La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera.
Mayor General Smedley D. Butler
A veces ocurre que estamos tan confundidos que no
sabemos muy bien dónde termina la verdad de nuestros sueños y comienzan las
mentiras de nuestra vida.
Vaya por delante que, como saben todos los que me conocen, no he votado a
Podemos. Tampoco se me puede tomar por militarista, porque a mí me ocurre lo que le sucedía a
George Brassens, que «la música militar nunca me supo levantar». Dicho esto, salgo
en defensa de un notable militante de Podemos y de un sobresaliente militar, el
ex teniente general Julio Rodríguez, quien fuera Jefe del Estado Mayor del
Ejército y cabeza de lista de la coalición Unidos Podemos por Almería en las
elecciones del 26 de junio.
Gracias a un audaz
discurso en el que se calificó como un soldado disciplinado y leal que
acude donde le mandan, y como un militar «pacifista y
antimilitarista», Julio Rodríguez levantó una considerable
polvareda, entre la que no faltó algún militar que, después de calificarlo de
traidor a la patria, le aconsejó que se
pegara un tiro.
El de Julio Rodríguez no es el único caso en el que alguien que ha dedicado
su vida a la milicia no abomina de su pasado pero rectifica cuando se da cuenta
de que las ideas, como el tiempo, mutan. En la página 18 de un libro impagable
(Por el bien del Imperio. Pasado
& Presente, 2011) el historiador Josep Fontana recordaba uno de los libros
más lúcidos acerca de la Guerra Fría –Washington
Rules. America’s Path to Permanent War. Metropolitan Books, 2010)- escrito
por Andrew Bacevich, un coronel de los Estados Unidos que, cuando pasó a la
zona oriental tras la caída del muro de Berlín, y vio con sus propios ojos cuál
era el lamentable estado del mundo enemigo contra el que había luchado «comenzó
a pensar en la posibilidad de que las verdades que había ido acumulando durante
los veintitrés años anteriores como soldado profesional –especialmente verdades
sobre la Guerra Fría y la política exterior de Estados Unidos- podían no ser
del todo verdaderas».
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Mayor General Smedley D. Butler (1881-1940) |
La cita de Bacevich, obtenida en la relectura veraniega del libro de Fontana, la he asociado inmediatamente con el caso más sonado de militar devenido en antimilitarista y líder pacifista, el del Smedley Darlington Butler, Mayor General del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos, que fue el capitán más joven y el militar más condecorado en la historia de los Estados Unidos, uno de los dos únicos Marines en recibir por heroísmo en combate dos medallas de Honor del Congreso, la más alta condecoración de su país. Fue, hasta su muerte en 1940, el oficial más popular entre las tropas.
Butler participó en muchas acciones en Cuba durante la guerra guerra contra España; en las Filipinas durante la guerra Filipino-Estadounidense; en China contra la levantamiento de los bóxers; en las guerras bananeras en Centro América, Honduras, Nicaragua; en la toma de Veracruz en México donde obtuvo su primera Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos durante la ocupación de la ciudad de 1914 en el contexto de la Revolución Mexicana; en la ocupación de Haití donde obtuvo la segunda medalla de Honor del Congreso; participó en la Primera Guerra Mundial y finalmente, nuevamente en China. Si se elaborara una lista de los militares estadounidenses más distinguidos en los campos de batalla, Butler ocuparía uno de los primeros lugares.
En Connecticut, el 21 de agosto de 1931, el general Butler pronunció un sorprendente discurso en el que denunció el carácter imperialista de las intervenciones en el extranjero de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Esta fue parte de su alocución:
«Pasé treinta y tres años y cuatro meses en el
servicio activo como miembro de la fuerza militar más eficaz de nuestra nación,
la Infantería de Marina. Presté mis servicios en todos los rangos de la
oficialidad, desde subteniente hasta mayor general… Durante ese periodo dediqué
la mayor parte de mi tiempo a ser un gánster de primera categoría al servicio de
las grandes empresas, de Wall Street y de los banqueros… En pocas palabras, fui
un chantajista, un matón, un pistolero a las órdenes del capitalismo… En
1924 ayudé a hacer que México, y especialmente Tampico, quedaran asegurados
para los intereses petroleros estadounidenses. Colaboré a hacer de Haití y Cuba
lugares apropiados para que los muchachos del National City Bank pudieran
obtener sus ingresos. Ayudé a violar a media docena de repúblicas
centroamericanas en beneficio de Wall Street. La lista de los atracos es larga.
Entre 1909 y 1912 ayudé a purificar Nicaragua para la firma bancaria
internacional Brown Brothers. En 1916, contribuí a que la República Dominicana sirviese
a los intereses azucareros estadounidenses. En 1903 ayudé a “enderezar” Honduras para las
compañías fruteras estadounidenses. En 1927, en China, colaboré a que la
Standard Oil obtuviera lo que deseaba sin ser molestada. Reuní… una abultada
cartera de intimidaciones y chantajes.
Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como gángster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como Marine, operé en tres continentes. El problema es que cuando el dólar americano gana apenas el seis por ciento, aquí se ponen impacientes y van al extranjero para ganarse el ciento por ciento. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera».
Tras analizar su propia experiencia militar, Butler denunció el
enriquecimiento de los proveedores de las fuerzas armadas, tema que un cuarto
de siglo después retomaría el presidente Eisenhower cuando denunció la nefasta
influencia del Complejo Industrial Militar sobre el Gobierno de Washington. Butler se convirtió en campeón del movimiento pacifista.
En 1935, el general Butler escribió War
is a racket (La guerra es una estafa) denunciando las guerras
contemporáneas como aventuras imperialistas en beneficio de Wall Street.
Propuso la idea que las fuerzas armadas deberían utilizarse preferentemente con
fines de defensa. Estados Unidos podría declarar guerras ofensivas sólo si hubieran
sido aprobadas en plebiscitos limitados, en los que únicamente votarían
aquellos que pudieran ser llamados a filas.
En el libro, Butler denunció el latrocinio que el Gobierno ejercía sobre
sus propios soldados, el negocio de los fabricantes de municiones y equipos que
vendían a ambos bandos durante la Primera Guerra Mundial, y propuso que los
ejércitos de Estados Unidos actuasen solamente en defensa de su propio
territorio mediante la drástica limitación de las distancias que podrían
movilizarse la Marina (200 millas) y la Aviación (500 millas) con respecto a la
línea costera estadounidense. De la misma manera, señaló que de no contar con
la aprobación del plebiscito limitado, las fuerzas terrestres no podrían
abandonar el territorio estadounidense.
El opúsculo de Butler fue publicado en Nueva York, en 1935, por la
editorial Round Table Press Inc. Les dejo una traducción que he preparado a partir del texto original obtenido en este
enlace.
