Cada día que ha amanecido, el número de tontos ha crecido.
Del refranero español
Históricamente, la derecha estadounidense insultaba llamando
"tontos útiles" a todos los que se oponían al militarismo
estadounidense; poco ha cambiado desde los tiempos de Ronald
Reagan, cuando el actor metido a presidente buscó sellar en los 80 el tratado de control de armamento nuclear con
la URSS. En aquella ocasión no solo mereció el despreciativo apodo de tonto útil, sino que,
además, fue acusado de abandonar del campo de batalla. Acusar a Reagan de
connivencia con los rusos es lo que quedaba por ver, pero uno puede leerlo negro
sobre blanco en la impresionante lista de "tontos útiles", que cita
la columnista Mona Charen
en su libro Useful idiots (2004), que
incluye desde políticos hasta estrellas de Hollywood: Al Gore, Ted Kennedy,
Jimmy Carter, Jesse Jackson, Madeleine Albright, Katie Couric, Jane Fonda,
Martin Sheen, y «otros liberales
siempre dispuestos a culpar a Estados Unidos y a defender a sus enemigos».
Nada nuevo por estos lares. Era un clásico de la propaganda
anticomunista de los tiempos del franquismo calificar de "tontos
útiles" y "compañeros de viaje" a aquellos que, no siendo del
PCE, caían en manos de la estrategia carrillista de ampliar el bloque
antifranquista. Se trataba, en las postrimerías del franquismo, de juntar
churras y merinas, de buscar aliados de variado pelaje pero unidos todos por el
ansia de recuperar la libertad y de posponer las diferencias ideológicas para
cuando, demostrada la inmovilidad del Movimiento (por menos de eso se ha
concedido más de un premio Nobel, oiga), volvieran las añoradas urnas. Pero
como la de la fregona o la del el submarino, la del tonto útil no es una
invención carpetovetónica.
Aunque la figura del tonto a secas, tonto inútil o tonto lava
existe desde el origen de los tiempos, su relevancia ganó enteros desde que los
humanos trocaron su condición de individualistas por la de gregarios, que debió
ser el instante mismo en el que nació la vida en sociedad. En esas sociedades
prehistóricas de tribus y clanes en las que empezó a configurarse el poder y
con él el orden establecido (la cachiporra, la trena, la pasma y el tentetieso
arribaron poco después como inevitable consecuencia), fue cuando se empezó a
vislumbrar el potencial latente de los tontos inútiles, previa mutación a
tontos útiles.
Usando un término presuntamente acuñado por Vladimir Ilich Uliánov, (de mote Lenin), en la jerga política el término “idiota útil” o
“tonto útil” era usado para describir a los simpatizantes de la URSS y
compañeros mártires en los países occidentales y a la ladina actitud del
régimen de la URSS y sus satélites hacia ellos: aunque tales simpatizantes se
veían (ingenuamente) a sí mismos como aliados de la URSS, en realidad eran
tratados con disimulado desprecio por los soviéticos quienes, sin importarles
una higa, los utilizaban cínicamente en su propio beneficio.
En realidad, Lenin copiaba, porque en algunos de sus innúmeros (y
muchos de ellos plúmbeos, qué le vamos a hacer: quien tiene boca se equivoca)
escritos don Carlos Marx ya había definido perfectamente a ese tipo de
individuos poco esclarecidos que, en defensa de un ideal que no tienen claro o
sobre el que no han profundizado, se pueden transformar en títeres de otros
grupos políticos y colaborar de forma involuntaria con intereses creados que
escapan a su mente. Así, el término ‘tonto útil’ se emplea para designar a
quienes curiosamente apoyan cambios, reformas o revoluciones lideradas por
otras personas y organizaciones que mantienen un sistema político que no les
beneficia. Eso sí, de momento salen en la foto.
Autorías y patentes de originalidad al margen, de la misma forma
que otros crían gusanos de seda, el camarada Lenin, una vez aupado al machito
del Kremlin (allí sigue el tío momificado, como cualquiera puede comprobar sin
más que hacer la cola), se debió
percatar de lo beneficioso que resultaría para el triunfo de sus políticas igualitarias
contar con el favor y el respaldo de los tontos a secas, eso sí, una vez
transmutados en útiles, pues intuía –y no le faltaba razón- que su menguada
mollera acarreaba consigo no poca facilidad para manipularlos, adoctrinarlos y
llevárselos al huerto de sus sueños totalitarios.
