«El ruido es la peste bubónica de nuestro tiempo».
Rudolf Steiner. El curso de mi vida (1924).
La sentencia de Steiner la certifica mi amigo Carlos. Llegó
el 30 de julio y, de vuelta a su casa de Alcalá, respira, por fin, tranquilo.
Su verano ha sido movidito. En febrero fue previsor: alquiló un chalecito en la
playa. Hizo la reserva por Internet asegurándose de que estuviera en una calle
tranquila. Usando Google Maps y el “Street View” de Google Earth, se preocupó
de que la vivienda que iba a alquilar cumpliera los que decía el anuncio:
«Unifamiliar amplio y luminoso con vistas al mar en zona muy tranquila».
Lo era, al menos en el ordenador, porque la calle era una
monería, silenciosa y recoleta, con dos filas de hermosas jaracandás y muy
limpita. Las imágenes demostraban que en las calles de alrededor no había moros
en la costa: no aparecían discotecas, chiringuitos, centros comerciales,
botellódromos ni bares de copas. Perfecto. Pagó con Paypal y se quedó
tranquilo.
Pero, ¡ay!, por una vez las autoridades habían sido
diligentes. El Excelentísimo Ayuntamiento, tras una remodelación urbana
dispuesta para agradar a los veraneantes, había decidido situar justo delante
del chalé los recién estrenados contenedores de recogida de residuos sólidos.
Seis, contenedores, seis. Dos grises con boina verde oliva, uno amarillo, otro
azul y el sexto de un verde luminoso muy lucido. Nuevecitos y preciosos. Un
perfecto complemento ecológico y polícromo para aquella linda callecita.
Madrugada del 2 de julio. Tres y media de la madrugada. Un
horroroso estruendo de vidrios rotos aterroriza a Carlos y espanta a su
familia. Como un solo hombre, los cuatro se asoman a la terraza. Allí observan
atónitos el fenómeno que les iba dar el verano. Era la primera vez, pero
estaban cautivos de un aparatoso y vítreo evento que habría de repetirse tres
veces por semana: afortunadamente, el camión de recogida de vidrios solamente
iba a pasar lunes, miércoles y viernes. El método ya lo habrán visto. Un precioso
camión provisto de una grúa levanta el contenedor; el vehículo, como un
posmoderno Gargantúa, abre su hidráulica bocaza cenital; una cadena
ingeniosamente situada abre el fondo del contenedor y el vidrio cae como una
cascada por el trasero bivalvo del otrora hermético recipiente. Un prodigio
mecánico. Un espanto auditivo.
Les ahorro más detalles. A la misma hora, pero siete días a
la semana, siete, pasaba el camión de orgánicos; otras tres veces, el de
plásticos y, afortunadamente, el de papel y cartón se recogía solo los jueves
de madrugada. Recapitulemos: los camiones, provistos de unos potentes motores
diésel de doscientos tronantes caballos, realizaban sus aparatosas operaciones
matutinas catorce veces por semana, 56 veces al mes, 56, debajo de la ventana
de mi amigo. Y eso no era todo: a las 8 de la mañana, como un reló empezaba el
concierto de motosierras y cortacéspedes en los alrededores. Un sinvivir, oiga.
Carlos no es precisamente un progre, así que despotricaba y
despotricaba achacando aquel atronador infierno a la democracia, al
ayuntamiento socialista de la localidad levantina, a Pedro Sánchez y ¡cómo no!
a Rodríguez Zapatero que, la verdad, allí no pintaba nada. ¡Ay, si Franco
viviera! Harto de que me diera la lata, prometí darle razones de que los ruidos
nocturnos son tan viejos como el hombre urbano. No pudieron evitarlos ni
Augusto, ni Calígula ni Nerón, así que de Franco ni hablamos. Le dedico a
Carlos esta entrada.
