Fotografías al microscopio electrónico de exoesqueletos de Foraminíferos encontyrados en Tanzania y datos del tránsito Eocene-Oligocene. Foto. |
La publicación en 1859 de El
Origen de las especies, de Charles Darwin, supuso un aporte definitivo para
la comprensión de los procesos biológicos y sirvió para destruir los muchos
tabúes que pretendían explicar nebulosamente aquello que ya estaba escrito de
manera indeleble en los extractos de la naturaleza. No obstante, la teoría de
Darwin, exhaustivamente documentada para la época, dejó un camino por recorrer
en el que los enigmas se sucedían uno tras otro, necesitados de evidencias que
vinieran a satisfacer las numerosas hipótesis en las que se sustentaba el
prodigioso cuerpo teórico creado por el naturalista británico.
El pensamiento darwinista planteó importantes cuestiones biológicas
solamente resolubles por observación y experimentación, cuya resolución ha dado
lugar a ciencias nuevas como la genética clásica, la genética de poblaciones,
la ecología, la biogeografía y otras muchas que han ido confirmando los
supuestos darwinistas. Desde la aparición de
El Origen de las especies una cascada de aportaciones científicas ha venido
a reforzar la cadena que, paso a paso, evidencia tras evidencia, configura el
prodigioso mecanismo de la evolución. Uno de los enigmas claves era la
aparición de la vida sobre la Tierra, sobre un planeta recién formado cuyas
condiciones ambientales hace 4.500 millones de años eran completamente
diferentes de las actuales. A partir de 1980, los trabajos del
micropaleontólogo norteamericano William Schopf, resumidos en una colección
espléndida de escritos (Earth’s Earliest
Biosphere: its Origin and Evolution, Princeton University Press, 1983),
vinieron a iluminar la parte más antigua de la evolución, construyendo un
cuerpo teórico que se sostuvo hasta que las evidencias que sustentaban las
teorías de Schopf se desmoronaron como un castillo de naipes.
En las condiciones actuales la inmensa mayoría de los organismos
realizan su metabolismo mediante un proceso energéticamente muy rentable: la
respiración. La casi totalidad de los seres vivos, sobre todo los que
constituyen las formas de vida dominantes en la biosfera, realizan sus
funciones vitales en condiciones de aerobiosis, esto es, dependen del oxígeno
molecular libre en la atmósfera o ligado al hidrógeno en la hidrosfera. Aunque
insignificantes en términos de diversidad y biomasa, un enorme número de
microorganismos son anaerobios, viven en ausencia de oxígeno y realizan sus
procesos vitales sin respirar, obteniendo la energía mediante procesos químicos
conocidos genéricamente como fermentaciones. Los procesos de fermentación, en
su mayoría realizados por bacterias, siguen siendo determinantes en el
desarrollo de la vida sobre la Tierra y, lo que me interesa subrayar ahora,
resultan claves para comprender el origen de la vida, cuando la atmósfera
primitiva carecía de oxígeno gaseoso, lo que impedía el desarrollo de las
formas de vida hoy dominantes, en su mayoría aeróbicas.
Si la vida tal y como la conocemos hoy, 4.500 millones de años después
de la consolidación del planeta Tierra, depende del oxígeno gaseoso, que
representa en la actualidad el 21% del volumen de nuestra atmósfera, ¿cuáles
fueron las formas de vida primigenias cuando la atmósfera carecía prácticamente
de oxígeno? Y más aún, ¿de dónde pudo surgir el enorme volumen de oxígeno que
hoy sustenta nuestra vida? Son estos dos de los más grandes enigmas planteados
por la teoría darwinista que han ido solucionándose en las últimas décadas. En
el campo teórico y en el círculo de la lógica, ambos enigmas se explican
perfectamente observando formas de vida actuales y extremadamente sencillas en
su organización: las cianobacterias.
