Con
la elección de John F. Kennedy como presidente en enero de 1961, la política de
Estados Unidos hacia Italia cambió con respecto a la practicada por sus
antecesores, los también miembros del Partido Demócrata Harry S. Truman y
Dwight Eisenhower. El nuevo presidente compartía un análisis de la CIA según el
cual «el avance de los socialistas, incluso sin intervención externa, prueba
que, en Italia, la sensibilidad de izquierda tiende hacia una forma democrática
de socialismo»[i]. Kennedy estaba dispuesto a permitir que en las inmediatas
elecciones generales Italia se inclinara hacia la izquierda.
Pero
una cosa es lo que pensaba el presidente y otra muy distinta lo que sostenían los
halcones de Washington. Según cuenta el historiador Paul Ginsborg en su
Historia Contemporánea de Italia (p.
510)[ii], el secretario de Estado Dean Rusk informó al presidente que Riccardo
Lombardi, del ala izquierda del Partido Socialista Italiano (PSI), había
reclamado públicamente el reconocimiento de la República Popular China y la
retirada de las bases militares estadounidenses de Italia, incluyendo la de la
OTAN, y que había declarado además que el capitalismo y el imperialismo eran
enemigos que había que combatir. «¿Ese es el partido con el que Estados Unidos
debe negociar?», preguntaba un escandalizado Rusk en un telegrama dirigido el
18 de octubre de 1961 al embajador en Roma Frederick Reinhardt. «Aquello llevó
a una situación absurda en la que el presidente Kennedy se encontraba en
oposición con su secretario de Estado y con el director de la CIA» (Kwitny, 1992).
Vernon Walters |
En
la embajada romana, Reinhardt y el jefe de operaciones de la CIA, Thomas
Karamessines, algo así como el ««jefe
directo de James Bond», se pusieron manos a la obra para estudiar la mejor
manera de pararle los pies a Kennedy. Si había algún anticomunista en la CIA,
ese era Vernon Walters,
el hombre que «había participado directa o indirectamente en más golpes de
Estado que cualquier otro en la administración estadounidense» (Kwitny, 1992). Evidentemente,
Walters no se andaba con rodeos: propuso que si Kennedy permitía que el PSI
ganara las elecciones, Estados Unidos tendría que invadir Italia. Como no tenía
ninguna intención de poner en marcha una tercera guerra mundial, Karamessines sugirió prudentemente hacer la
guerra, sí, pero de tapadillo y sin que nadie supiera de quién era la mano que mecía la cuna.
Justo la especialidad de Gladio: fortalecer los movimientos que se oponían a la
izquierda en Italia y poner en marcha a sus colaboradores en las cloacas del
Estado.
Además,
¿para que invadir desde fuera si tu quinta columna puede hacerlo desde dentro?
Por otro lado, Kennedy, que debía tener muy en cuenta la advertencia que su
predecesor había hecho en su discurso de despedida sobre los halcones del
“Complejo Industrial Militar”, que él mismo había sufrido en sus carnes con el gatillazo de
Bahía
Cochinos, no debía estar interesado en invadir otra cosa que no fuera el escote
de Marylin.
En
1963, el “compromiso histórico” se concretó cuando el PSI asumió varias
carteras ministeriales en el Gobierno la Democracia Cristiana (DC) presidido por Aldo Moro. Allí fue la de Troya. Mientras que las cloacas del Estado aprestaban la dinamita y afilaban las bayonetas, mientras que en el Vaticano se rasgaban las vestiduras y se mesaban los cabellos, los comunistas
italianos, que provenían de una reciente escisión del PSI, también exigieron
entrar en el Gobierno, invocando con toda razón los buenos resultados que habían
obtenido en las elecciones. En mayo de 1963, el sindicato de trabajadores de la
construcción, controlado por el PCI, organizó en Roma una manifestación exigiendo su parte en el pastel
gubernamental. Aquello inquietó a la CIA, que encargó a miembros del ejército
secreto Gladio vestidos de policía y de paisano la tarea de reprimir aquellos
movimientos. Más de 200 manifestantes resultaron heridos. Un aperitivo del
plato fuerte que se cocinaba en la Embajada americana.