LA GUERRA ES UNA
ESTAFA (WAR IS A RACKET)
Smedley Darlington Butler
Round Table Press Inc. New York,
1935.
© Traducción: Manuel Peinado Lorca, 25 de julio de 2016.
CAPÍTULOS
1. La guerra es una estafa
2. ¿Quién obtiene los beneficios?
3. ¿Quién paga las facturas?
4. ¡Cómo acabar con esta estafa!
5. ¡Al diablo con la guerra!
Capítulo 1
LA GUERRA ES UNA ESTAFA
La guerra es una estafa. Siempre lo ha sido.
Posiblemente es el tipo de estafa más antiguo, sobradamente el más
lucrativo, seguramente el más perverso. Es el único de alcance internacional.
Es el único en el que los beneficios se calculan en dólares y las pérdidas en
vidas humanas.
Creo que la mejor descripción de una estafa es algo que para la mayoría de
la gente no es lo que parece ser.
Solamente un pequeño grupo «enterado» sabe de qué se
trata. Se realiza para beneficio de los muy pocos a expensas de los muchos.
Gracias a la guerra un pequeño número de personas amasa fortunas enormes.
En la Primera Guerra Mundial un puñado de individuos recogió los beneficios
del conflicto. Durante esa Guerra Mundial, surgieron en Estados Unidos por lo
menos veintiún mil nuevos millonarios y multimillonarios.
Ese fue el número que admitió sus enormes y sangrientas ganancias en sus
declaraciones de Impuesto a la Renta. Nadie sabe cuántos otros millonarios,
surgidos de la guerra, falsificaron sus declaraciones.
¿Cuántos de estos millonarios surgidos de la guerra portaron un fusil sobre
sus hombros? ¿Cuántos de ellos cavaron una trinchera? ¿Cuántos de ellos
supieron lo que significó padecer hambre en un refugio subterráneo infestado de
ratas? ¿Cuántos de ellos pasaron noches de insomnio y pesadillas, evadiendo los
bombardeos, las esquirlas y las balas de las ametralladoras? ¿Cuántos de ellos
rechazaron una carga a la bayoneta del enemigo? ¿Cuántos de ellos resultaron
heridos o perecieron en el campo de batalla?
Como producto de la guerra, las naciones victoriosas conquistan nuevos territorios.
Simplemente se apoderan de él. El territorio recién capturado es rápidamente explotado
por unos pocos, los mismísimos pocos que destilaron dólares a partir de la
sangre vertida en la guerra. El pueblo paga la factura.
¿Y cuál es esa factura? La factura traduce una contabilidad terrible.
Lápidas recién colocadas. Cuerpos despedazados. Mentes destrozadas. Corazones y
hogares rotos. Inestabilidad económica. Depresión y todos los males relacionados.
Impuestos agobiantes durante generaciones y generaciones.
Durante muchos años, cuando era militar, tuve la sospecha que la guerra era
una estafa. Sólo cuando me retiré a la vida civil pude darme cuenta cabal de
ello. Hoy en día, cuando veo nuevamente poblarse el firmamento con las nubes de
la guerra internacional, debo enfrentarme a ella y hablar claro.
Otra vez [las naciones] están alineándose. Francia y Rusia se reunieron y
acordaron aliarse. Italia y Austria se apresuraron a llegar un acuerdo similar.
Polonia y Alemania se miraron con ojos de cordero y olvidaron por el momento su
disputa sobre el Corredor Polaco.
El asesinato del rey Alejandro de Yugoslavia complicó las cosas. Yugoslavia
y Hungría, enemigos acérrimos durante mucho tiempo, estuvieron a punto de
agredirse. Italia estaba lista para intervenir. Francia aguardaba. Igual hacía
Checoslovaquia. Todas estas naciones están olfateando la guerra. Pero no la
gente, no los que luchan y pagan y mueren; sólo aquellos que promueven las
guerras y permanecen seguros en sus casas a la espera de recibir los beneficios.
En el mundo de hoy existen cuarenta millones de hombres en armas y nuestros
estadistas y diplomáticos tienen la temeridad de decir que no se prepara una
guerra.
¡Maldita sea! ¿Acaso esos cuarenta millones de hombres están entrenándose
para ser bailarines?
En Italia, seguro que no. El Primer Ministro, Mussolini, sabe para qué se
les está adiestrando. Por lo menos él es sincero y habla claro. Hace pocos
días, el Duce escribió en International
Conciliation, una publicación de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional:
«Y sobre todo, el fascismo, al margen de las consideraciones políticas del
momento, cuanto más considera y observa el futuro y el desarrollo de la
humanidad no cree que la paz perpetua sea útil ni beneficiosa […] Únicamente la
guerra eleva toda la energía humana hasta alcanzar su máxima tensión y estampa
el sello de la nobleza sobre los pueblos que tienen el coraje de practicarla».
Sin duda, Mussolini quiere decir exactamente lo que dice. Su ejército bien adiestrado,
su gran aviación e, incluso, su marina están listos para la guerra; al parecer
están ansiándola. Así lo demuestra su reciente toma de posición, al lado de
Hungría, en el conflicto de ésta con Yugoslavia. Así lo evidencia también la rápida
movilización de sus tropas en la frontera austriaca tras el asesinato de
Dollfuss. En Europa hay otros más cuyo ruido de sables presagia la guerra más
pronto o más tarde.
Herr Hitler, con su Alemania rearmada y sus constantes demandas de más y
más armamento, constituye una amenaza similar, si no mayor, a la paz. Hace muy
poco tiempo, Francia aumentó el período del servicio militar para sus jóvenes
de un año a dieciocho meses.
Sí, las naciones se levantan en armas en todas partes. Los perros rabiosos
de Europa andan sueltos. Las maniobras son más sutiles en Oriente. En 1904,
cuando combatieron Rusia y Japón, le dimos un puntapié a nuestros antiguos
amigos rusos y apoyamos a Japón. Por entonces, nuestros muy generosos banqueros
internacionales estaban financiando a Japón. Ahora la tendencia es a envenenarnos
[la mente] contra los japoneses. ¿Qué significa para nosotros la política de «puertas abiertas» con China? Nuestro
comercio con China es aproximadamente de noventa millones de dólares anuales.
¿Y las Filipinas? En treinta y cinco años hemos gastado cerca de seiscientos
millones de dólares en Filipinas y tenemos allí inversiones privadas–mejor
dicho, las tienen nuestros banqueros, industriales y especuladores– que valen
menos de doscientos millones de dólares.
Para salvar ese comercio de cerca de noventa millones de dólares con China,
o para proteger esas inversiones privadas de menos de doscientos millones de
dólares en Filipinas, debemos instigar el odio contra Japón e ir a la guerra,
una guerra que bien pudiera costarnos decenas de miles de millones de dólares,
centenares de miles de vidas de estadounidenses, y muchos más centenares de
miles de hombres físicamente mutilados y mentalmente desequilibrados.