Con Marx en la trastienda y con Lenin al timón, en algún
indeterminado pero histórico momento del Edén soviético comenzó forjarse la
metamorfosis del tonto a secas. Partiendo del estadio inicial al que podemos
llamar estado de tonto inútil, tonto de capirote, chorra bobo o fase de
inanidad manifiesta, primero vino la diferenciación a tonto aplicado o tonto
sabelotodo, fase juvenil cuyo rasgo distintivo es esforzarse para ser cada vez
más tonto, cualidad que se adquiere engullendo y mal digiriendo panfletos, libelos,
folletos, proclamas, textos ininteligibles, monsergas sin cuento y cuantos
libros de caballerías se pongan a tiro.
Culminada con éxito esa ínclita fase, que podíamos denominar
larvaria, de la que algunos afortunados logran venturosamente escapar por los
pelos y con no poca fatiga, viene un segundo estadio, que algunos teóricos de
la tontuna llaman de tonto crédulo (sinónimos: candoroso, inocente, ingenuo,
cándido, sencillo, incauto, bonachón) o tonto a ciegas, denominación que se me
antoja acertada habida cuenta de que quienes transitan por dicha etapa se creen
todo lo que les dicen, piensan que llueve cuando les mean, comulgan con ruedas
de molino, desayunan sapos y culebras, tragan carros y carretas y pican todo
tipo de anzuelos. Concluye ahí la metamorfosis con la triunfante eclosión del
adulto finalmente mutado en tonto útil. Pero de la misma forma que la mariposa deviene
en capullo, el tonto útil, si presta bien sus servicios, pasa a ser, si no
capullo, sí tonto rentable, al que algunos zoólogos tocapelotas prefieren
llamar tonto palanganero y los de la remonta tonto mamporrero.
Actuando a modo de escoba, los vientos que soplaron en España a
partir de 1978 acarrearon la dicha de barrer, hasta ponerla en peligro de
extinción, a una cumplida, inane y variopinta caterva de mentecatos que se vio
de golpe y porrazo (democráticos) en la indefensión de carecer ideología que los
movilizase, de trileros que los embaucasen y de pastores que los condujeran,
como a los bueyes, uncidos al arado.
Pero hete aquí que, apeado ya el expuesto don Landelino de su
fanal, en la legislatura 89-93 y sobre todo en la 93-96 la necesidad de
componendas contra natura vino a
prestar al país el inestimable servicio de recuperar a ese tipo de semovientes
que estaban ya en peligro de extinción. De la capacidad del PCE para sumar en
la Transición, se pasó a la inane estulticia de Julio Anguita para ser
engullido por la estrategia de Aznar. Aznar, sí, el del bigote, el de la guerra
de Irak.
La derecha política, con Aznar a la cabeza, y la derecha mediática, comandada
por Pedro Jota, Anson, Campmany (q.D.g.) Jiménez los Santos y varios camaradas
del autodenominado sindicato del crimen, pusieron a punto una estrategia de garrotazo
y tentetieso contra Felipe González. Embestir con cualquier cosa era buena para
hacer desaparecer a los sociatas del Gobierno. Como dijo el propio Anson, por
aquellos entonces preclaro director del ABC, o se conspiraba a tope contra el
líder socialista o no habría forma humana de desalojarlo a base de votos. Como
cada quien regala lo que le sobra, aquella tropa regalaba cornadas.
¡Qué portadas del Mundo y del ABC en aquellos tiempos, señores,
qué portadas! Lo mismo se culpaba a Alfonso Guerra de la muerte de Manolete, se
decía que la sequía era culpa de González que se ensalzaban los valores de
Julio Anguita, comunista de hoz y martillo, un incauto cordero propiciatorio
recuperado del otro lado. Dicho sea con total respeto a su persona y sin
menoscabo alguno de su inteligencia que, como en la Legión al valor, se le
supone, con su narcisismo atolondrado el califa cordobés cayó como tonto útil
en manos de la estrategia del frente antisociata promovido por Aznar.
Conseguido el propósito, y una vez sometido a la muleta popular, aquel
tonto útil sirvió por un tiempo como tonto rentable, embistió a diestro y
siniestro, propinó navajazos, hundió al PCE, se acunó en tablas y terminó como
el valentón de los versos de Cervantes: «requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada».
Y hete aquí que en mayo de 2016, cuando medio adormecidos veíamos
venir unas nuevas elecciones, va y reaparece Anguita para despertarnos proclamando que estamos en 1977; entre sollozos, lágrimas
y abrazos se presta al carnaval de imagen y propaganda de Podemos: cuando nadie
le espera, aparece en un mitin recién comenzado para captar la atención y robar
la foto, y después de haber repetido la cansina letanía del «programa,
programa, programa», va el tío y reconoce que ha votado la fusión (más bien la
digestión) IU-Podemos… ¡sin haberse leído el programa!
Todo era bueno para la izquierda rancia de Anguita, tonto útil de
Aznar, el de la guerra de Irak.