Con respecto a la ordenación urbana de Roma, escribió
Giuseppe Lugli: «Hasta el siglo II AC. Roma debía parecer una ciudad muy
modesta e irregular. La propia configuración de la ciudad se prestaba poco a un
desarrollo sistemático: valles estrechos y profundos y colinas impracticables
en algunas de sus vertientes; aguas estancadas o mal canalizadas en abundancia;
vías situadas en el fondo de los valles o a espaldas de las colinas, con
caminos interrumpidos por accidentes naturales y por edificios levantados sin
ton ni son; grandes desniveles; extensión demasiado amplia con barrios
separados entre sí; dificultades de comunicación rápida y directa,
principalmente por la estrechez de las vías, por los cruces obligados y por las
fuertes pendientes.
Después del incendio gálico (sobre el 390) las viviendas
habían surgido aquí y allá, a lo largo de las viejas calles donde había terreno
disponible, sin preocuparse primero de regularizarlas y construir el sistema de
alcantarillado. Ningún plano regulador, ningún proyecto para nivelar los valles
pantanosos y demasiado bajos; ninguna obra de saneamiento aparte de la única
cloaca central, en buena parte a cielo abierto; ninguna visión amplia de una
ciudad que estaba destinada a convertirse en la capital del mayor imperio del
mundo».
De acuerdo con numerosos historiadores de la época romana,
Roma no se sometió jamás a ninguna planificación. Todas las proposiciones y
tentativas para hacerlo - por parte de Julio César, de Nerón, de los Antoninos-
acabaron en el fracaso. La ciudad formaba una maraña tan desordenada, que el
tránsito de carruajes por sus calles estaba prohibido durante el día.
Corrigiendo el tipo de vehículos, y adaptando el lenguaje a nuestros días, la
Lex Iualia Municipalis de Julio César, promulgada el 45 AC, podría ser un bando
dictado por un alcalde de cualquier ciudad congestionada de nuestros días:
«El reglamento que se transcribe a continuación se aplica a
las calles, presentes o futuras, dentro del área edificada en forma continua de
la ciudad de Roma. Desde el próximo 1º de enero en adelante ningún carro ha de
ser conducido o llevado dentro de esta área durante las horas del día, es
decir, después de la salida del sol o antes de la décima hora del día [...]
Esta ley no debe ser interpretada como prohibitiva de la presencia en la
ciudad, o dentro del radio de 2 kilómetros desde ella, durante las diez horas
luego de la salida del sol, de carros tirados por bueyes o caballos traídos
durante la noche precedente, si estos carros vuelven vacíos o llevando desechos
que sirven de abono».
Más de un vecino de nuestras ruidosas ciudades, suscribiría
el siguiente párrafo que escribió el satírico Juvenal el 54 DC:
«Aquí, en Roma, muchos enfermos se mueren porque permanecen
despiertos toda la noche. ¿Dónde encontrar alojamientos que le den a uno la
oportunidad de dormir? En la ciudad dormir es un lujo que cuesta una fortuna.
Esta es la principal causa de enfermedad en este lugar. El estrépito del
tráfico rodado en las estrechas y tortuosas calles de la ciudad y los gritos
injuriosos cuando el hato de ovejas se atasca son suficientes para arrancar a
Druso de su sueño o a las focas del suyo». En la misma línea se
pronuncia Séneca: «En esta ciudad, hasta en sus calles más anchas, el flujo del
tránsito de peatones es continuo y, consecuentemente, cuando ocurre alguna obstrucción
que detiene el curso de este precipitado torrente humano, hay una formidable
aglomeración. La población de la ciudad es de tal magnitud que requiere el uso
simultáneo de tres teatros y la importación de alimentos de todo el mundo».
El 30 de julio, cuando de regreso a Alcalá, Carlos avistó
en lontananza la torre de La Garena, se acordó de don Francisco Silvela, cuando
dijo aquello de «Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden Baden». Y
Alcalá también, dijo para sus adentros. ¡Por fin estaba en casita!