A nadie perjudicó el haber guardado silencio.
Catón el Viejo
Años atrás, en sus memorias, se desesperaba Rudolph Steiner por la desaparición del silencio: «El ruido es la peste bubónica de nuestro tiempo». Y en un ensayo Hans Magnus Enzensberger remachó el clavo afirmando que el silencio y el espacio son los lujos más caros de nuestra época. Dos lujos no igualmente apetecibles. Mientras a casi todo el mundo le encantaría una mansión con jardín, el silencio pondría de los nervios a muchos. En el pasado, sólo la gente rara lo buscó. Profetas y eremitas lo practicaron con fervor. Lo reclamaron sabios, monjas y académicos. Lo elogia el poeta. Lo necesita el científico. Lo desean los aristócratas del espíritu, una nobleza para cuya práctica no se necesita ni dinero ni poder. El ruido, sin embargo, ha ganado la batalla. Es invencible.
¿Es usted un “ruidófobo” o, por decirlo de otra manera, un “silenciófilo”? ¿Forma parte de esa minoría que disfruta de un buen silencio y una buena lectura? Pues sepa usted que si lo que quiere reivindicar es su derecho a un entorno silencioso, explore cuidadosamente su sitio de veraneo. Que no le ocurra lo que le ha ocurrido a mi amigo FRL.
Llegó el 31 de agosto y, de vuelta a casa, mi amigo respira, por fin, tranquilo. Su verano ha sido movidito. En febrero fue precavido: alquiló un chalecito en la playa. Hizo la reserva por Internet asegurándose de que estuviera en una calle tranquila. Usando varias herramientas informáticas, ya saben Google Maps y Google Earth, se aseguró de que la vivienda que iba a alquilar cumpliera los que decía el anuncio: «Chalet amplio y luminoso con vistas al mar en zona muy tranquila». Lo era, al menos en el ordenador porque la calle era una monería, silenciosa y recoleta, con dos filas de hermosas jaracandás y muy limpita. Las imágenes de Google Street le mostraron que en las calles de alrededor no había moros en la costa: no aparecían discotecas, chiringuitos, centros comerciales, botellódromos o bares de copas. Perfecto. Pagó con Paypal y se quedó tranquilo.
Pero, ¡ay!, lo que al arrendador se le había olvidado anunciar es que debajo del apartamento de mi amigo el Excelentísimo Ayuntamiento, tras una remodelación urbana dispuesta para agradar a los veraneantes (a todos, menos a FRL, como el tiempo se encargaría de demostrar), había decidido situar justo delante de su chalecito los recién estrenados contenedores de recogida de residuos sólidos. Seis, contenedores, seis. Dos grises con boina verde oliva, uno amarillo, otro azul y el sexto de un verde luminoso muy lucido. Nuevecitos y preciosos. Un perfecto complemento ecológico y polícromo para aquella linda callecita.
Madrugada del 2 de agosto. Seis y media de la madrugada. Un horroroso estruendo de vidrios rotos aterroriza a FRL y espanta a su familia. Como un solo hombre, los siete se asoman a la terraza. Allí observan atónitos el fenómeno que les iba dar el verano. Era la primera vez, pero estaban cautivos del un aparatoso evento que habría de repetirse tres veces por semana: afortunadamente, el camión de recogida de vidrios solamente iba a pasar lunes, miércoles y viernes. El método ya lo habrán visto. Un precioso camión provisto de una grúa levanta el contenedor en el aire; el vehículo, como un postmoderno Gargantúa, abre su hidráulica bocaza cenital; una cadena ingeniosamente situada abre el fondo del contenedor y el vidrio cae como una cascada por el trasero bivalvo del otrora hermético recipiente. Un prodigio mecánico. Un espanto auditivo.
Les ahorro más detalles. A la misma hora, pero siete días a la semana, siete, pasaba el camión de orgánicos; otras tres veces, el de plásticos y, afortunadamente, el de papel y cartón se recogía solo los jueves de madrugada. Recapitulemos: los camiones, provistos de unos potentes motores diésel de doscientos tronantes caballos, realizaban sus aparatosas operaciones matutinas catorce veces por semana, 56 veces al mes, 56, debajo de la ventana de mi amigo. Y eso no era todo: a las 8 de la mañana, como un reloj empezaba el concierto de motosierras y cortacéspedes en los alrededores. Un sinvivir, oiga.
