Hágame caso: si no se le ha perdido nada por allí, no se tome la
molestia de llegar hasta Fort Sumner, Nuevo México, salvo que, como me ocurría
a mí cuando viajaba desde California hacia Oklahoma, disponga de tiempo para ir
a visitar la tumba de uno de esos mitos de infancia y adolescencia que fue Billy the Kid. De
pequeños, armados con aquellos enormes revólveres de baquelita, todos quisimos el
hombre que disparaba más rápido que su sombra. La ley del más rápido se
convirtió en una forma de la verdad, en una manera de medir a los hombres.
Pernocté en un falso tipi de concreto de esa apoteosis vintage que es
el Wigwam Motel de Holbrook, la capital en Arizona de la renacida Ruta 66, una
especie de Camino de Santiago para colgados, nostálgicos, friquis y turistas
que, como en Crónicas de Motel, el
libro de Sam Shepard, te permite vagar
sin ningún destino. Desayuné en el Dennys, otro de los iconos de las carreteras
estadounidenses cuyo logo tiene el inequívoco aire de un disco de los Beach
Boys. Los bancos corridos de los restaurantes de carretera de Estados
Unidos, inmortalizados por Tim Roth en las primeras escenas de Pulp Fiction, son un reflejo de la América profunda que ha votado a Donald Trump. Derrotado en Nueva York, en Chicago y en California, en la
América de la modernidad, Trump ha ganado entre esta gente, en estos cruces de
caminos de la América profunda, en medio de océanos de hierba sin mar, en este
espacio inmenso de praderas, vacas y campos de soja y maíz.
Con
los pies puestos sobre moquetas que vivieron tiempos mejores, la mirada perdida
en no se sabe dónde, los clientes, negros y anglosajones desbordados de lorzas
como flotadores que apenas logran sujetar las camisetas del Wallmart, comen
huevos revueltos con salchichas y gachas de avena. Zambullen trozos de
salchichas en las gachas, las rocían con sirope y forman un engrudo
indescriptible que engullen empujándolos con cuñas de pan tostado. Infatigables
y almibaradamente amables, camareras que un día fueron muchachas hermosas se afanan
por rellenar las tazas de esa aguachirle hirviente que los americanos llaman
café.
Monto en mi Ford, pongo la banda sonora que Bob Dylan compuso para Pat Garrett y Billy the Kid, la película
de Sam Peckinpah, y enfilo hacia el este, hacia Santa Rosa. Cruzo el Pecos y,
siguiendo su orilla derecha por la carretera 84, recorro los noventa kilómetros
que me separan de Fort Sumner. Ni un pueblo, ni un restaurante, ni una patrulla
de carreteras. Salvo la Nada, nada hasta Fort Sumner. En la entrada, una placa
histórica (¿habrá algún lugar de Estados Unidos que no tenga una?) me pone al
día de lo único que este pueblo desolado de apenas mil habitantes puede
ofrecer: las tumbas de Billy the Kid, que murió allí (dicen) el 14 de julio de
1881. La historia de la corta vida y la violenta muerte de Billy a manos del
sheriff Pat Garrett es bien conocida, así que me abstengo de aburrirles.
Aparco y me dispongo a caminar por las polvorientas calles de este Comala
gringo. Lo primero que se me pone a tiro es un contrachapado de madera en el
que, con letras amarillas, pone: SEE BILLY THE KID'S REAL GRAVE (VEA LA
AUTÉNTICA TUMBA DE BILLY EL NIÑO). Justo enfrente, otro letrero reza: BILLY THE
KID MUSEUM (encima, con letras más pequeñas, los propietarios aseguran: «Salimos
en ABC Prime Time Live»). El turista, alertado por Internet, sabe que los dos
letreros son como Garrett y Billy: luchan por sobrevivir. Un tercer cartel,
puesto por la cámara de comercio local (¿habrá algún pueblo de Estados Unidos
que no tenga una?), intenta poner paz: «Tenemos al Niño ... y mucho más». Lo
pongo en duda.
Con sus maniquíes deteriorados de Billy y el sheriff Garrett metidos en
cajas de vidrio de invernadero, el Billy The Kid Museum, que presume de tener
unos aseos limpios, ha estado en el centro desde la década de 1950 así que ha
dispuesto de más de medio siglo para acumular estratos de mugre y polvo. Una
ternera con 8 patas, otra con dos cabezas que parecen cosidas por un
taxidermista ebrio, piezas de artillería de la Primera Guerra Mundial, arados,
sillas de barbero, máquinas de escribir, planchas de imprenta, billetes
extranjeros, una Barbie de 1962, un Ken de 1965, un termo de 1908 y otra
colección de artefactos vetustos y polvorientos constituyen la panoplia
expositora del abigarrado museo. Del techo, como ahorcados, cuelgan varios
retratos de Billy The Kid.
