All
You Need Is Love, una de las canciones más célebres de The
Beatles, cumplirá cincuenta años el mes que viene. Fue interpretada en vivo por
primera vez en Our World, la primera
producción de televisión internacional transmitida en vivo vía satélite que fue
vista por 400 millones de personas el 25 de junio de 1967.
Como se trataba de una transmisión mundial, John Lennon le dio a la
canción un sentido internacional mediante la inclusión de fragmentos de otras
piezas musicales como la segunda parte de la Invención 8 en Fa Mayor, de Johann Sebastian Bach, Greensleeves (una canción tradicional
del folklore inglés), In the Mood, de
Glenn Miller, la Marcha Príncipe de
Dinamarca, de Jeremiah Clarke, y un pequeño fragmento de uno de los
primeros éxitos de The Beatles, She Loves
You. Pero lo que recordamos todos, es el comienzo de la canción, que abre
con La Marsellesa, el himno francés
que ha resistido el paso del tiempo y sobrevivido a regímenes hostiles que
intentaron sustituirlo a causa precisamente de su carácter revolucionario y de
su belicosa letra:
«Marchemos, hijos de la Patria, / ha llegado el día de gloria! / Contra nosotros, la tiranía alza su sangriento estandarte. (bis) / ¿Oís en los campos el bramido de aquellos feroces soldados? / ¡Vienen hasta vuestros mismos brazos a degollar a vuestros hijos y esposas!».
Y viene luego el estribillo que se repite después de cada una de
sus siete estrofas:
«¡A las armas, ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! / ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura inunde nuestros surcos!».
Hasta aquí todo perfecto, pero de ahí el personal no pasa. La Marsellesa tiene siete estrofas, pero
los franceses no pasan de la primera. En su autobiografía la actriz Simone
Signoret decía que hay un contenido revolucionario en la primera estrofa de la
canción, pero que es un hecho sabido que «nadie conoce la segunda estrofa».
Como en los acontecimientos multitudinarios generalmente sólo se
canta la primera estrofa, la ignorancia del pueblo francés sobre la letra de su
himno es bastante comprensible. En abril de 1982 un curioso decidió conseguir
el dato en la parisina biblioteca del Centro Georges Pompidou, que se supone constituye
el depósito general de la cultura francesa. Le remitieron a al segundo piso,
donde está la sección 78, dedicada a la música. En la consulta de un índice
general de autores, no apareció el compositor del himno Rouget de Lisle, lo que
resulta comprensible porque de Lisle no era, en rigor, ni poeta ni compositor.
Afortunadamente, un diligente funcionario de esa sección tenía idea de haber
visto el himno francés por alguna parte. Rebuscó durante un buen rato entre los
anaqueles y finalmente logró localizar la segunda estrofa de La Marsellesa:
«¿Qué pretende esa horda de esclavos / de traidores, de reyes conjurados? / ¿Para quién esas viles cadenas / esos grilletes de hace tiempo preparados? (bis) / Para nosotros, franceses, ¡ah, qué ultraje! / ¡Qué emociones debe suscitar! / ¡A nosotros osan intentar / reducirnos a la antigua servidumbre!».
No fue fácil hacer un himno nacional para Francia. En ese prodigio
de síntesis histórica homeopática que es Momentos
estelares de la Humanidad. Catorce miniaturas históricas, Stefan Zweig se
ocupó del origen del himno nacional francés y de su casi involuntario autor, Rouget
de Lisle, un oficial de Ingenieros del ejército francés que prestaba servicio
en Estrasburgo en la primavera de 1792, en plena efervescencia de la Revolución
Francesa.
El 24 de abril llegó hasta allí la noticia que todos esperaban: Francia
había declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Durante
los días previos toda la ciudad bullía de entusiasmo. En los clubs y en los
cafés se pronunciaban discursos enardecidos. Se gritaban fogosas proclamas: «Aux armes, citoyens! L’etendard de la
guerre est deployé! Le signal est donné! Aux armes, citoyens! Qu’ils tremblent
donc, les des potes couronnées! Marchons, enfants de la liberté!», y una y
otra vez la enfebrecida multitud se henchía de espíritu patrio.