En
noviembre de 1963, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. Campo
expedito. Si algo le molestaba al tejano Lyndon B. Johnson eran los comunistas
y compañeros mártires. Cinco meses más tarde, la CIA, los servicios de
inteligencia militar italianos (SIFAR),
los agentes de Gladio y los carabinieri
protagonizaron un conato de golpe de Estado que obligó a los socialistas a
renunciar a sus ministerios.
Aquel
golpe, que los conjurados llamaban «Piano Solo», estuvo dirigido por el general
Giovanni De Lorenzo, el ex jefe del SIFAR, que ¡oh casualidad! había sido nombrado jefe de los carabinieri por orden del ministro de
Defensa, Giulio Andreotti, el perejil de todas las salsas que se cocinaban en
las reboticas italianas de aquel tiempo. En estrecha colaboración con Vernon
Walters, con el jefe de la estación CIA en Roma, William Harvey, y con el
comandante de las unidades del Gladio en el seno del SIFAR, el coronel y neofacista Renzo Rocca, De Lorenzo puso en marcha la guerra clandestina. La primera vez que
Rocca utilizó su ejército secreto fue para volar las oficinas de la DC y la
sede de varios periódicos, cargándole el mochuelo a la izquierda con la loable
intención desacreditar a comunistas y socialistas (Brozzu-Gentile,
1994: 77).
Como
el tiempo se encargaría de demostrar, De Lorenzo era un pájaro de cuenta.
Además de organizar el golpe, el espadón se convirtió en émulo de Edgar Hoover:
espiaba, por orden de Karamessines, a toda la clase dirigente italiana con el loable
propósito de chantajearlos en nombre del bien de la Patria. Se interesaba
especialmente en las relaciones extraconyugales, homosexuales y en la
prostitución con hombres o mujeres, es decir, en todo lo que permitiera tener a
las élites italianas agarradas «por las pelotas», como le gustaba decir a Hoover. Amenazándolos con sacar a la
luz pública informaciones comprometedoras, los servicios secretos pudieron
presionar durante años a políticos, eclesiásticos, hombres de negocios,
responsables sindicales, periodistas y magistrados. De Lorenzo llegó incluso a
instalar micrófonos en el Vaticano y en el Quirinale, permitiendo así a la CIA
escuchar y grabar las conversaciones hasta en las más altas esferas del poder
italiano.
El
25 de marzo de 1964, como el Gobierno Moro se mantenía mal que bien, De Lorenzo,
que, según puede leerse en el informe de la investigación senatorial de 1995
sobre Gladio, no se andaba con chiquitas, ordenó a sus huestes en la sombra «ocupar
a su señal las agencias gubernamentales, los principales centros de
comunicaciones, las sedes de los partidos de izquierda, los locales de las
publicaciones más favorables a la izquierda así como los edificios de la radio
y de la televisión. Las agencias de prensa debían ser tomadas únicamente
durante el tiempo necesario para destruir las rotativas e impedir la
publicación de los periódicos». Un clásico del golpe de Estado que De Lorenzo
insistió en que se realizara «con la mayor determinación y vigor posibles sin
dejar lugar a la vacilación o la duda», lo que finalmente logró, habida cuenta
de que según el citado informe, el jefe de los carabinieri consiguió que sus agentes actuaran «rabiosos y exaltados».
Recuerde, lector, a la olivácea cofradía de Tejero entrando en el Congreso un
23 de febrero.
Los
miembros de Gladio, a los que se había entregado una lista de varios centenares
de nombres de socialistas y comunistas, tenían orden de secuestrarlos a todos para
luego ponerlos a buen recaudo a Cerdeña, en donde gozarían de pensión completa en los barracones del
Centro de Entrenamiento para Sabotaje del SIFAR. En una atmósfera de gran
tensión, el ejército secreto se preparaba para entrar en acción.
