Cuando el barco en el que viajaba atracó en 1792 en Nueva
Caledonia, el naturalista Jacques Julien Houtou de La Billardière (1755-1834)
se quedó estupefacto al ver que los nativos se comían como si tal cosa unas enormes
arañas peludas. Eran las mismas que él mismo había capturado semanas antes en
tierras australianas y a las que había tomado por venenosas.
Australia es un país duro y admirablemente devorador y ponzoñoso. El
arsenal venenoso del continente-isla es impresionante. A falta de grandes
mamíferos carnívoros, si te metes en el agua y no te zampa un cocodrilo marino o
un tiburón blanco (entre ambos reducen cada año el censo de australianos y
turistas en algunas decenas), puede que te tropieces con la medusa cofre (Chironex fleckeri), el minúsculo pulpo
de anillos azules (Hapalochlaena maculosa)
o el pez piedra (Synanceia horrida), tres
especies que se cuentan entre las más letales en el mundo y que tampoco se
quedan atrás aliviando el padrón australiano
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Taipán (Oxyuranus microlepidotus). Foto. |
Cuando pongas pie en tierra, habrá decenas de criaturas venenosas
dispuestas a matarte sin más trámites que morderte en un tobillo. Hay catorce
serpientes cuya picadura puede resultar mortal. Las diez serpientes más
venenosas del mundo son australianas. Entre mis preferidas se encuentra el
taipán (Oxyuranus microlepidotus), la
serpiente más letal del mundo. Por si ello fuera poco, su embestida es tan
rápida que no te darás cuenta de lo que te ha pasado. Si no aparece su antídoto
en 45 minutos, reza lo que sepas. Una mordida de taipán puede contener
suficiente veneno neurotóxico como para matar a un cuarto de millón de ratones
y a 125 personas adultas. Su veneno es entre 200 y 500 veces más tóxico que la
mayoría de las serpientes de cascabel y cincuenta veces más tóxico que el de
una cobra.
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Dos garrapatas paralizadoras antes (izquierda) y después de darse un atracón. |
Particularmente encantador es el mundo de los artrópodos. Como bien
saben los propietarios de mascotas, una vulgar garrapata, la paralizadora australiana
(Ixodes holocyclus), clava a perros y
gatos en el suelo inyectándoles una neurotoxina paralizadora. Y qué contarles
de las arañas. Cinco de ellas: la araña de tela de embudo (Atrax robustus), que te puedes encontrar en cualquier parque de
Sidney, las lampónidas de cola blanca (de las que hay 22 especies), una araña lobo
(hay un número indeterminado de especies, emparentadas con las tarántulas
europeas de la familia Lycosidae), las viudas negras del género Latrodectus, a las que le gusta dormitar
en las casas, y otra estremecedora cofradía peluda, las arañas Huntsman, una
extensa familia de arácnidos con idénticos hábitos de okupa, cuyos miembros más ilustres pueden alcanzar los 16 cm de
diámetro y muy amigas de encaramarse en el rollo de papel higiénico o de arrastrar
un ratón por el garaje.
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Dos arañas Huntsman haciendo de las suyas. La de la derecha arrastra su presa, un ratón. |
Cambio ahora de tercio para llevarles luego a mi terreno. Acioa edulis, Passiflora edulis, Boletus edulis, Cerastoderma edule,
Cirsium edule, Lemuropisum edule, Memecylon edule, Mesembryanthemum edule,
Pangium edule, Saccharum edule, Sechium edule, Solanum edule, Stylophyllum
edule, Viburnum edule. Todos ellos son nombres científicos de
plantas que tienen algo en común: son comestibles. Por eso, los botánicos que
las describieron usaron las palabras latines “edule” o “edulis”, que
significan precisamente eso: que se pueden comer.
Cuando estaba despistado admirando las plantas de las gigantescas dunas
costeras situadas al sur de Cervantes (Australia Occidental), esquivé demasiado
rápido un arbolillo espinoso y me di de bruces con una telaraña gigante. Me
cayó encima como un paraguas de hebras doradas que se hubiera cerrado de
repente. “¡Mira que eres tonto!, me dije. La primera vez que pisas Australia te
pica una araña”. Aterrado, miré hacia arriba de reojo y allí estaba la
propietaria del viscoso aparejo, afortunadamente absorta devorando un pajarillo.
