Creo que el que yo me haya convertido en botánico profesional se debe
en buena medida a la fascinación que sentía de niño por imágenes como las que
encabezan este artículo: una imaginativa representación de un bosque del Carbonífero
Superior (un período que se extendió entre hace 310 y 280 millones de años) que,
más o menos modificada, aparecía en los libros de Ciencias Naturales de
Bachillerato. Impera la tranquilidad, solo interrumpida por una libélula con
alas de más de un metro de envergadura que se cierne como una cometa entre
árboles fantásticos que parecen haber surgido de una ensoñación. No existían ni
los dinosaurios, ni los mamíferos. Ni tan siquiera las aves ni las plantas con flores, que llegaron
después.
En mi primer curso de Criptogamia, aprendí a reconocer a aquellos
gigantes de troncos suculentos: unos eran colas de caballo (Equisetum), otros, los Lepidodendron, eran árboles que, como
las mariposas, tenían los troncos cubiertos de escamas; otros, en fin, habían
sido bautizados como Calamites, para
hacer notar que aquello gigantes habían sufrido la peor de las calamidades: la extinción. Entre aquellos colosos se cernían como parasoles inútiles en aquel
ambiente pantanoso y sombrío, las frondes de helechos arbóreos que, años más
tarde, tocaría con mis manos en las selvas tropicales de Centroamérica.
Y es que, a pesar de que los bosques dominados por gigantescos helechos
arbóreos que cubrieron la Tierra durante el Carbonífero desaparecieron hace unos
trescientos de millones de años víctimas de su incapacidad para desligarse reproductivamente del agua, todavía sobreviven algunos gigantes. Algunos
de los helechos vivos más grandes se incluyen en el género Angiopteris y son verdaderamente colosales. Colocarse al abrigo de
sus enormes frondes es como viajar en la máquina del tiempo cientos de millones
de años atrás.
Angiopteris evecta cultivado en el Wilson Botanical Garden, Puntarenas, Costa Rica. |
Los helechos “pata de mula”, como se conocen en sus lugares de origen, pertenecen
a un linaje muy antiguo. Se cree que la familia a la que pertenecen, la Marattiáceas,
se separó muy pronto de otros linajes pteridofíticos y protagonizó su propia historia
evolutiva. Su primitivismo las emparenta con otros grupos muy antiguos de
helechos (Ophioglossales), pero también con otras estirpes de plantas
vasculares con esporas como los Psilotales y las colas de caballo
(Equisetales), tan alejados filogenéticamente que los taxónomos las sitúan en
divisiones diferentes: Psilotófitos y Equisetófitos, respectivamente.
Una de las características más extrañas de Angiopteris es el mecanismo de dispersión de sus esporas. Como sucede
en todos los helechos, las esporas se producen en el interior de esporangios,
pero a diferencia de lo que ocurre en el resto, dentro del esporangio se crea
una diferencia de presión que conduce a la cavitación. La cavitación, o
aspiración en vacío, es un efecto hidrodinámico que se produce cuando se crean
cavidades gaseosas dentro del agua o cualquier otro fluido en estado líquido en
el que actúan fuerzas que responden a diferencias de presión. Las burbujas
formadas viajan a zonas de mayor presión e implosionan (el gas regresa al
estado líquido de manera súbita, aplastándose bruscamente las burbujas), lo que
produce una onda expansiva de gran energía capaz de resquebrajar una superficie
sólida, en este caso la pared del esporangio del que salen las esporas
impulsadas a grandes velocidades.
Soros en el envés de las frondes de A. evecta. Foto. |
La característica más obvia de los Angiopteris,
es su tamaño que los convierte en unos de los helechos más grandes de los que
hoy habitan el planeta. Cuando despliegan sus frondes en la típica rama con
forma de extremo de báculo (lo que los botánicos llaman disposición circinada,
un atributo común en los helechos), el lento espectáculo del despliegue
adquiere proporciones épicas. El récord de tamaño de una fronde lo tiene Angiopteris evecta: un ejemplar de Java produjo
frondes de nueve metros de longitud. Sorprendentemente, el helecho puede moverlas
hacia arriba o hacia abajo dependiendo del clima: cuando hay tiempo húmedo las
suben y cuando la insolación aprieta, las bajan.
Ese movimiento es toda una hazaña para una fronde de este tamaño. Angiopteris lo consigue gracias a una
zona del peciolo conocida como pulvínulo. En botánica, los pulvínulos son
engrosamientos o ensanchamientos de forma abultada situados en la base de la
hoja o del pecíolo de ciertas especies y que, por variaciones en la turgencia
de sus tejidos, puede provocar cambios de posición o movimientos de las hojas. El
pulvínulo consiste en un acumulo de tejido parenquimático cortical. Las células
responsables del movimiento (células motoras) son de dos tipos: extensoras, que
aumentan de tamaño con la humedad por aumento de turgencia durante la apertura
foliar, y flexoras, opuestas a las anteriores, que aumentan de tamaño durante
el cierre foliar en tiempo seco. Los cambios de turgencia se producen por
cambios en el potencial osmótico de las células, de un modo similar al de la
apertura y cierre de estomas. Angiopteris
evecta tiene los pulvínulos más grandes que cualquier otra planta conocida.
Fronde de A. evecta emergiendo en disposición circinada. Foto |
Angiopteris se puede
encontrar en Madagascar y en todas las islas del Pacífico Sur. Es difícil precisar
el número de especies, porque el estatus taxonómico de muchas poblaciones es
todavía objeto de debate entre especialistas. Por dar una cifra redonda, se han
descrito unas 200 especies, pero la mayoría de ellas son fósiles, lo que
complica aún más su reconocimiento en detalle. Lamentablemente, muchas de las
especies vivas están amenazadas por la pérdida de hábitats en sus lugares de
origen. Pero como ocurre en muchos otros casos, “las gallinas que entran por
las que salen”. Escapados de los jardines, algunos Angiopteris se han asilvestrado en Hawái y Jamaica donde, faltos de
enemigos naturales, se han vuelto plantas invasoras. Y, claro, puestos a tener, es mejor sufrir una plaga de ratones que otra de elefantes.
Recientes investigaciones han demostrado que muchos de esos helechos cultivados
y luego asilvestrados son mucho más tolerantes a las condiciones ambientales
variables de lo que lo son en sus bosques nativos, que es más o menos lo mismo
que les ocurre a los turistas con los cubatas de garrafón en los bares levantinos.©Manuel Peinado Lorca