Por supuesto, habría un beneficio que compensaría tales pérdidas: las
fortunas que serían amasadas. Se acumularían millones, miles de millones de
dólares. Para algunos. Los fabricantes de municiones. Los banqueros. Los
armadores de buques. Los fabricantes. Los enlatadores de carne. Los
especuladores. A ellos les iría bien.
Sí, ellos se están preparando para otra guerra. ¿Por qué no deberían
hacerlo? La guerra paga elevados dividendos.
Pero, ¿genera beneficios para las masas? ¿En qué beneficia a los hombres
que resultan muertos? ¿En qué beneficia a los hombres que resulten mutilados?
¿En qué beneficia a sus madres y hermanas, a sus esposas y a sus novias? ¿En
qué beneficia a sus hijos? ¿En qué beneficia a cualquier persona, excepto los
muy pocos para quienes la guerra significa enormes beneficios?
Sí, ¿y en qué beneficia a la nación?
Veamos nuestro propio caso. Hasta 1898 no poseíamos una pizca de territorio
fuera del continente norteamericano. En aquella época nuestra deuda nacional ascendía
a un poco más de mil millones de dólares. Entonces adoptamos una mentalidad «internacional». Olvidamos, o
dejamos de lado, el consejo del Padre de nuestro país. Nos olvidamos de la
advertencia de Washington sobre «alianzas
[internacionales] enrevesadas». Fuimos a la
guerra. Adquirimos territorio en el exterior.
Al final de la [Primera] Guerra
Mundial, como resultado directo de nuestros manejos en asuntos internacionales,
nuestra deuda nacional había pasado a ser más de veinticinco mil millones de
dólares. Nuestra balanza comercial total durante el período de veinticinco años
fue favorable en veinticuatro mil millones de dólares, aproximadamente. Por lo
tanto, sobre una base puramente contable, nos fuimos atrasando poco a poco, año
por año. Sin las guerras, ese comercio exterior bien pudo haber sido nuestro.
Para el estadounidense promedio, que paga las facturas, hubiera sido más
barato (por no decir más seguro) permanecer al margen de los embrollos
extranjeros. Para muy pocos esta estafa –como la de fabricar o vender licor de
contrabando y delitos similares del mundo del hampa– trae beneficios fantásticos.
Sin embargo, el costo de las operaciones siempre se transfiere a la gente, la
que no obtiene beneficios.
Capítulo 2
¿QUIÉN OBTIENE
LOS BENEFICIOS?
La [Primera] Guerra Mundial –deberíamos decir más bien nuestra breve
participación en ella– ha costado a los Estados Unidos unos cincuenta y dos mil
millones de dólares. Calculemos. Eso significa cuatrocientos dólares por cada
hombre, mujer y niño estadounidense. Todavía no hemos pagado esa deuda. La
estamos pagando, nuestros hijos la pagarán y, probablemente, los hijos de
nuestros hijos todavía tengan que pagar el costo de esa guerra.
Los beneficios normales de un negocio en los Estados Unidos son seis, ocho,
diez y, a veces, hasta doce por ciento. Pero los beneficios en tiempo de
guerra, ¡ah! eso es otra cosa: veinte, sesenta, cien, trescientos y hasta mil
ochocientos por ciento. El cielo es el límite. Todo lo que la situación
permita. El Tío Sam tiene el dinero. Obtengámoslo de él.
Por supuesto, esto no se expone tan crudamente en tiempo de guerra. Subyace
en los discursos acerca del patriotismo, el amor al país, y la necesidad que «todos arrimemos el
hombro». No obstante, las ganancias aumentan prodigiosamente y se las embolsan sin
problemas. Examinemos algunos ejemplos: Consideremos a nuestros amigos los Du Fonts,
los fabricantes de pólvora. ¿Recientemente no declaró uno de ellos, ante un
Comité del Senado, que su pólvora fue la que ganó la guerra? ¿Que ella fue la
que salvó el mundo para la democracia? ¿O algo parecido? ¿Cómo les fue a los Du
Fonts en la guerra? Eran una empresa patriótica.
Bien, en el período 1910-1914,
el promedio anual de ganancias de los Du Fonts fue de seis millones de dólares.
No era mucho, pero los Du Fonts supieron vivir con él y salir adelante.
Examinemos ahora el promedio de beneficios anuales durante los años de la
guerra, de 1914 a 1918. ¡Su beneficio anual ascendió a cincuenta y ocho
millones de dólares! Casi diez veces la media de épocas normales, sin olvidar
que los beneficios de las épocas normales eran bastante buenos. Un aumento en
las ganancias de más del novecientos cincuenta por ciento.
Examínese el caso de una de nuestras pequeñas empresas siderúrgicas que tan
patrióticamente dejaron de lado la fabricación de rieles, vigas y puentes para
producir material de guerra. Bien, sus ganancias anuales en el período
1910-1914 promediaron los seis millones de dólares. Luego vino la guerra. Y,
como ciudadanos leales, la Bethlehem Steel pasó rápidamente a producir
municiones.
¿Crecieron sustancialmente sus beneficios o dejaron que el Tío Sam
hiciera su agosto? Bien, su promedio anual de beneficios en el período
1914-1918 fue de ¡cuarenta y nueve millones de
dólares! Consideremos el caso de la United States Steel. Los beneficios anuales
normales durante el período de cinco años previo a la guerra fueron de ciento
cinco millones de dólares. Llegó la guerra y los beneficios se dispararon. El
promedio anual de beneficios del período 1914-1918 fue de doscientos cuarenta
millones de dólares. No está nada mal.
Esos son algunos ejemplos de los beneficios en los sectores del acero y de la
pólvora. Analicemos otras industrias. La del cobre, quizá. Al cobre siempre le
va bien en tiempos de guerra.
Anaconda, por ejemplo. Su promedio de ganancias anuales en los años
anteriores a la guerra, es decir, entre 1910 y 1914, fue de diez millones de
dólares. Durante los años de la guerra, 1914-1918, los beneficios anuales
pasaron a ser treinta y cuatro millones de dólares.
O el caso de la Utah Cooper. Entre 1910 y 1914, el promedio anual de beneficios
ascendió a cinco millones de dólares. Durante el período de la guerra saltó a
un beneficio medio anual de veintiún millones de dólares.
Agrupemos esas cinco empresas con tres compañías más pequeñas. El total de
los promedios de beneficios anuales en el período anterior a la guerra
(1910-1914) ascendió a 137.480.000 dólares. Entonces llegó la guerra. El
promedio de beneficios anuales de este grupo se elevó súbitamente a 408.300.000
dólares.
