«La
simbiosis, el sistema en el cual miembros de especies diferentes viven en
contacto físico, es un concepto arcano, un término biológico especializado que
nos sorprende. Esto se debe a lo poco conscientes que somos de su abundancia.
No son sólo nuestras pestañas e intestinos los que están abarrotados de
simbiontes animales y bacterianos; si uno mira en su jardín o en el parque del
vecindario los simbiontes quizá no sean obvios, pero están omnipresentes. El
trébol y la arveja, dos hierbas comunes, tienen nódulos en sus raíces. Son
bacterias fijadoras de nitrógeno esenciales para su crecimiento normal en
suelos pobres en ese elemento. Tomemos después árboles como el arce, el roble y
el nogal americano; entretejidos en sus raíces hay del orden de trescientos
hongos simbiontes diferentes: las micorrizas que nosotros podemos observar en
forma de setas. O contemplemos un perro, normalmente incapaz de percatarse de
los gusanos simbióticos que viven en sus intestinos».
El párrafo precedente lo he tomado de Planeta Simbionte. Un nuevo punto de vista sobre la evolución (Debate,
2015), el clásico de Lynn Margulis, la
investigadora que ha profundizado más y mejor en el fenómeno de la simbiosis,
un concepto empleado por primera vez en 1868 por el biólogo alemán Albert Bernhard
Frank, quien, al estudiar los líquenes, acuñó el término para describir la relación
estrecha y persistente entre organismos de diferentes especies, una relación que
actualmente suele ser identificada con las simbiosis mutualistas, es decir, aquellas
en las que todos los simbiontes salen beneficiados.
A pesar de la omnipresencia de los procesos simbióticos en la
naturaleza, las evidencias de sus orígenes son muy pocas, por no decir nulas. Naturalmente,
para buscar su origen hay que acudir a los testimonios fósiles. Sobre todo,
buscamos pistas de su origen ocultas dentro del registro fósil. Gracias a unos
fósiles excelentemente conservados que se descubrieron hace algunos años en
Escocia, se pudieron conocer las que hasta hoy son las
primeras interrelaciones simbióticas entre plantas terrestres y cianobacterias.
Figura 1. Reconstrucción de Aglaophyton major. Fuente. |
Los fósiles datan del Devónico temprano, hace unos 400 millones de años.
Proceden de unos afloramientos de aguas termales que permitieron una
preservación maravillosamente detallada que incluye hasta el nivel celular. Antes
de presentarles a los protagonistas, hay que decir que esos fósiles son de un momento
drásticamente diferente para la vida en este planeta, un tiempo en el que las
plantas terrestres comenzaban a dominar el paisaje. En el caso de los
descubrimientos fósiles escoceses, la planta estrella es Aglaophyton major.
Esta planta, cuyo sencillo aspecto nos resulta hoy extraño (Figura 1), aunque de
lejos recuerde al de algunas algas marinas, era común en ese tipo de hábitats. Consistía
en un tallo pequeño y sin hojas que se ramificaba dicotómicamente mientras se
extendía sobre el suelo. Los tallos presentaban estomas, lo que permitía el
intercambio de gases. De cuando en cuando, un tallo producía en su extremo
abultado, el esporangio, que albergaba las esporas, las células encargadas de
la reproducción. A nivel del suelo, los tallos ocasionalmente producían unas estructuras
de fijación, los rizoides, en los que en 2007 se
habían encontrado hongos micorrízicos asociados.
Los ejemplares mayores de A.
major alcanzaban unos 18 cm de altura. Aunque abundantes, eran
relativamente pequeños en comparación con la vegetación que dominaba en
aquellos momentos. Es muy probable que A.
major pudiera tolerar inundaciones ocasionales. De hecho, se especula acerca
de que las inundaciones pudieron haber sido imprescindibles para la germinación
de sus esporas. Esa inundación periódica fue probablemente lo que condujo a una
relación con las cianobacterias.
Entre otras cosas, las cianobacterias son muy conocidas por su contribución
a la liberación de oxígeno en la atmósfera primitiva de la Tierra, carente
de ese elemento en sus inicios. Además, muchas cianobacterias también fijan el nitrógeno
atmosférico, lo que permite su utilización por las plantas terrestres. Por eso,
el descubrimiento de A. major asociado
con cianobacterias alrededor de sus células es tan importante. Esos fósiles de
hace 400 millones de años proporcionan la primera evidencia de una asociación
íntima entre plantas terrestres y cianobacterias.
Figura 2. 1. Secciones transversales de Aglaophyton major que muestran su organización interna simple [barra = 1 mm]. 2. Anatomía del tallo postrado (E = epidermis; OC = corteza externa; MAZ = zona de las micorrizas arbusculares; IC = corteza interna; PIT = tejido similar al floema; CT = tejido conductor) [barra = 150 μm]. 3. Agregado denso de filamentos de cianobacterias en un área donde el tallo está dañado y ha exudado algún tipo de secreción (masa opaca) [barra = 100 μm]. 4. Detalle del agregado de cianobacterias [barra = 100 μm]. 5. Filamentos de cianobacterias intercelulares cerca de la zona de las micorrizas arbusculares de la corteza (tejido más oscuro en el tercio inferior de la imagen) [barra = 50 μm]. 6. Grupo de filamentos que pasan a través del sistema intercelular de la corteza externa [barra = 20 μm]. Fuente. |
El proceso de fosilización fue tan perfecto que conservó las
estructuras subcelulares. Las secciones extraordinariamente delgadas de algunos
tallos de A. major muestran
filamentos de cianobacterias “sorprendidas” en el proceso de invadir la planta para
establecerse en su interior. Las cianobacterias parecen estar introduciéndose en
la planta a través de las aberturas estomáticas situadas a lo largo del tallo.
Una vez dentro, colonizan las cámaras subestomáticas y los espacios
intercelulares de los tejidos de las plantas invadidas.
Aunque no se pueda precisar si esa asociación fue mutualista o no, representa
una situación modelo que detalla cómo pudo haber evolucionado una relación
simbiótica de ese tipo. Como se cree que las cianobacterias implicadas son
acuáticas, la única forma de que se introdujera en la planta habría sido
durante los periodos de inundación. La distribución no aleatoria de las
cianobacterias en el interior de la planta descarta la idea de que estuvieran
infectando las plantas después de muertas y sostiene la hipótesis de que la relación
no fue accidental.
Por ahora, la relación entre A.
major y las cianobacterias fue probablemente una "asociación intermitente"
centrada en los periodos de inundación. El hecho de que A. major ya estuviera asociada simbióticamente con hongos micorrícicos
en ese momento de la historia de la Tierra sugiere que las adaptaciones
genéticas necesarias para las relaciones simbióticas ya estaban establecidas.
Aunque no sean la prueba del nueve, estos fósiles proporcionan la
evidencia más temprana de la relación simbiótica de las plantas terrestres con hongos
y cianobacterias. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.