una obsesión que atrapa a algunos naturalistas a los que su afán por descubrir y por atesorar conocimientos les complica extraordinariamente la existencia. En El río (Pretextos, 2004), un extraordinario ensayo y un irresistible libro maravillosamente escrito por el antropólogo canadiense Wade Davis, se hace un recuento de las aventuras amazónicas del profesor Richard Evans Schultes, quien, en 1941, antes de asumir la dirección del Museo Botánico de Harvard hasta su muerte, desapareció en la selva amazónica para pasar los siguientes doce años de su vida explorando ríos que no figuraban en los mapas, recolectando plantas desconocidas para la ciencia y estudiando la sabiduría y las costumbres de docenas de tribus indígenas equinocciales. Cuando el Washington Times hizo la reseña del libro de Davis, escribió que “si de aventuras se trata, Indiana Jones palidece al lado de Richard Evans Schultes”.
Platystele jungermannoides
El botánico estadounidense Lou Jost es uno de esos naturalistas aventureros que le hacen merecedor de ganar un sitio en la pléyade de Shutles, Mauricio Willkomm, Alexander von Humboldt, Pierre Edmond Boissier, Alfred Russell Wallace, Henry Bates y de su propio héroe, el infatigable botánico y explorador inglés Richard Spruce. Pero Lou es más que un cazador de orquídeas. Miren en su página web y podrán ver que este biomatemático, además de director de la fundación EcoMinga, es un pintor consumado, un magnífico fotógrafo, un investigador científico que se ocupa de plantas y animales y, también, cómo no, un coleccionista e identificador de orquídeas. De hecho, descubrió en 2009 la orquídea más pequeña del mundo, una especie del género Platystele, a la que en principio se tomó como una nueva especie, pero que finalmente resultó ser Platystele jungermannoides, conocida de las selvas tropicales de Centroamérica. La flor tiene solo 2,1 mm de ancho y sus piezas florales son tan delicadas que tienen una sola capa de células transparentes. Es tan pequeña que, como dice Jost, se podrían colocar doce flores a lo largo de una línea de una pulgada.
El “descubrimiento” de esa minúscula orquídea hizo que el nombre de Jost circulara por todo el mundo, en uno de esos tránsitos vertiginosos y efímeros que se desvanecen en horas para viajar hasta donde habita el olvido, y que han ocultado el extraordinario trabajo que Jost (que ha descrito decenas de nuevas especies de orquídeas) ha realizado para la preservación de la flora ecuatoriana en la reserva Cerro Candelaria en los Andes orientales, que fue creada por la Fundación EcoMinga de Ecuador en asociación con World Land Trust en Gran Bretaña.
Platystele jungermannoides
En Ecuador viven más de 4600 especies de plantas endémicas, muchas de ellas amenazadas por la rápida deforestación que tiene lugar en el país. Los bosques de niebla de los Andes orientales de Ecuador son los que contienen más orquídeas de todo el mundo: se calcula que un millar de especies. Los cálidos vientos húmedos que soplan desde la cuenca del Amazonas acarician estas montañas y son empujados hacia arriba, enfriándose y liberando su humedad a medida que se elevan. La humedad se condensa en mantos de niebla casi permanentes que cubren los picos de las montañas con tal espesor y consistencia que algunos de ellos nunca han sido cartografiados y aparecen en los mapas topográficos solo como misteriosos agujeros blancos etiquetados como "no hay fotos aéreas disponibles". En este entorno único, templado, húmedo y carente de heladas, han evolucionado especies de orquídeas diminutas y delicadas, especies con flores tan frágiles que colapsarían en minutos en un ambiente normal. La mayoría de estos son de la subtribu neotropical Pleurothallidinae: Andinia, Lepanthes, Stelis, Platystele y una treintena de géneros más, cuya biodiversidad es extraordinaria: entre ellos reúnen unas 4.000 especies.
Las nubes se ciñen en la media montaña del volcán Tungurahua (5.023 m) en el Parque Nacional Llanganates, en Ecuador.