Un pequeño aumento en los beneficios de aproximadamente doscientos por
ciento.
¿La guerra paga? Les pagó a ellos. Pero no son los únicos. Hay otros más.
Examinemos la industria del cuero.
En el período de tres años anterior a la guerra, los beneficios totales de
la Central Leather Company ascendieron a tres millones y medio de dólares, esto
es, aproximadamente 1.167.000 dólares anuales. Bien, en 1916 la Central Leather
Company arrojó beneficios de quince millones y medio de dólares, un pequeño
aumento del 1.100 por ciento. Eso es todo. Durante los tres años anteriores a
la guerra, la General Chemical Company registró una media anual de beneficios
de algo más de ochocientos mil dólares. Llegó la guerra y los beneficios
crecieron a doce millones de dólares, un salto del mil cuatrocientos por cien.
La International Nickel Company –recuerde el lector que no puede haber
guerra sin níquel– registró un aumento en sus beneficios anuales de un modesto
promedio de cuatro millones de dólares a 73.500.000 dólares. ¿No está nada mal,
no? Un aumento superior al mil setecientos por cien.
La American Sugar Refining Company obtuvo una media de doscientos mil
dólares anuales en los tres años anteriores a la guerra. En 1916 registró un beneficio
de seis millones de dólares.
Leamos lo que dice el Documento del Senado No. 259. El sexagésimo quinto
Congreso informa sobre las ganancias empresariales y los ingresos del gobierno.
Toma en consideración los beneficios obtenidos durante la [Primera] Guerra
[Mundial] por 122 empacadores de carne, 153 fabricantes de algodón, 299
fabricantes de ropa, 49 plantas siderúrgicas y 340 productores de carbón. Los
beneficios inferiores al veinticinco por ciento fueron muy raros. Por ejemplo,
durante la guerra las compañías del carbón declararon un beneficio de sus reservas
de capital de entre el cien y el 7.856 por ciento. Los empacadores de Chicago
duplicaron y triplicaron sus ganancias.
Y no nos olvidemos de los banqueros que financiaron esta gran guerra. Si hay
algunos que recibieran lo mejor de los beneficios, esos fueron los banqueros. Como
eran considerados consorcios y no empresas, no tenían por qué informar a sus
accionistas. Sus beneficios fueron tan secretos como inmensos. No sé cómo los
banqueros amasaron sus millones y sus miles de millones, porque esos pequeños
secretos nunca llegan a ser públicos, ni siquiera ante una comisión
investigadora del Senado.
Pero a continuación
describiré la manera cómo algunos de los otros industriales y especuladores
patriotas se las apañaron para obtener beneficios de la guerra.
Consideremos las empresas del calzado. Les gusta la guerra. Significa
negocios con beneficios extraordinarios, anormales. Obtuvieron beneficios
enormes exportando a nuestros aliados. Quizá, al igual que hicieron los
fabricantes de municiones y armamento, también vendieron su producto al
enemigo. Es que un dólar es un dólar, venga de Alemania o de Francia. Pero, de
igual manera, también les fue bien con el Tío Sam. Por ejemplo, vendieron
treinta y cinco millones de pares de botas de servicio, de ésas con la suela
claveteada. Había cuatro millones de soldados. La proporción era de ocho pares
y algo más por soldado. Durante la guerra mi regimiento sólo recibió un par de
botas por soldado. Probablemente, algunas de aquellas botas existan todavía.
Era un buen calzado. Pero cuando la guerra terminó, el Tío Sam contaba con un
sobrante de veinticinco millones de pares de botas. Compradas y pagadas. Las
ganancias registradas y cobradas por adelantado.
Sin embargo, quedaba mucho cuero sin usar. Así que la gente del cuero
vendió a su Tío Sam centenares de miles de sillas de montar McClellan para la
caballería. ¡El problema era que no había caballería estadounidense en
ultramar! Claro, alguien tenía que deshacerse de ese cuero. Alguien tenía que
obtener beneficios de él, así que tuvimos muchas de esas sillas de montar
McClellan. Probablemente todavía las tengamos.
De igual forma, alguien tenía montones de malla para mosquiteros. Vendieron
a tu Tío Sam veinte millones de mallas de mosquiteros para que la usaran los
soldados en ultramar. Supongo que se esperaba que los soldados se las colocaran
encima mientras intentaban dormir en trincheras enlodadas, con una mano
rascándose las espaldas llenas de piojos y la otra toreando a ratas
escurridizas. Pues bien, ¡ninguna de esas mallas de mosquitero llegó a Francia!
De cualquier manera, estos creativos fabricantes se aseguraron que ningún
soldado se quedara sin su malla de mosquitero, por lo que le vendieron al Tío
Sam otros cuarenta millones de yardas más de malla de mosquitero.
Se obtuvieron beneficios bastante buenas con las mallas de mosquitero en
esos días de la guerra, sobre todo si se tiene en cuenta que no había mosquitos
en Francia. Supongo que si la guerra hubiera durado un poquito más, los
emprendedores fabricantes de malla para mosquiteros habrían vendido a tu Tío
Sam un par de cargamentos de mosquitos para introducirlos en Francia, de manera
que se comprasen más mallas para mosquiteros.
Los fabricantes de aviones y de motores también pensaban que debían obtener
sus justas recompensas de guerra. ¿Por qué no? Todos los demás estaban
recibiendo las suyas. Así que el Tío Sam gastó mil millones de dólares
–cuéntenlos si viven lo suficiente– en construir aviones y motores de aviones
¡que nunca despegaron! Ni un avión, ni un motor de los comprados con esos mil
millones de dólares, entró en combate en Francia. A pesar de ello, los
fabricantes obtuvieron pequeñas beneficios del treinta, cien, o quizá
trescientos por ciento.
El coste de fabricación de la ropa interior para los soldados era de
catorce centavos y el Tío Sam pagó de treinta a cuarenta centavos, un pequeño y
reconfortante beneficio para el fabricante. Todos los fabricantes de medias,
uniformes, gorras y cascos de acero, todos sin excepción, obtuvieron su tajada.
¿Por qué, cuando terminó la guerra, unos cuatro millones de equipos
–mochilas y las cosas que van dentro de ellas– abarrotaban los almacenes en
este lado [del Atlántico]? Hoy están siendo desechadas porque han cambiado las
regulaciones sobre lo que debe ser su contenido. Sin embargo, los fabricantes
recibieron sus beneficios de tiempos de guerra y harán lo mismo la próxima vez.
Durante la guerra surgieron muchas ideas brillantes para obtener beneficios.
