martes, 14 de marzo de 2017

Un Fórmula Uno sideral

En la madrugada del 1 de enero de 1801, el astrónomo real de Nápoles, Giuseppe Piazzi, descubrió el primer asteroide conocido, al que bautizó con el nombre de Ceres, la diosa romana de las plantas y el amor maternal, y de Ferdinandea por el rey Fernando IV, el hijo de Carlos III, un “apellido” real que se eliminó posteriormente por razones políticas. Así que el primer asteroide conocido lleva sólo el nombre de Ceres, y por su tamaño, más que suficiente para alojar ocho veces a España, es más bien un planeta enano, un planetoide.
Hoy, la inmensa mayoría de los astrónomos busca la gloria explorando el Universo a la caza mayor de agujeros negros, supernovas, nebulosas, galaxias y otras astronómicas gollerías. Sólo unos pocos han seguido el oscuro camino de Piazzi, la caza menor de asteroides. Gracias a estos oscuros rastreadores, dos siglos después del bautizo de Ceres-Ferdinandea se han identificado y nombrado otros 26.000, pero se calcula que mil millones más rondan por ahí, sin que los veamos, sin que inquietantemente sepamos nada de ellos, moviéndose erráticamente sobre nosotros como celestiales, incandescentes y pétreas espadas de Damócles.
El asteroide que más próximo ha transitado de la Tierra fue detectado a finales de 2012 por un equipo de astrofísicos españoles. Bautizado con un nombre -2012 DA14- más prosaico que el de Ceres Ferdinandea, tenía unos 20 kilómetros de diámetro y pasó a unos 27.700 kilómetros de la Tierra, una distancia incluso menor que la de los satélites geoestacionarios, que orbitan a unos 35.800 kilómetros de la superficie terrestre. Para hacerse una idea, si la Tierra fuera una pelota de tenis y la Luna una canica situada a dos metros de distancia, el asteroide habría pasado a tan solo 14 centímetros de nuestras cabezas.
Aunque los asteroides, popularmente conocidos como meteoritos o estrellas fugaces, han sido una amenaza que ha estado siempre ahí, sobre nuestras cabezas, no hemos sido conscientes de su peligrosidad hasta que Hollywood se encargó de recordarlo con películas como Meteoro, Armageddon e Impacto profundo, híbridos un tanto fallidos entre el “cine-catástrofe” y el de ciencia ficción. En ellas, los respectivos cabezas de cartel –Sean Connery, Bruce Willis y Robert Duvall- combaten con otras testas, esta vez nucleares, a una roca gigantesca que avanza a toda velocidad amenazando con la destrucción total de la inocente humanidad.
Catástrofes apocalípticas al margen, la realidad es felizmente más prosaica. Cada día entran en la atmósfera terrestre varios cientos de toneladas de materia, la mayoría de ellas en forma de meteoroides muy pequeños que avanzan a velocidad supersónica, pero que, debido a la fricción, alcanzan temperaturas de ebullición y se vaporizan antes de alcanzar el suelo como un polvo imperceptible. Sólo los más grandes conservan la velocidad suficiente para alcanzar la superficie y para dejar educadamente un cráter como tarjeta de visita.
Supongamos que un circuito de Fórmula Uno es la órbita terrestre, el circuito celestial que en su movimiento de traslación alrededor del Sol recorre la Tierra cada año a una velocidad escalofriante de la que felizmente no somos conscientes: 107.000 kilómetros a la hora. Por si eso fuera poco, el coche-Tierra se comporta como una peonza que rota sobre sí misma a 1.700 kilómetros por hora. Imagínese que es usted el piloto de ese coche: circula por un circuito a casi treinta mil metros por segundo y, por si no tuviera bastante, el vehículo no le deja ver a través parabrisas porque el paisaje gira a su alrededor como una turbina de reactor. Peligroso, ¿no? Pues no acaba ahí la cosa. Mientras usted intenta controlar ese auto ingobernable, miles de objetos se cruzan en su camino y lo hacen de forma errática y totalmente impredecible. Son los asteroides, una verdadera manifestación de peatones suicidas que insensatamente atraviesan aquí y allá la autopista por la que usted circula me atrevo a decir que alucinado. Parece un viaje a ninguna parte, un trayecto abocado a la destrucción por un impacto fatal e inevitable.
«Eppur si muove». Y sin embargo, así funciona la cosa. ©Manuel Peinado Lorca