En una
entrada de hace cuatro años me ocupé del enorme problema que representa el
vertido de los plásticos a las aguas continentales y, sobre todo, su
acumulación en cantidades colosales en océanos y mares. Escribí entonces que en
el Pacífico Norte se había formado un basurero apocalíptico de plásticos, una
especie de continente cloaca cuyo tamaño real puede alcanzar unos veinte
millones de kilómetros cuadrados: cuarenta veces el tamaño de España.
El
informe Basura Marina: Un Desafío Global,
del Programa de las Naciones para el Medio Ambiente (PNUMA), destaca al plástico como uno de los
principales contaminantes de nuestros océanos. De hecho, algunas fuentes
estiman que constituye entre el 60 y el 80% de toda la contaminación marina y
en algunos lugares la concentración de las minúsculas partículas de plástico
supera en seis veces la del plancton. Volví sobre el asunto dos años después,
en septiembre de 2014, con otra entrada, Polos de
plástico, en la que recordaba que en el mundo se consumen cada año entre
500 billones y un trillón de bolsas de plástico y que menos del 1% de ellas se
recicla: resulta más caro reciclar una bolsa de plástico que producir una
nueva. Procesar y reciclar una tonelada de bolsas plásticas cuesta más de 3.500
euros: la misma cantidad se vende en el mercado de materias primas por 30.
Más
de 13.000 piezas de desperdicios plásticos están flotando en este momento en
cada kilómetro cuadrado de nuestros océanos; se estima que cada día acaban en
el mar unos 8 millones de piezas de basura (equivalente al peso de 800 torres
Eiffel de 14.285 aviones Airbus A380; bastarían para cubrir 34 veces la isla de
Manhattan o el peso), de las que un 63% (5 millones) son residuos sólidos que
han sido arrojados por la borda de algún buque; 100.000 tortugas y mamíferos
marinos, como delfines, ballenas y focas mueren cada año como consecuencia de
los restos de plástico con los que se «topan» en la oscuridad del océano; más
de 2.000 millones de toneladas de aguas residuales -un cóctel mortífero de
metales pesados, fertilizantes, pesticidas y otros contaminantes- se descargan
en ríos, estuarios y aguas costeras cada año. Desde los mares, que funcionan
como atarjeas, las corrientes trasladan nuestras inmundicias a los océanos, convertidos
en cloacas.
Y
así una interminable serie de datos que están «ahogando» nuestros mares. Se
considera que en los mares de todo el mundo hay ya más de 200 zonas muertas, que
son aquellas en las que falta el oxígeno hasta el punto de que la vida se hace
imposible. Si a comienzos del siglo XX sólo había cuatro zonas de «mar muerto»
en el mundo, a mediados de los años sesenta ya había 49, que se habían
convertido en 87 en los años 70 y en 162 en los 80. Desde entonces la
progresión no ha decrecido. En 1995 ya había 305 zonas inertes en las aguas
cercanas a las costas en todo el mundo. En 2010 se estimaba que había 405, y
que entre todas suman 245.000 kilómetros cuadrados, más de la mitad de la
superficie de España.
Mientras
que la falta de medidas políticas es alarmante, la presencia de plásticos en
los océanos es un problema que crece a gran velocidad a la vez que aumenta
vertiginosamente su producción global. Se estima que en 2020 esta producción
superará los 500 millones de toneladas anuales, lo que supondría un 900% la
producción de 1980. Los principales datos sobre la contaminación de las aguas
con materiales plásticos puede obtenerse en
este enlace.
Un
nuevo informe de la organización Greenpeace, Plásticos
en el pescado y el marisco, hecho público el pasado 25 de agosto, coincidiendo
con el último fin de semana del verano,
el momento en el que más residuos se generan en playas, ríos y embalses,
expone las evidencias científicas del impacto de los microplásticos en los
océanos y en los pescados y mariscos. El informe es una recopilación de las
últimas investigaciones científicas que identifican los riesgos de los microplásticos
(fragmentos < 5 mm) de desprender tóxicos y de ser ingeridos por animales
marinos para viajar por la cadena trófica hasta nuestros platos de pescado o
marisco.
Son
bien conocidos y mejor documentados los impactos que las piezas de plástico
tienen en la vida marina: animales atrapados, asfixia, estrangulación o la desnutrición
que provoca su ingestión y el consiguiente bloqueo del aparato digestivo del
desdichado animal que las haya digerido. Pero si usted cree que comer plástico
es un problema de tortugas y delfines, está muy equivocado. Sí, ya sé que ni
usted ni yo nos vamos a zampar la bolsa del supermercado, pero nos estamos
comiendo, literalmente y sin saberlo, cantidades respetable de microplásticos.
Los
microplásticos pueden proceder de objetos de mayor tamaño que al degradarse producen
fragmentos cada vez menores, o ser directamente fabricados a tamaño microscópico,
como sucede, por ejemplo, con las microesferas
empleadas en productos cosméticos. El informe elaborado en la Universidad
de Exeter, donde reside el laboratorio de investigación científica de
Greenpeace, revela que las consecuencias potenciales de ambos tipos de residuos
plásticos para la salud humana están, en buena medida, poco investigadas.
Una
vez en el océano, los microplásticos pueden tanto atraer como desprender
químicos tóxicos y ser ingeridos por la vida marina. Se ha demostrado que, en
algunos casos, los peces jóvenes prefieren estos plásticos como su fuente
natural de alimento. Aunque los efectos en la salud humana aún no están claros
y se requiere más investigación, es fundamental optar por la precaución.
Hay que cambiar también algunos hábitos personales. Las bolsas de plástico son solo la punta del iceberg, aunque marcan claramente la sociedad del “usar y tirar” en la que vivimos. Su sustitución debería ser un primero paso hacia un cambio que tiene y debe ser mucho mayor. Existen muchos envases y productos superfluos que llenan cada día nuestra bolsa de basura. Eliminar las bolsas de plástico es un pequeño cambio de hábitos y una gran mejora para el medio ambiente y que no sólo queda en decir: ¡No me des la bolsa! (de plástico), gracias.