Un patriota muy versátil vendió al Tío Sam doce docenas de llaves de
cuarenta y ocho pulgadas. Eran llaves muy bonitas. El único
problema era que sólo había una tuerca lo bastante grande que requiriese este
tipo de llave. Era del tamaño de la tuerca que sujetaba las turbinas en las
cataratas del Niágara. Bien, después de que el Tío Sam comprara las llaves y el
fabricante se embolsara los beneficios, las llaves se subieron en camiones y fueron
paseadas por todo Estados Unidos a la búsqueda de encontrarles alguna utilidad.
La firma del armisticio fue un golpe demoledor para el fabricante de las
llaves. Estaba a punto de comenzar a fabricar algunas tuercas que encajaran con
las llaves. Una vez fabricadas, planeaba venderlas a tu Tío Sam.
Otro tuvo la brillante idea que los coroneles no deberían trasladarse ni en
automóviles ni a caballo. Probablemente alguien haya visto el retrato de Andy
Jackson moviéndose en una calesa. Bien, para el uso de los coroneles se le vendieron
al Tío Sam ¡seis mil calesas! No se utilizó ni una. Pero el fabricante de
calesas saco su tajada de la guerra.
Los constructores de buques pensaron que algo les debería tocar también a
ellos. Construyeron muchos buques que produjeron grandes beneficios. Por un
valor superior a los tres mil millones de dólares. Algunas de las naves estaban
bien construidas. Sin embargo, se construyeron buques hechos de madera, por un
valor de seiscientos treinta y cinco millones de dólares que ¡jamás flotaron!
Las juntas de las cuadernas se abrieron y las naves se hundieron. Sin embargo,
pagamos por ellas. Alguien se embolsó los beneficios.
Estadísticos, economistas e investigadores han estimado que la guerra le costó
a tu Tío Sam cincuenta y dos mil millones de dólares. De esa suma, treinta y
nueve mil millones se gastaron durante los años que duró la guerra. Ese gasto
rindió dieciséis mil millones de dólares en beneficios. Así fue como veintiún
mil personas llegaron a ser millonarias y multimillonarias. Ese beneficio de
dieciséis mil millones de dólares no debe ser tomado a la ligera. Es una suma
bastante considerable. Fue a parar a manos de muy pocos.
A pesar de sus sensacionales revelaciones, el comité Nye del Senado,
encargado de investigar la industria de las municiones y sus beneficios en
tiempo de guerra, apenas arañó la superficie. Incluso así, ha surtido algún
efecto. «Durante algún tiempo» el Departamento de Estado ha venido estudiando
métodos para mantener [a EEUU] fuera de la guerra. De pronto, el Departamento
de Guerra dice que tiene un plan maravilloso por presentar. La Administración
nombra a un Comité para limitar los beneficios en tiempos de guerra, un Comité
integrado por los Departamentos de Guerra y Marina, hábilmente representados
bajo la presidencia de un especulador de Wall Street.
No se conoce a cuánto
ascendería ese límite. Humm.
Posiblemente los beneficios de trescientos,
seiscientos y mil seiscientos por ciento de aquellos que con la [Primera]
Guerra Mundial transformaron sangre en oro serían limitados a alguna cifra
inferior. Sin embargo, al parecer el plan no establece ninguna limitación para
las pérdidas, es decir, las pérdidas de los que luchan en la guerra. Por lo que
he podido comprobar, no existe nada en el esquema que limite la pérdida de un
soldado a sólo un ojo, o un brazo, o para limitar sus heridas a una, dos o
tres. O para limitar la pérdida de vidas.
Aparentemente, no hay nada en este esquema que disponga que no más del doce
por ciento de un regimiento deba ser herido en combate, o que no más del siete
por ciento de una división deba perecer en la guerra.
Por supuesto, no se puede incomodar al Comité con minucias tan insignificantes.
Capítulo 3
¿QUIÉN PAGA LAS FACTURAS?
¿Quién aporta los recursos para pagar los beneficios, esos simpáticos y
modestos beneficios del veinte, cien, trescientos, quinientos y mil ochocientos
por ciento? Los pagamos todos nosotros con nuestros impuestos.
Les pagamos sus ganancias a los banqueros cuando compramos Liberty Bonds al precio de cien dólares cada uno, y
se los vendemos tiempo después a ellos mismos en ochenta y cuatro u ochenta y
seis dólares. De esta manera, los banqueros terminan recibiendo de nosotros más
de cien dólares. Era una sencilla manipulación. Los banqueros controlan los
mercados de valores. Para ellos era fácil disminuir el precio de esos bonos.
Frente a esta caída, todos nosotros –es decir, la gente– nos asustamos y
vendimos los bonos en ochenta y cuatro u ochenta y seis dólares. Los banqueros
los compraron. Acto seguido, esos mismos banqueros estimularon un alza, de
resultas del cual los bonos se cotizaron a la par y, finalmente, se vendieron
por encima de su valor original de cien dólares. De esta manera, los banqueros obtuvieron
sus ganancias.
No obstante, la verdad es que el soldado paga la mayor parte de la factura.
Si usted no lo cree, visite los cementerios estadounidenses ubicados en los
campos de batalla del extranjero. O visite cualquiera de los hospitales para
veteranos de guerra en los Estados Unidos. En una gira por el país, que llevo a
cabo cuando escribo estas líneas, he visitado dieciocho hospitales federales
para veteranos. En ellos hay un total aproximado de cincuenta mil hombres destrozados,
hombres que eran lo mejor de la nación hace dieciocho años. El altamente
calificado cirujano principal del hospital federal de Milwaukee, donde se
encuentran internados tres mil ochocientos de estos muertos vivientes, me contó
que la mortalidad entre los veteranos es tres veces mayor que la de aquellos
que [no fueron a la guerra y] permanecieron en sus casas.
Muchachos comunes y corrientes fueron sacados de campos, oficinas, fábricas
y aulas y llevados a filas. Allí fueron moldeados y reconstruidos; se les lavó
el cerebro para que considerasen el asesinato como la orden del día. Colocados
hombro a hombro y mediante la psicología de masas, fueron completamente
transformados. Los utilizamos por un par de años y los entrenamos para no
pensar en otra cosa que en matar o en morir.
Luego, repentinamente, los dimos de baja y les hablamos de la necesidad de que
hicieran otro «lavado de cerebro». Esta vez tendrían
que hacer su propia readaptación, sin psicología de masas, sin ayuda ni
asesoría de oficiales y sin propaganda a escala nacional. No los necesitábamos
más. Los dispersamos sin ningún discurso de «tres minutos» ni ningún desfile
del «Liberty Loan». En la práctica, muchos, demasiados, de estos
excelentes jóvenes están mentalmente destruidos, porque no pudieron realizar
por su propia cuenta el “lavado de cerebro” final.
