Cada año por estas fechas hago un corto peregrinaje hasta el Madrid de
los Austrias para comer calçots,
nombre catalán con el que se denomina a una variedad de la cebolla, la conocida como cebolla tardía de Lérida, por más que
hoy en día, salvo en el ámbito rural catalán, estos parientes de la lacrimógena cebolla se produzcan masivamente en Toledo.
La pendenciera cebolla, que forma equipo con el catalanizado calçot, el aristocrático
echalote, el suave puerro, el herbáceo cebollino, la intensa cebolleta y el ajo
puro y duro, es una más, aunque señera, entre las 500 especies pertenecientes
al género Allium. La cebolla es Allium cepa, una planta que, como
bien saben en Olmeda de las Fuentes, antes Olmeda de las Cebollas, ya conocía
Alejandro Magno y que los israelíes comieron durante su cautiverio en Egipto. Tan
encantados estaban con sus cebollas que montaron la primera manifestación
conocida contra un caudillo:
[…] Y el populacho que estaba entre ellos tenía un deseo insaciable; y también los hijos de Israel volvieron a llorar, y dijeron: ¿Quién nos dará carne para comer? Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, de los pepinos, de los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; pero ahora no tenemos apetito. Nada hay para nuestros ojos excepto este maná. (Números 11:5).
Uno no estaba allí por razones obvias, pero imagina el aliento de los desalentados
caminantes alimentados base de puerros, ajos y cebollas. La queja no era
infundada, porque, aunque no comieran chuletones, las viandas les salían
gratis. Y es que según el historiador griego Herodoto, las cebollas eran
consideradas una fuente tan importante de energía y resistencia que los
faraones egipcios gastaban nueve toneladas de oro, una fortuna, en
cebollas para alimentar a los esclavos y trabajadores, muchos de ellos
israelitas, que construían las pirámides. Vaya usted a saber si los judíos
adquirieron el hábito de encebollarse mientras vivieron en Egipto o si ya lo traían
de serie, pero salvo que uno sea un descreído que no confíe en la bíblica
palabra de Dios, inconfeso autor de las Sagradas Escrituras, lo cierto es que los
judíos añoraban la rústica y sanchopancesca cebolla cuando vagaban con Moisés en el desierto.
Además, comer maná, que es un insípido y áspero liquen según algunos
eruditos, o la resina de los tarayes, según otros, no es plato de buen gusto. Claro
que algunos etnomicólogos, que no dan puntada sin hilo, abundan en la idea de
que el reputado maná era un hongo alucinógeno, Psilocybe cubensis, que, alimentar, lo que se dice alimentar, no
alimentaba, pero los hubiera puesto como motos. La micológica versión no cuela,
pues quién iba a ser el guapo que reclamara pepinos, puerros, ajos y cebollas cargado de LSD hasta
arriba. Apelo en apoyo de mi incredulidad micológica a la ciencia, pues los más
reputados biogeógrafos han demostrado que en Oriente Medio nunca hubo Psilocybe cubensis ni nada que se le pareciera.
Los desencebollados israelitas tenían razón, tanta que el célebre
Dioscórides, médico de los ejércitos de Nerón, la alabó en su no ya célebre,
sino celebérrima en la antigüedad, Materia
Médica, un superventas que en su tiempo era más leído que la Biblia. Dejemos que se exprese el galeno:
«Es más acre la alargada que la redonda, la amarilla que la blanca, la seca que la verde, la cruda que la cocinada o conservada con sal. Todas ellas son mordicantes, flatulentas, provocan el apetito, diluyen los humores, provocan sed y náuseas, purifican, son buenas para el vientre, desopilativas de secreciones, incluidas las almorranas; se aplican directamente como un supositorio, una vez peladas y metidas en aceite. Su jugo en ungüento con miel ayuda en la ambliopía, manchas blancas de la córnea, opacidades que empiezan a formar catarata y a los que sufren de anginas, extendido en ungüento. Provoca la menstruación e, instilado por la nariz, purga la cabeza de humores; y es cataplasma con sal, ruda y miel para los mordidos por perros. Con vinagre, aplicado el ungüento al sol, cura la lepra blanca; a partes iguales con cenizas vegetales, hace cesar la sarna de los ojos; con sal contiene el acné. Con grasa de gallina es útil para las rozaduras del calzado, [para el flujo del vientre]; su jugo conviene para la dificultad auditiva, zumbidos, oídos que supuran y para evacuar líquido [de los oídos] y, en fricción, para las calvas, pues provoca pelo más rápidamente que la falsa esponja. Produce también dolor de cabeza. Comida en exceso, estando enfermo, provoca letargos; cocida, se vuelve más diurética».