Preparado para lo peor, el visitante, a esas alturas cubierto ya de
ácaros y zigzagueando entre decenas de pececillos de plata mientras es
observado por cucarachas ocultas entre los desportillados anaqueles, está listo
para entrar en la catedral de la fama del museo: la Billy The Kid Room. Suponiendo, que ya es suponer, que no sean un
camelo, allí exponen el rifle del Kid con su funda y todo, un mechón de su cabello
(sí, como en la canción de Adamo) y un pedrusco de su guarida de Stinking
Springs. El nombre de Billy está tallado en la roca junto con las iniciales de
otros, como si fuera una vieja mesa de un picnic público. Una cortina yace
comprimida detrás de un vidrio grande. En el vidrio reza: «¡Esta
cortina colgó en la puerta donde mataron al Niño!».
Afuera, a la intemperie, están las tumbas (putativas, con perdón) de
Billy y dos de sus amigos rodeados por una cerca de mallazo gallinero. En la
parte trasera, una gran lápida proclama PALS (colegas). Encima de ella, dice
"Réplica". La señora de la tienda de regalos del museo, pelo blanco,
algo de chepa y amabilidad a raudales, me dice que el dueño original del museo,
Mr. Sweet, tuvo que construir la réplica porque la auténtica, la del cementerio
local, estaba muy deteriorada. Para no hurgar en la herida, simulo que me trago
el anzuelo. Luego, la sosias de la Jessica Tandy de Tomates verdes fritos, se asegura de que sepa que, aunque me
insistan en ello, el museo que dice tener la verdadera tumba no es un monumento
oficial.
La tumba “auténtica” está en un viejo y minúsculo cementerio detrás del
Museo Old Fort Sumner. En el museo, custodiado por un tipo calvo y gordo con
todo el aspecto de ser un “Ángel del Infierno” jubilado, estaban las cartas que
dirigió el Niño al gobernador Lew Wallace solicitándole la amnistía, fotos de
prensa de varios pistoleros, carteles de recompensa, el informe de la autopsia de
Billy en inglés y en español (el español, macarrónico; el inglés algo mejor), y
la historia del Niño contada en 14 estampas pintadas por el “artista” Howard
Suttle. Indescriptible.
Como el primer museo había agotado mi deseo de ver artefactos mugrientos,
rápidamente salí de aquel templo de la cochambre para ver la auténtica tumba. Antes
de entrar al patio, una nube de moscas mordedoras intentó cebarse en mi persona.
Superado el obstáculo a gorrazos y con no pocos aspavientos, apareció uno
nuevo: una jaula de forja maciza.
¿A qué se debe que la tumba esté enjaulada como lo estaban los animales
de la vieja Casa de Fieras del Retiro? Resulta que la verdadera lápida había
sido robada un par de veces, la primera en 1950. Permaneció desaparecida
durante 26 años, antes de ser encontrada en Granbury, Tejas (una ciudad que se
hizo famosa por las tumbas de forajidos, todas ellas robadas o falsificadas).
De allí se esfumó no se sabe cómo en 1981, para, después de recorrer dos mil
kilómetros, reaparecer como por ensalmo en Huntington Beach, California, desde donde
fue traída por las autoridades estatales.
Un tropel de monedas, (casi todos de 25 centavos) salpican las tumbas. A
pesar de tratarse de un camposanto liliputiense, de un Sleepy Hollow de bolsillo,
no se sabe cuál era el lugar exacto del sepulcro de Billy. Poco después de su
muerte, una tromba de agua se llevó por delante el cementerio y sus cruces de
madera. La tumba actual es sólo una suposición. La lápida otra que tal baila: fue
esculpida en 1940 y donada a la ciudad.
Repuesto de tantas y tan prodigiosas maravillas, me siento en un
restaurante (el único, debería decir) a reponer fuerzas. El encargado, un
tejano de libro que parece haberse untado el pelo con un galón de betún, es un iconoclasta
resentido. Me informa de que la auténtica tumba de Billy no está allí, sino en
el cementerio de su pueblo, Hamilton, Texas, donde reposan los restos de un tal
William
"Brushy Bill" Roberts, que tuvo la humorada de esperar hasta el
momento de su muerte en 1950 para decir que él era el verdadero Billy the Kid y
que, no hace falta decirlo, Pat Garrett se había llevado la recompensa por la
cara.
Hamilton está a 800 kilómetros de aquí y, como ya he tenido demasiadas
emociones por hoy, retomo la I-40 y entre camiones gigantes como los del Infierno sobre ruedas, enfilo para
dormir en Oklahoma. En el Best Western
de Oklahoma City, en animado soliloquio con Jack
Daniels, el viajero se da cuenta de que, como la tumba de Billy, la América
esencial, esa entelequia que parecía dormir una siesta tranquila y satisfecha,
en realidad no existe. ©
Manuel Peinado Lorca, 2017. @mpeinadolorca.