En el hospital federal de Marion, Indiana, mil ochocientos de estos jóvenes
están encerrados. Quinientos de ellos están en barracas, con rejas y alambradas
de acero colocadas alrededor de los edificios y las entradas. Estos jóvenes han
sido mentalmente destrozados. Ya ni parecen seres humanos. ¡Si pudieran ver las
expresiones de sus rostros! Físicamente están en forma; mentalmente, están idos.
Existen miles y miles de estos casos, y más y más llegan a cada momento.
Los jóvenes no pueden adaptarse al cambio que representa pasar de la enorme
excitación de la guerra a la repentina desaparición de la misma.
Ésa es una parte de la factura. Es demasiado para los muertos; ellos ya
pagaron su parte de los beneficios de la guerra. También es demasiado para los
heridos mental y físicamente: están pagando en estos momentos su parte de las ganancias
de la guerra.
Pero también pagaron otros. Pagaron con la congoja, cuando se separaron de
sus hogares y de sus familias para vestir el uniforme del Tío Sam, del que
otros obtuvieron una ganancia. Pagaron otra parte en los campos de
entrenamiento, donde estuvieron acuartelados y se ejercitaron mientras otros
los reemplazaban en sus trabajos y en los lugares que ocupaban en las vidas de
sus respectivas comunidades. Pagaron en las trincheras, donde mataron y resultaron
muertos; donde estuvieron días sin comer y donde durmieron en el fango, el frío
y la lluvia, escuchando como horrible canción de cuna los gemidos y los gritos
de los moribundos.
Sin embargo, no se olviden que el soldado también pagó parte de la factura
en efectivo, en dólares y centavos.
Hasta la guerra de Estados Unidos contra España teníamos un sistema de salarios;
los soldados y los marinos luchaban por dinero. Durante la Guerra Civil a los
soldados se les pagaban primas en efectivo, en muchos casos recibidas antes que
entraran en servicio. El Gobierno [Federal] o los estados, pagaban hasta mil
doscientos dólares por recluta. En la guerra de Estados Unidos contra España se
pagaban recompensas en efectivo. Cuando capturábamos alguna nave, todos los
soldados recibían su parte. Al menos eso es lo que se suponía. Sin embargo, se
descubrió que se podía reducir el costo de las guerras reteniendo y guardando
todo el dinero de las recompensas, pero reclutando igualmente al soldado. De
esta manera, los soldados no podrían regatear por su fuerza de trabajo.
Cualquier otro podría hacerlo, pero no el soldado.
Una vez dijo Napoleón que «los hombres viven
enamorados de las condecoraciones… Definitivamente las anhelan».
Así que desarrollando el sistema napoleónico –el negocio de las medallas–
el gobierno aprendió que podría conseguir soldados por menos dinero, porque a
los jóvenes les gustaba ser condecorados. Hasta la Guerra Civil no se otorgaron
medallas. Fue entonces que se creó la Medalla de Honor del Congreso. Ello hizo
que las levas fueran más fáciles. Después de la Guerra Civil no se concedieron
nuevas medallas hasta la guerra de Estados Unidos contra España.
En la [Primera] Guerra Mundial usamos la propaganda para hacer que los
jóvenes aceptaran enrolarse. Se les hizo sentir avergonzados si no se alistaban
en el ejército.
Tan perversa era esta propaganda de guerra que hasta se incluyó a Dios en
ella. Con pocas excepciones, nuestros sacerdotes se sumaron al clamor de matar,
matar, matar. Matar a los alemanes. Dios está de nuestro lado… Es Su voluntad
que matemos a los alemanes.
En Alemania, los buenos pastores convocaron a los alemanes a matar aliados…
para complacer al mismo Dios. Era parte de la propaganda general, diseñada para
hacer que la gente sea consciente de la guerra y consciente del asesinato.
Enviados al exterior a morir, nuestros jóvenes fueron subyugados por
hermosos ideales. [La Primera Guerra Mundial] iba a ser «la guerra para
acabar con todas las guerras». Era «la guerra para
hacer que el mundo fuera seguro para la democracia». Cuando marchaban
[hacia los campos de batalla], nadie les mencionó, que su marcha y su muerte en
la batalla traerían consigo enormes beneficios. Nadie les dijo a estos soldados
estadounidenses que podían ser alcanzados por balas fabricadas en los Estados
Unidos por sus propios hermanos. Nadie les dijo que los buques en los cuales
iban a cruzar el océano podían ser torpedeados por submarinos construidos con
patentes de los Estados Unidos. Sólo se les dijo que iban a participar en una «gloriosa aventura».
En estas condiciones, atiborrados de patriotismo hasta el cuello, se
decidió que también ayudaran al pago de la guerra. Fue así como les asignamos
el gran sueldo de treinta dólares mensuales. Todo lo que tenían que hacer para
recibir esta generosa suma era dejar a sus seres queridos, renunciar a sus
trabajos, tumbarse en trincheras pantanosas, comer conservas enlatadas (cuando
pudieran conseguirlas) y matar y matar y matar… y ser matados.
¡Pero espere! La mitad de ese sueldo –apenas un poco más de lo que ganaban
diariamente, seguros en sus casas, un remachador de astillero o un obrero de
fábrica de municiones– fue deducida puntualmente para sostener a quienes
dependían de ellos, de manera que no se convirtieran en cargas para la
comunidad. Luego les hicimos pagar seis dólares mensuales correspondientes al
seguro de riesgo de guerra, contribución que en un estado civilizado paga el
empleador. Le quedaban menos de nueve dólares al mes.
Entonces tuvo lugar la mayor de las injurias: al obligarle a comprar Liberty
Bonds, el soldado fue virtualmente obligado, bajo amenazas, a pagar su propia
munición, ropa y alimento. A la mayoría de soldados no les quedaba dinero alguno
el mismo día de la paga.
Les hicimos comprar Liberty Bonds al precio de cien dólares. Cuando
regresaron de la guerra y no pudieron encontrar trabajo se los compramos a
ochenta y cuatro u ochenta y seis dólares. ¡Los soldados compraron bonos por un
valor cercano a los dos mil millones de dólares! Sí, el soldado paga la mayor
parte de la factura. Sus familiares también pagan. Pagan sufriendo la misma congoja
que él. Conforme él sufre, ellos sufren. En las noches, mientras el soldado
está tendido en las trincheras y observa la metralla estallar a su alrededor,
ellos, en sus casas, se acuestan en sus camas y su padre, su madre, su esposa,
sus hermanas, sus hermanos, sus hijos y sus hijas se revuelven insomnes.
Cuando el soldado regresa a casa sin un ojo, o sin una pierna, o con la
mente destrozada, ellos también sufren, igual o a veces más que él. Sí, y ellos también
contribuyeron con sus dólares a los beneficios obtenidos por los fabricantes de
municiones, banqueros, armadores, fabricantes y especuladores. También ellos
compraron Liberty Bonds y contribuyeron a las ganancias de los banqueros
después del Armisticio, gracias a la tramposa manipulación de los precios de
los Liberty Bonds.