Estas frágiles orquídeas en miniatura son muy estrictas en sus preferencias de hábitat; parecen especializarse en combinaciones particulares de lluvia, niebla, viento y temperatura. Las montañas crean estos microclimas especiales a través de la compleja interacción de la topografía y el viento. La primera alineación de montañas frente al Amazonas (las Llanganates) atrapa a los vientos amazónicos con toda su fuerza, produciendo un clima violento con frecuentes tormentas abruptas Estas montañas tienen su propio conjunto muy rico y distintivo de especies de orquídeas. La siguiente línea montañosa hacia el oeste, las Mayordomo, interactúa con un viento más suave y más seco, por lo que tiene un conjunto diferente de orquídeas; la tercera cordillera occidental, en la que se enclavan Baños y Río Verde, tiene otro conjunto de orquídeas, aunque esas diferentes alineaciones estén separadas tan solo por una veintena o menos de kilómetros.
Incluso dentro de una sola cadena, hay innumerables microclimas distintivos causados por la topografía local y las orquídeas se ciñen a ellos con la firmeza con la que cualquier ser vivo se aferra a la existencia. Algunas especies crecen por miles en las crestas rocosas, donde están expuestas a los vientos de niebla; debajo de los riscos, tan solo unos cuantos metros más allá, esas mismas especies desaparecen por completo para ser sustituidas por otras que viven protegidas y beneficiadas por el agua que rezuma de las crestas. La única manera de descubrir los secretos de un paisaje tan complicado es caminar por todas las crestas y valles, pero la caótica extensión de la tierra prácticamente prohíbe la exploración.
Después de brotar en un desolado medio alpino, el río Pastaza atraviesa el corazón de estas montañas en el centro-este de Ecuador, antes de terminar su recorrido como uno más de los infinitos afluentes del Amazonas en el cálido bosque lluvioso de las tierras bajas. Este río crea una de las pocas rutas por donde los humanos pueden atravesar los Andes orientales, aunque no sin una descarga de adrenalina. El camino a través de este valle, que fue construido hace cincuenta años, está cortado en las paredes de un cañón escarpado, y es tan angosto que en algunos lugares el viajero mira por la ventanilla del auto y no puede ver el camino, solo la enorme caída de cientos de metros del tajo que se desploma sobre el Pastaza. El gran Richard Spruce, a quien varias instituciones científicas internacionales dedicaron un busto en Río Verde, fue el primer briólogo en observar de cerca los musgos y las hepáticas en la cuenca superior del río Pastaza, en su épico viaje de doce años desde la desembocadura del Amazonas hasta el Océano Pacífico.
Busto de Richard Spruce en Río Verde, Cantónn Banos, Ecuador
Muchos científicos han trabajado en la cuenca del Pastaza, por lo que la flora de su valle es una de las más conocidas en los Andes orientales. Sin embargo, las altas sierras que circundan el valle son consideradas con toda justicia como las más difíciles y peligrosas de todo Ecuador y permanecen prácticamente vírgenes. De hecho, Richard Spruce descubrió documentos que indican que los incas, seguros de que nadie podría seguirlos, eligieron estas montañas para ocultar sus vastos tesoros a los españoles (Spruce 1861, 1908). En esas montañas los senderos escasean, a excepción de los senderos deliberadamente vagos que dejan los exploradores que vienen a buscar el oro inca. Los senderos más fiables están hechos no por hombres, sino por el tapir de montaña (Tapirus pinchaque), pariente del rinoceronte. En las elevaciones más bajas, el oso de anteojos (Tremarctos ornatus), también traza veredas a su paso; estos dos animales son los mejores amigos de un botánico.
Pero incluso cuando existen senderos, los mismos factores que hacen de estas montañas un paraíso de orquídeas las convierten también en uno de los lugares más inhóspitos imaginables, con frecuentes lluvias que hielan los huesos y un 100% de humedad que lleva a la hipotermia a grandes altitudes. La vegetación densa crea otro riesgo, el de la capa de troncos y hojas en descomposición que, cubierto por un trincado laberinto de raíces blancas, plantas reptantes y profusas heliconias herbáceas, crea un piso falso en el bosque y a menudo se extiende más allá de los bordes de acantilados invisibles, tantas veces ocultos en la impenetrable niebla. A pesar de los peligros, las montañas están tan pletóricas de enredaderas y bejucos, dondiegos, anturios, mandevillas, filodendros y maravillosas orquídeas que hacen olvidar lo inhóspito del medio.
Cautivado por esta naturaleza exuberante, Lou Jost lo sabe bien. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.
Libros citados
Spruce, R. 1861. On the Mountains of the Llanganati in the Eastern Cordillera of the Quitonian Andes. Journal of the Royal Geographic Society 31:161-184. London: John Murray. Spruce, R. [ed. Wallace, A. R.] 1908. Notes of a Botanist on the Amazon and the Andes. London: Macmillan.