Repuesto del susto, la fotografié tantas veces y tan de cerca como me permitió mi natural valentía. De vuelta a casa, dediqué un buen rato a
identificarla. Lo último que podía pensar era que pudiera comerse. Pero no
podía ser de otra manera: sin lugar a dudas se trataba de la araña globo dorada,
Nephila edulis.
N. edulis es una araña grande que se encuentra en toda Australia costera y en el interior, especialmente en Australia Occidental (volví verla en Nueva Zelanda, así que certifico su presencia). Las hembras son grandes, con cefalotórax plateado y pinceles negros en las patas. Los machos, como pueden ver en la fotografía de abajo, son mucho más pequeños. Ni uno ni otro limpian su hogar, de la que cuelgan cadenas con restos de comida (miren a la derecha de la foto). Afortunadamente para los torpes que nos tropezamos con sus telarañas, las hembras son más bien tímidas y normalmente huyen a la parte superior de la red cuando se alarman y suelen sacudir espasmódicamente la red cuando se les molesta. Pueden morder, pero las mordeduras no son peligrosas salvo para los machos, a los que devoran después de la cópula si no se andan con ojo y ponen sus ocho patas en polvorosa.
Una de las expediciones más conocidas y desgraciadas de la historia de
las grandes exploraciones náuticas de los siglos XVIII y XIX fue la dirigida
por Jean François Galaup, conde de La Pérouse (1741-1788). Se sabe perfectamente
cuando partió, pero nadie sabe con certeza donde terminó. Tras el Tratado de
París de 1783 que supuso la independencia de Estados Unidos y puso paz en los
mares, el Gobierno de Luis XVI seleccionó al comodoro La Pérouse para dirigir
una expedición alrededor del mundo, cuyo objetivo era completar los
descubrimientos llevados a cabo por James Cook en el océano Pacífico. La
expedición, que constaba de 220 hombres, dejó Brest en agosto de 1785 con dos
navíos, la Boussole y la Astrolabe, unos barcos mercantes de 500
toneladas remodelados como fragatas para la ocasión.
Después de navegar con éxito por mares de todo el mundo, desde Alaska a
la Polinesia, la expedición tuvo su primer contratiempo en Samoa, cuando, antes
de zarpar, los samoanos atacaron a sus hombres y dieron muerte a doce de ellos,
entre los que estaba el segundo oficial de la expedición, capitán Fleuriot de
Langle, comandante de la Astrolabe.
Navegó a continuación hacia la bahía Botanique, en Sídney, donde llegó el 26 de
enero de 1788. Los británicos lo recibieron amablemente, pero no pudieron
proporcionarle alimento, ya que no disponían de recursos. La Pérouse entregó
sus diarios y sus cartas para que fueran enviadas a Europa, y consiguió madera
y agua fresca. Partió hacia Nueva Caledonia, las Islas Santa Cruz, las islas
Salomón, el archipiélago de las Luisiadas y las costas del oeste y sur de
Australia. No se le volvió a ver, ni a él ni a ninguno de sus hombres.
En 1791, el contralmirante Bruni d'Entrecasteaux fue puesto al mando de
una expedición que zarpó a la búsqueda de La Pérouse y su tripulación. No lo
lograron, y el propio Bruni d'Entrecasteaux murió de escorbuto en 1793. Arrojaron
su cuerpo al mar en un ignoto lugar del Pacífico. Más suerte tuvo el
naturalista La Billardière, que regresó a Francia en 1796 con sus colecciones
botánicas y zoológicas, y sus preciados diarios, que le sirvieron para publicar
en 1799 el relato de la expedición, Relation
du Voyage à la Recherche de la Pérouse, fait
par ordre de l'Assemblée Constituante, un libro que se hizo muy popular.
En la página 240 del segundo volumen, Labillardière describe la araña y
anota: «Les
habitants de la Nouvelle-Calédonie appellent nougui” cette espèce d'araignée,
que je désigne sous le nom d'aranea
edulis (araignée que les Calédoniens mangent)». [Los habitantes de Nueva
Caledonia llaman a esta araña "nougui". La he descrito con el nombre Aranea edulis, que significa arañas que
comen los de Nueva Caledonia].
Ahora me doy cuenta de que perdí la ocasión de haberme tomado un buen aperitivo.
Si llego a saber lo que sé ahora, el bicho se entera: La propongo como tapa para la Semana Cervantina. ©Manuel Peinado Lorca.
@mpeinadolorca.