Y aún ahora las familias de los soldados heridos, de los mentalmente
destrozados y de los que nunca pudieron readaptarse por sí mismos siguen
sufriendo y siguen pagando.
Capítulo 4
¡CÓMO ACABAR CON ESTA ESTAFA!
Bien. Es una estafa. Estamos de acuerdo.
Unos pocos obtienen beneficios y la mayoría paga. Hay una manera de detener
esta estafa. No con conferencias de desarme. No con discursos sobre la paz
pronunciados en Ginebra. No con resoluciones de grupos bien intencionados pero
nada prácticos. Sólo se puede detener la estafa y sólo puede ser eliminada definitivamente
si se logra que no puedan obtenerse beneficios de la guerra.
La única manera de acabar con esta estafa es reclutar al capital, a la
industria y al trabajo antes que los jóvenes de la nación sean llamados a
filas. Un mes antes de que se pueda alistar a estos, el Gobierno debería llamar
a filas al capital, a la industria y al trabajo. Reclutemos para el ejército a
los funcionarios, directores y altos ejecutivos de las empresas productoras de
armamento, siderúrgicas, fábricas de municiones, armadores navales, fabricantes
de aviones, productores de todas esas otras cosas que proporcionan beneficios
en tiempo de guerra, banqueros y especuladores, y asignémosles el salario de
treinta dólares mensuales, la misma paga que reciben los jóvenes de las
trincheras.
Hagamos que los trabajadores de esas fábricas reciban los mismos salarios
–todos los trabajadores, todos los presidentes, todos los ejecutivos, todos los
directores, todos los gerentes y todos los banqueros– sí, y todos los generales
y todos los almirantes y todos los oficiales y todos los políticos y todas las
autoridades gubernativas electas por el voto popular– ¡que cada persona en la
nación reciba como máximo un ingreso mensual neto que no exceda lo pagado al soldado en las trincheras!
Obliguemos
a que todos esos reyes, magnates y amos de los negocios y todos esos
trabajadores de la industria y todos nuestros senadores y gobernadores y los
alcaldes destinen la mitad de su salario mensual de treinta dólares a sostener
a sus familias, que paguen el seguro de riesgo de guerra y compren Liberty
Bonds.
¿Por qué no?
Ellos no corren el riesgo de morir, de ser mutilados o de ver sus mentes destrozadas.
No duermen en trincheras fangosas. No pasan hambre. ¡Los soldados sí!
Concédase a los capitalistas, industriales y trabajadores treinta días para
pensarlo y nos encontraremos con que no habrá guerra al final de ese plazo. Así
se aplastará la estafa de la guerra, así y nada más que así.
Quizá sea demasiado optimista. Los capitalistas todavía tienen algún poder.
Por ello, no permitirán que se elimine la posibilidad de obtener beneficios de
la guerra hasta que el pueblo –aquellos que sufren y pagan la factura– perciba
que las autoridades elegidas por el voto popular deben obedecer el mandato
popular y no a la voluntad de los que se aprovechan de la guerra para obtener beneficios.
Otro paso necesario en la lucha por acabar con la estafa de la guerra es la
realización de un plebiscito limitado para decidir si se debe declarar la
guerra. Sería un plebiscito que no incluiría a todos los votantes, sino
únicamente a los que podrían ser llamados a luchar y morir. No tendría mucho
sentido dejar votar en un plebiscito sobre si la nación debe ir o no a la
guerra al presidente de setenta y seis años de edad de una fábrica de
municiones, al director afectado de pies planos de una firma bancaria
internacional, o al gerente bizco de una empresa fabricante de uniformes, todos
ellos seducidos al soñar con las tremendas ganancias a obtener en
caso de guerra. Ellos nunca serán llamados a empuñar un fusil, a dormir en una
trinchera o a morir. Sólo aquellos que puedan ser alistados para poner en
riesgo sus vidas por el país deberían tener el privilegio de votar para decidir
si la nación debe ir a la guerra.
Existen muchos precedentes para limitar la votación a los afectados. Muchos
de nuestros estados han establecido restricciones sobre quiénes pueden votar.
En la mayoría de los estados, antes de poder votar, es necesario que el elector
sepa leer y escribir. En algunos estados deben tenerse propiedades.
Anualmente, los jóvenes que lleguen a la edad militar deberían registrarse
en sus localidades –como hicieron en los reclutamientos durante la [Primera]
Guerra Mundial– y ser examinados físicamente. Los declarados aptos para que en
caso de guerra pudieran ser llamados a empuñar las armas serían los únicos que
podrían votar en el plebiscito. Ellos deberían ser los únicos con poder de
decisión y no el Congreso, en el que pocos de sus miembros están en edad
militar y menos todavía en condiciones físicas de empuñar las armas. Solamente
los que pueden sufrir deberían tener derecho a votar.
Un tercer paso en la tarea de acabar con la estafa de la guerra es
asegurarnos que nuestras fuerzas militares sean verdadera y únicamente fuerzas
para la defensa.
En cada sesión del Congreso resurge la discusión sobre asignaciones
presupuestarias adicionales para la Marina. Los almirantes de Washington,
apoltronados en sillas giratorias –siempre hay muchos– son cabilderos muy
astutos. Y son inteligentes. No proclaman que «necesitamos muchos
acorazados para hacer la guerra a esta o aquella nación». No.
En primer
lugar, declaran que Estados Unidos está amenazado por una gran potencia naval.
Luego, los almirantes informarán que la gran flota de este enemigo imaginario
atacará repentinamente y aniquilará a nuestros ciento veinticinco millones de
habitantes. Algo parecido a eso. A continuación comenzarán a exigir una escuadra
más grande. ¿Para qué? ¿Para combatir al enemigo? No. No, qué va. Para
propósitos de defensa solamente...
Sólo de paso, como el que no quiere la cosa, anuncian maniobras en el
Pacífico... Para la defensa... Ya, ya.
El Pacífico es un gran océano. Tenemos un extenso litoral a lo largo del
Pacífico. ¿Serán las maniobras a doscientas o a trescientas millas de la costa?
No. Las maniobras serán a dos mil, sí, quizá incluso a tres mil quinientas
millas de la costa.
Por supuesto, el japonés, pueblo orgulloso, estará indescriptiblemente
feliz de ver a la flota de Estados Unidos tan cerca de las costas niponas. Tan
contentos como lo estarían los residentes de California si percibieran, a
través de la niebla matutina, la presencia de la flota japonesa efectuando maniobras
de guerra en las afueras de Los Ángeles.