Las cianobacterias colonizan todo tipo de medios húmedos, desde aguas
termales (soportan temperaturas de casi 100 grados centígrados, lo que resulta
muy interesante teniendo en cuenta las altas temperaturas que reinaban en la
Tierra primigenia) hasta formar revestimientos oscuros que constituyen el
“verdín” en tiestos de barro, invernaderos o regaderas domésticas. A excepción
de los virus, las cianobacterias son los organismos vivientes con organización
más simple. Su simplicidad orgánica no excluye la complejidad de sus sistemas
metabólicos químicos. Las cianobacterias son fotosintéticas, es decir, captan
la luz solar y, con la energía obtenida de los fotones lumínicos son capaces de
realizar procesos fisiológicos internos que sustentan su propia vida y, lo que
conviene ahora subrayar, liberan oxígeno a la atmósfera.
Fotografía al microscopio electrónico de una cianobacteria del género Synechocystis. Foto. |
Con estas premisas, sencillez extrema en su organización –lo que las
convierte en los seres vivos más idóneos para explicar el origen de la vida- y
capacidad de liberar oxígeno, está claro que las cianobacterias han sido
consideradas por todos los evolucionistas como los organismos más apropiados
para ser situados en el punto de origen de la vida sobre la Tierra. Ahora bien,
si la hipótesis estaba clara, faltaba la documentación que atestiguara
fidedignamente que las cianobacterias estaban presentes en el caldo primigenio
a partir del cual se originó la vida. Como es sabido, una buena parte de la
teoría darwinista se ha ido sustentando en la aparición de testimonios fósiles
que documentaran los pasos evolutivos formulados como meras hipótesis. El
problema de las cianobacterias como testimonios fósiles radica en su tamaño
microscópico, lo que las hace irreconocibles salvo con potentes microscopios
electrónicos y mediante técnicas de laboratorio extremadamente complejas.
Es en este punto donde aparecieron como testimonios valiosísimos los
trabajos de Schopf quien, a través de la serie de brillantes artículos a los
que antes me refería, situó a las cianobacterias en el punto de mira del origen
de la vida. Con todo, sus artículos seguían careciendo de los imprescindibles
testimonios fósiles hasta 1993 [1], cuando Schopf aseguró haber encontrado
microfósiles de cianobacterias en rocas australianas de más de 3.500 millones
de años de antigüedad, que aparecerían fotografiados a la luz del microscopio
electrónico en sus ampliamente difundidos artículos científicos. Otro eslabón
perdido había sido encontrado. La teoría de Schopf, sustentada ya en evidencias
fósiles, pasó a ser una certeza de manual divulgada en simposios y congresos y
explicada en las aulas universitarias.
Prof. Martin Brasier (1947-2014) en 2009. Foto |
Y así fue hasta que una de las más prestigiosas revistas científicas, Nature [2], publicó los trabajos del
catedrático de la Universidad de Oxford Martin Brasier y coaboradores, que demostraron
fehacientemente que los supuestos microfósiles de Schopf eran, ni más ni menos,
concreciones de grafito que se forman bajo elevadas condiciones de presión y
temperatura, y que se alinean bajo el microscopio a modo de cordones celulares
cianobactéricos idénticos a los aportados por Schopf, los cuales han resultado
ser material geológico, pero no biológico.
En muchos casos, y particularmente en el campo de la evolución, la
biología continúa sustentándose todavía en hipótesis, pero como se trata de una
ciencia y no de un cuerpo mitológico o de un acto de fe hasta tanto no aparecen
pruebas concluyentes conviene ir avanzando con cautela, trátese del Yeti o de
las cianobacterias de Schopf. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.
[1] Schopf, JW. (1993) Microfossils of the early Archean apex chert: new evidence of the
antiquity of life. Science
260:640–646.
[2] Brasier,
MD, Green, OR, Jephcoat, AP, Kleppe, AK, Van Kranendonk, MJ, Lindsay, JF, Steele, A & Grassineau, NV. (2002) Questioning the evidence for
Earth's oldest fossils. Nature 416, 76-81.