El
14 de junio de 1964, De Lorenzo dio la orden de inicio y penetró en Roma con
blindados, camiones cargados de tropas, jeeps y lanzagranadas mientras que las
fuerzas de la OTAN realizaban en la región maniobras militares de gran
envergadura cuyo objetivo era intimidar al gobierno italiano. Astutamente, el
general preparó la demostración de fuerza en enmascarándola en el
desfile con el que se celebraba el 150 aniversario de la creación del cuerpo de
carabinieri. Ese día, en compañía del
presidente italiano Antonio Segni, fanático anticomunista y capitán
Araña de la operación Piano Solo, De Lorenzo se vistió su uniforme de gala, se cargó
el pecho de medallas y asistió radiante al desfile de las tropas. Los escamados
socialistas italianos notaron que, contrariamente a lo acostumbrado, tropas y tanques
no tomaron las
de Villadiego al terminar el desfile, sino que se mantuvieron cómodamente desplegados
en Roma durante todo el mes de mayo y parte del mes de junio de 1964.
Aldo Moro |
Pero
si alguien estaba escamado ante el inesperado picnic castrense, ese era el
primer ministro Aldo Moro, que llamó a capítulo al general De
Lorenzo. Si algo no hubo allí fueron la luz y los taquígrafos, pero es de suponer que aquella debió ser una más
que curiosa entrevista entre un primer ministro inerme y un general golpista que tenía en mente darle una patada en el
trasero para instaurar un régimen político más autoritario con un militar a la
cabeza, por supuesto. Sea como fuere, después de aquella entrevista los
socialistas abandonaron sus ministerios sin protestar y propusieron unos
representantes moderados para conformar el segundo gobierno de Aldo Moro. Los
partidos políticos comprendieron de pronto que podían ser expulsados del poder.
De producirse un vacío del poder debido a un fracaso de la izquierda, la única
alternativa habría sido un «gobierno de crisis», recordó años más tarde el
socialista Pietro Nenni, «y en el contexto político del país aquello hubiera
significado un gobierno de derechas»(Collins,
1976: 64). Así fue como se contrarrestó y se hizo fracasar los esfuerzos de
la primera coalición de izquierda, quizás el único intento real de proyecto
reformador en la Italia de postguerra.
La
revelación de la existencia de los ejércitos secretos provocó considerable
conmoción e impulsó una investigación parlamentaria que reveló la existencia de expedientes
muy documentados sobre las vidas de más de 157.000 ciudadanos. En julio de
1968, cuando iban a interrogar al coronel Renzo Rocca, quien había declarado
que estaba dispuesto a tirar de la manta, apareció muerto en su vivienda con una bala en la cabeza el día antes de su comparecencia. Un juez tan probo como incauto que trató de
aclarar el asesinato fue apartado del caso por sus superiores. Nunca más se
supo. Caso cerrado.
Al
declarar ante los investigadores, De Lorenzo se vio obligado a reconocer que
había conformado expedientes por orden de Estados Unidos, de la OTAN y del
Vaticano. La guerra secreta de la CIA quedaba, en cambio, fuera del campo de
investigación de los parlamentarios italianos. Después del escándalo, el SIFAR
fue rebautizado como SID y se confió su dirección al general Giovanni Allavena, otro fascista de tomo y lomo. El parlamento ordenó a De Lorenzo la destrucción de todos los expedientes
secretos. De Lorenzo se cuadró y aplicó la orden a rajatabla. Los destruyó pero tomando la
precaución de entregar copia a Karamessines y a Allavena, el
nuevo jefe de los servicios secretos. Todo un detalle de
inestimable valor que permitía controlar Italia desde adentro.
En
1966, Allavena fue reemplazado en sus funciones por el general Eugenio Henke,
pero no por ello renunció a la lucha anticomunista. En 1967 fue admitido en una
logia masónica anticomunista secreta llamada «Propaganda Due» (Conocida en
español como la logia P2), y le entregó a su Venerable [el jefe de la logia
P2], Licio Gelli, una copia de los 157.000 expedientes secretos.
[i] Según cuenta en su libro Honorable Men: My Life in the CIA
(p. 136) el que fuera director de la CIA entre 1973 y 1976 William Egan Colby.
[ii] Ginsborg, P. (2003) A History of Contemporary Italy: Society and Politics, 1943-1988.