Habría que tomar en consideración que las naves de nuestra marina deberían estar
limitadas por ley, específicamente, a permanecer dentro de las doscientas
millas de distancia de nuestra costa. De haber existido esa ley en 1898, el Maine nunca se hubiera desplazado al
puerto de La Habana. Nunca hubiera sido explosionado. No hubiera habido guerra
con España ni la pérdida de vidas asociada a ella. En opinión de los expertos,
doscientas millas es un amplio espacio para propósitos defensivos.
Nuestra nación no puede comenzar una guerra ofensiva si sus naves tienen
prohibido navegar más allá de las doscientas millas de la línea costera. A los
aviones habría que permitirles volar hasta quinientas millas de la costa con
fines de reconocimiento. Por su parte, el ejército nunca debería traspasar los
límites territoriales de nuestra nación.
Resumamos. Deben darse tres pasos para acabar con la estafa de la guerra.
Debemos eliminar la posibilidad de obtener beneficios de la guerra.
Debemos permitir a la juventud que empuñará las armas decidir si debe o no
haber guerra.
Debemos limitar nuestro esfuerzo militar a la estricta defensa del país.
Capítulo 5 ¡AL DIABLO CON LA GUERRA!
No soy tan tonto como para creer que la guerra sea cosa del pasado. Sé que
la gente no quiere guerra, pero es inútil pensar que no podamos ser empujados a
otro conflicto bélico.
Mirando retrospectivamente, Woodrow Wilson fue reelegido presidente en 1916
sobre la base de una promesa electoral según la cual él «nos había mantenido
fuera de la guerra» y con la promesa implícita que él «nos mantendría
fuera de guerra». A pesar de ello, cinco meses después Wilson pidió
al Congreso que declarara la guerra a Alemania.
En ese intervalo de cinco meses no se le preguntó al pueblo si había
cambiado de opinión. A los cuatro millones de jóvenes que se pusieron los
uniformes y marcharon o navegaron no se les preguntó si querían salir del país
para sufrir y morir.
Cabe preguntar, ¿qué hizo que nuestro gobierno cambiara de idea tan de
repente? Dinero.
Debe recordarse que una comisión de los países aliados llegó [a Estados
Unidos] poco antes de la declaración de guerra y visitó al presidente. Éste
convocó a un grupo de asesores. El presidente de la comisión habló. Despojado
de su lenguaje diplomático, esto es lo que expresó al presidente y a su grupo: «No es necesario que
continuemos engañándonos a nosotros mismos. La causa de los aliados está
perdida. Ahora les debemos a ustedes (a los banqueros estadounidenses, a los
fabricantes estadounidenses de municiones, a los manufactureros estadounidenses,
a los especuladores estadounidenses, a los exportadores estadounidenses) cinco
o seis mil millones de dólares.
Si perdemos –y sin la ayuda de Estados Unidos debemos perder– nosotros,
Inglaterra, Francia e Italia, no podremos pagar ese dinero… y Alemania no lo
hará.
Así que…»
Si en el caso de las negociaciones de guerra el secreto hubiese sido
proscrito legalmente, si se hubiese invitado a la prensa a estar presente en
esa conferencia, o si la radio hubiese estado allí para difundir el contenido
de las conversaciones, Estados Unidos nunca hubiera entrado en la [Primera]
Guerra Mundial. El problema fue que esa conferencia, como todas las discusiones
relacionadas con la guerra, estuvo envuelta en el mayor secreto.
Cuando nuestros jóvenes fueron enviados a la guerra se les dijo que era «una guerra para
hacer al mundo seguro para la democracia” y que era “una guerra para terminar
con todas las guerras».
Pues bien, dieciocho años después, el mundo tiene menos democracia que
entonces. Además, ¿qué nos incumbe si Rusia o Alemania o Inglaterra o Francia o
Italia o Austria viven en democracia o son monarquías? ¿Si son fascistas o
comunistas? Nuestro problema es preservar nuestra propia democracia.
Y muy poco se ha logrado como para asegurarnos que la [Primera] Guerra
Mundial fuera realmente la guerra para terminar con todas las guerras.
Sí, hemos tenido conferencias de desarme y conferencias para la limitación
de armamentos. No significan nada. Una acaba de fracasar; los resultados de
otra se han anulado. Enviamos a estas conferencias a nuestros militares de
carrera, a nuestros marinos, a nuestros políticos y a nuestros diplomáticos. ¿Y
qué sucede? Los militares de carrera y los marinos no quieren el desarme.
Ningún almirante quiere estar sin buque. Ningún general quiere estar sin mando
efectivo. En ambos casos se trata de hombres sin trabajo. Ellos no apoyan el
desarme.
No pueden estar de acuerdo con la limitación de armamentos. Y en todas
estas conferencias se encuentran al acecho, en el fondo, pero todopoderosos,
siempre los mismos, los siniestros agentes de aquellos que obtienen beneficios
de la guerra. Ellos se encargan que estas conferencias no desarmen ni limiten
seriamente el armamento.
El principal objetivo de las potencias participantes en cualquiera de estas
conferencias no ha sido la de alcanzar el desarme para prevenir la guerra, sino
conseguir más armamento para la guerra y menos armamento para cualquier enemigo
potencial.
Sólo existe una forma de desarmarse con alguna apariencia de viabilidad.
Consiste en que todas las naciones se reúnan y conviertan en chatarra cada
buque, cada cañón, cada fusil, cada tanque y cada avión de guerra.
Incluso aunque esto fuera posible en su totalidad, no sería suficiente.
La próxima guerra, según los expertos, no será librada con acorazados,
artillería, fusiles o pistolas. La lucha se llevará a cabo con sustancias
químicas y gases letales. Secretamente cada nación está estudiando y
perfeccionando nuevos y más terribles medios de aniquilar masivamente a sus
enemigos.
Sí, se seguirán construyendo buques, porque los armadores deben
obtener sus beneficios. Se seguirán fabricando pistolas y se seguirá
produciendo pólvora y fusiles, porque los fabricantes de municiones deben mantener
sus enormes ganancias. Y los soldados, por supuesto, deben vestir uniformes,
porque sus fabricantes también deben obtener sus beneficios de la guerra.
Pero la victoria o la derrota serán determinadas por la habilidad e
inventiva de nuestros científicos. Si los ponemos a trabajar produciendo gas
venenoso y más y más instrumentos diabólicos de destrucción, mecánicos y
explosivos, les faltará tiempo para el trabajo constructivo de edificar una
mayor prosperidad para todos los pueblos. Aplicándolos en este trabajo útil,
todos podremos ganar más dinero de la paz que de la guerra, inclusive hasta los
fabricantes de municiones.
Por eso… proclamo, ¡AL DIABLO CON LA GUERRA!