Por la tarde de ese mismo día, el burgomaestre ofreció un banquete
a los oficiales de la guarnición. Por pura casualidad, se enteró de que el
capitán del Cuerpo de Ingenieros Rouget de Lisle se las apañaba muy bien para
componer ripios fáciles de repetir. Le propuso que compusiera lo antes posible
una marcha militar para el ejército del Rin que al día siguiente debía marchar
contra el enemigo.
Abrumado, de Lisle prometió hacerlo lo mejor que pudiera. El
banquete duró hasta muy pasada la medianoche y sólo entonces el capitán volvió
a su aposento. En su cabeza revoloteaban los gritos que había escuchado por las
calles y muchas frases de las arengas y discursos bélicos que se habían
pronunciado en la cena, frases aisladas tales como «Le tour de gloire est arrivé» o «¡Allons, marchons!». Apenas hubo llegado a su casa, se puso manos a
la obra y esbozó unas cuantas estrofas. Luego sacó su violín del armario y
ensayó una melodía para acompañarlas. A las dos horas, todo estaba listo.
De Lisle se acostó a dormir. A la mañana siguiente le llevó al burgomaestre
la canción. Recibió el título de Chant de guerre de l’armée du Rhin, pero
poco después la popularizaron quinientos voluntarios que marchaban desde
Marsella a París. Miles de parisinos aguardan en las calles para recibirles
solemnemente. Y cuando los marselleses se acercaban, quinientos hombres
cantando el himno como si lo hicieran con una sola garganta y marcando el paso,
la multitud escuchaba con atención. «¿Qué himno espléndido e irresistible es
ése que cantan los marselleses?», se pregunta la gente. La Marsellesa –que así rebautizan el himno de Rouget- alcanza su
primera gran victoria: acaba de conquistar París.
Se extiende como un torrente desbordado. En uno o dos meses, se había
convertido en la canción del pueblo y de todo el ejército. Los generales
enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la
doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a
la fuerza explosiva de ese himno aterrador. Lo sabía muy bien Napoleón cuando
dijo «Esta música nos ahorrará muchos cañones». La Convención Revolucionaria
procedió en 1795 a otorgar a la canción el honor de convertirse en el himno
nacional.
Pero antes de que el himno fuera definitivamente adoptado por
Francia, debió atravesar por situaciones difíciles. Su letra, uno de los
primeros himnos que no nombra a Dios, está repleta de amenazas explícitas
contra los enemigos del país, así como de referencias antimonárquicas («Temblad, tiranos, y vosotros, pérfidos,
oprobio de todos los partidos, ¡temblad! ¡Vuestros planes parricidas recibirán
por fin su merecido!»). El contenido revolucionario de la letra motivó que Napoleón
se olvidara de aquello del “ahorro de cañones” y una vez ungido Emperador la
prohibiera hacia 1804 y que la prohibición fuera después ratificada por el
nuevo rey Luis XVIII (1815). Luego, volvió a ser rehabilitada por la revolución
siguiente durante la III República (hacia 1830); otro emperador, Luis Napoleón
III, volvió a prohibirla en 1852. La situación se mantuvo hasta 1879, cuando el
Gobierno francés de la III República volvió a rehabilitarla como himno
nacional. Durante 1940-1945 fue nuevamente prohibida, y su canto era
considerado como un elemento de resistencia a la ocupación alemana y al
gobierno colaboracionista de Vichy.
La prohibición durante la Francia ocupada es el telón de fondo de
una de las mejores escenas de Casablanca
(1942), la película de Michael Curtiz, que narra un drama romántico en la
ciudad marroquí bajo el control del gobierno de Vichy. En el local nocturno de Rick Blaine (Humphrey
Bogart) se vive un duelo de himnos entre un pequeño grupo de alemanes que canta
Die Wacht am Rhein (El guardia sobre el río Rin),
acompañados de un piano, y un numeroso grupo de franceses que termina
imponiendo su melodía nacional, por entonces prohibida en Francia. «Toquen la
Marsellesa», reclama uno de los personajes a la orquesta, antes de que las
voces francesas sepulten por completo a las alemanas.