Ahora bien, para entregarte todos sus tesoros, la cebolla te hará
llorar y no porque no le gusten los cocineros, esa moderna plaga del siglo XXI
a los que algunos elegíacos inanes consideran poco menos prebostes y archimandritas de la
cultura de la postmodernidad. Como he dicho antes, el género Allium tiene alrededor de 800 especies,
lo que significa que ha tenido un gran éxito evolutivo. Y ese éxito se debe
entre otras cosas, al arsenal fitoquímico del que disponen las cebollas y sus
parientes para defenderse de los herbívoros.
Defender su bulbo subterráneo es fundamental para cualquier cebolla que se precie. Se trata ni más ni menos de su refugio y su despensa. En el bulbo, que es más
tallo que raíz, pues las raíces son menudas, como filamentos que emergen de la
base del bulbo, acumula sustancias de reserva con las que luego formará su
parte aérea y con las que se alimenta el invierno bien refugiada bajo tierra,
por lo que le traen al pairo las heladas o las celliscas que puedan venir con
el invierno.
Las lágrimas que provocan las jugosas células del bulbo cuando son cortadas
aparecen por los aceites volátiles que contribuyen a otorgar a las plantas del
género Allium su sabor característico
y que contienen un tipo de moléculas orgánicas denominadas sulfóxidos de
aminoácidos. Al cortar una cebolla, esta libera unas enzimas, las alinasas, que
convierten a los sulfóxidos en ácidos sulfénícos, los cuales, como su nombre
indica, llevan azufre a mansalva. A su vez, estos ácidos se reorganizan para
formar sulfóxido de tiopropanal, un gas que desencadena las lágrimas con tal profusión que haría las delicias de los
antidisturbios. El gas se difunde por el aire y, en contacto con los ojos,
estimula las neuronas sensoriales creando una sensación de escozor y dolor. Las
lágrimas son liberadas por las glándulas lacrimales para diluir y limpiar los
irritantes.
Los
sulfóxidos también se condensan para dar lugar a tiosulfatos, causantes
del olor acre asociado a la cebolla picada. La formación del sulfóxido de triopopanal alcanza su
máximo unos 30 segundos después de practicarle el primer corte a la cebolla y
completa su ciclo de evolución química al cabo de unos cinco minutos.
Sus efectos en los ojos resultan muy familiares: picor y lágrimas. La
superficie frontal protectora del ojo, la córnea, posee una gran densidad de
fibras sensoriales del nervio ciliar, una ramificación del masivo nervio
trigémino que transmite la sensación del tacto, la temperatura y el dolor desde
la cara y la parte anterior de la cabeza hasta el cerebro. La córnea también
posee un número menor de fibras motoras autónomas que activan las glándulas
lacrimales. Las terminaciones nerviosas libres detectan el sulfóxido en
la córnea y conducen la actividad hasta el nervio ciliar, lo que el sistema
nervioso central registra como un picor.
Existen varios remedios caseros para evitar el cebollil lagrimeo. Se puede calentar la cebolla antes de picarla para desnaturalizar las
enzimas. También se puede evitar al máximo que nos lleguen los efluvios picando la cebolla al aire libre cuando corra viento, bajo un chorro constante
de agua o mediante algún artilugio mecánico que mantenga la cebolla dentro de
un recipiente cerrado. Hay quien afirma que las lentes de contacto atenúan el
efecto.