FRL no es precisamente un progre, así que despotricaba y despotricaba achacando aquel infierno a la democracia, al ayuntamiento socialista de la localidad levantina, a Pedro Sánchez y ¡cómo no! a Rodríguez Zapatero. ¡Ay, si Franco viviera! Harto de que me diera la data, prometí darle razones de que los ruidos nocturnos son tan viejos como el hombre urbano. No pudieron evitarlos ni Augusto, ni Calígula ni Nerón, así que de Franco ni hablamos. Le dedico a FRL esta entrada.
Con respecto a la ordenación urbana de Roma, escribe Giuseppe Lugli (Il Monumenti antichi de Roma e Suburbio, Editori Bardi, 1940):
«Hasta el siglo II a.C. Roma debía parecer una ciudad muy modesta e irregular. La propia configuración de la ciudad se prestaba poco a un desarrollo sistemático: valles estrechos y profundos y colinas impracticables en algunas de sus vertientes; aguas estancadas o mal canalizadas en abundancia; vías situadas en el fondo de los valles o a espaldas de las colinas, con caminos interrumpidos por accidentes naturales y por edificios levantados sin ton ni son; grandes desniveles; extensión demasiado amplia con barrios separados entre sí; dificultades de comunicación rápida y directa, principalmente por la estrechez de las vías, por los cruces obligados y por las fuertes pendientes.Después del incendio gálico (sobre el 390) las viviendas habían surgido aquí y allá, a lo largo de las viejas calles donde había terreno disponible, sin preocuparse primero de regularizarlas y construir el sistema de alcantarillado. Ningún plano regulador, ningún proyecto para nivelar los valles pantanosos y demasiado bajos; ninguna obra de saneamiento aparte de la única cloaca central, en buena parte a cielo abierto; ninguna visión amplia de una ciudad que estaba destinada a convertirse en la capital del mayor imperio del mundo».
De acuerdo con numerosos historiadores de la época romana, Roma no se sometió jamás a ninguna planificación. Todas las proposiciones y tentativas para hacerlo -por parte de Julio César, de Nerón, de los Antoninos- acabaron en el fracaso. La ciudad de Roma formaba una maraña tan desordenada, que el tránsito de carruajes por sus calles debía prohibirse durante el día. Corrigiendo el tipo de vehículos, y adaptando el lenguaje a nuestros días, el siguiente decreto de Julio César podría ser un bando dictado por un alcalde de cualquier ciudad congestionada de nuestros días (Lex Iualia Municipalis, 45 aC):
«El reglamento que se transcribe a continuación se aplica a las calles, presentes o futuras, dentro del área edificada en forma continua de la ciudad de Roma. Desde el próximo 1º de enero en adelante ningún carro ha de ser conducido o llevado dentro de esta área durante las horas del día, es decir, después de la salida del sol o antes de la décima hora del día [...] Esta ley no debe ser interpretada como prohibitiva de la presencia en la ciudad, o dentro del radio de 2 kilómetros desde ella, durante las diez horas luego de la salida del sol, de carros tirados por bueyes o caballos traídos durante la noche precedente, si estos carros vuelven vacíos o llevando desechos que sirven de abono».
Más de un vecino de nuestras ruidosas ciudades, suscribiría el siguiente párrafo que escribiera el satírico Juvenal en el siglo I dC (Sátira III):
«Aquí, en Roma, muchos enfermos se mueren porque permanecen despiertos toda la noche. ¿Dónde encontrar alojamientos que le den a uno la oportunidad de dormir? En la ciudad dormir es un lujo que cuesta una fortuna. Esta es la principal causa de enfermedad en este lugar. El estrépito del tráfico rodado en las estrechas y tortuosas calles de la ciudad y los gritos injuriosos cuando el hato de ovejas se atasca son suficientes para arrancar a Druso de su sueño o a las focas del suyo».
En la misma línea se pronuncia Séneca (De clementia, I, 6, 54 dC):
«En esta ciudad, hasta en sus calles más anchas, el flujo del tránsito de peatones es continuo y, consecuentemente, cuando ocurre alguna obstrucción que detiene el curso de este precipitado torrente humano, hay una formidable aglomeración. La población de la ciudad es de tal magnitud que requiere el uso simultáneo de tres teatros y la importación de alimentos de todo el mundo».
Los urbanistas de entonces, como los modernos, huimos del silencio, no sabemos vivir en él ni con él. Nos genera incomodidad. El silencio puede ser un lujo para unos pocos, pero para el común de los mortales es un espejo íntimo. Reproduce el vacío interior con perfección espantosa.
Los silenciófobos tienen razón: ¿qué es la vida sino ruido? ¿qué es la muerte sino silencio?