Mientras que escribo estas
líneas, al lado de mi casa, en el Paraninfo de la Universidad en la que
trabajo, los Reyes entregan el Premio Cervantes al escritor mexicano Fernando
del Paso. Ausente ahora de la ceremonia, puedo imaginarla con todo detalle. He sido
testigo de once de ellas, primero como miembro del equipo rectoral de la
Universidad (1986: Buero Vallejo; 1987: Carlos Fuentes; 1988: María Zambrano;
1989: Augusto Roa Bastos; 1990: Adolfo Bioy Casares; 1991: Francisco Ayala).
Más tarde, en mi etapa como alcalde, me tocó sentarme en la mesa de presidencia
junto al rey Juan Carlos (2000: Francisco Umbral; 2001: Álvaro Mutis; 2002:
Jiménez Lozano; 2003: Gonzalo Rojas). Por pura afición, me las apañé para
asistir a las ceremonias en las que se entregó el Cervantes a Rafael Alberti
(1983), Mario Vargas Llosa (1994), José Hierro (1998), Jorge Edwards (1999), Antonio
Gamoneda (2006) y Juan Gelman (2007). Conocerlos y poder hablar con ellos fue
todo un privilegio. La ceremonia, qué quieren que les diga, un tostón.
Este año es una conmemoración
especial, pues se cumplen 400 años desde el día de la muerte de Miguel de Cervantes. Murió el hombre, pero el escritor sigue vivo en sus libros. No hay libro
tan malo que no encierre cosa buena, decía el bachiller Sansón Carrasco, y eso aunque
algunos de ellos solo sirvan –como pensaba Moratín- como sustitutos de la
cachiporra o del pisapapeles. No es el caso, ni cabe tal, cuando se trata de
Cervantes, al que releo estos días mientras vienen a mi recuerdo aquellas
palabras de Alfonso II de Aragón: <<Los libros son, de entre mis
consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la ambición les
impiden decirme lo que debo hacer>>.
Y es que la obra de don Miguel de
Cervantes sigue siendo una fuente inagotable de la que fluyen relecturas que
parecen siempre nuevas y amenas, reflexiones e interpretaciones de lo que
significan sus diálogos, sus ambientes y sus personajes, principalmente los que
en prodigioso retablo de caracteres pueblan El Ingenioso Hidalgo don Quijote de
la Mancha. Como dejó escrito el intelectual mexicano Alfonso Reyes: <<A
fuerza de releer este libro y apropiárnoslo en cierto modo, nos vamos
envalentonando y nos entran ganas de descubrir el Mediterráneo por nuestra
cuenta, y valga ello lo que valiere>>.
Como decía Max Aub, uno llega a
la conclusión de que en cualquier lector interesado de El Quijote hay un
conferenciante en ciernes, siempre prendido de Cervantes y de su inmortal
personaje. Cervantes y Alonso Quijano parecen muchas veces ser el mismo, la
cara de una moneda en la que aparece una figura universal, don Quijote, en cuya
cruz luce un personaje típicamente nacional, Sancho Panza. <<No he podido
yo contravenir a la orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra a su
semejante”, escribe Cervantes en las primeras líneas de El Quijote, para
culminar, casi en las últimas, diciendo de él y de su personaje “los dos somos
para el uno>>.
Cervantes y don Quijote son la
culminación del creador literario y del personaje creado. Las ideas, como lo
personajes, navegan por el mundo como navíos en busca de piloto. Cervantes ha
sido el mejor de ellos, el mejor navegante de un mundo de sueños que es, sobre
todo, real. Encontrado por su autor, don Quijote encarna mejor que ninguna otra
creación literaria el espíritu de una época de esplendor –la de los Austrias
españoles- cuyo lastimoso fin Cervantes supo mejor que nadie intuir. Don
Quijote es hombre de libro y espada, y, por tanto, prototipo de la transición
renacentista entre la oscuridad medieval de los libros de caballerías, a los
que alocadamente se aferra, y el espíritu de la Reforma que apenas se esboza en
el horizonte de una España fecunda en lo espiritual pero arruinada en lo
material.
Pero don Quijote no me parece,
como piensan muchos, arquetipo del español sino figura humana en la que se
encarna la España del cenit imperial. Don Quijote –quizás sin saberlo el propio
Cervantes- es España luchando por unos ideales muertos, metida en empresas tan
descabelladas como gloriosas. Don Quijote desfacedor de entuertos y redentor de
galeotes, arquetipo de una España redentora de infieles, luz del mundo, imperio
en el que nunca se ponía el sol, por más que las hambrunas y la peste asolaran
el solar ibérico. Un solar como La Mancha, telón de fondo por donde se mueven
las fantasías cervantinas trocadas en las demencias de un hidalgo que son las
locuras de la propia España.
No hubo, ni hay, ni probablemente
habrá, un escritor español que se pueda comparar con Cervantes. Ningún otro ha
podido ni siquiera acercarse a la magnitud heterogénea de su obra tanto en
prosa como en verso. Si el día de mañana, por cualquier causa, se borrara de la
faz de la tierra toda la literatura española de los siglos XVI y XVII, bastaría
con la obra de don Miguel para reconstruirla por entero. Escribió la mejor
novela, la mejor tragedia, las mejores novelas cortas, los mejores entremeses y
algunos de los mejores sonetos jamás escritos en español. No hay, pues,
hipérbole alguna en ese verso de Cervantes que reza <<Yo el soneto
compuse que así empieza, / por honra principal de mis escritos: / Voto a Dios
que me espanta esta grandeza>>.
La grandeza de Cervantes es tal
que la literatura española no sería la misma sin El Quijote. Hay un antes del
Quijote en la literatura española que es poco, con ser mucho; hay un después
del Quijote que lo es todo. Mutílese la literatura inglesa de Romeo, de Hamlet
o de Shylock y seguirá siendo lo que es; anúlese a Fausto o a Werther y la
germana no cambiará; bórrese a Gargantúa, al Avaro o al Misántropo de los
anales de la francesa y continuará brillando con esplendor. No puede hacerse lo
mismo con don Quijote y aún con Sancho, porque la literatura en lengua hispana
no sería lo que es.
Y más todavía, porque no puede
entenderse la novela moderna sin entender El Quijote. Con este libro Cervantes
abrió un camino cuyo fin no se intuye, una senda desde la que han surgido las
múltiples veredas de la creación novelística universal. En El Quijote están
todos y cada uno de los vericuetos por los que ha transcurrido la novela en
cualquier lengua. De la misma forma que Descartes y Galileo están en Einstein,
en Bohr o en Pasteur, Cervantes está en Joyce, en Faulkner o en los ensoñadores
universos tropicales de García Márquez, de Miguel Ángel Asturias o de José
Eustasio Rivera. Cervantes abrió una puerta por la que han surgido, bulliciosas
e incontenibles, las mil y una ramas de la invención literaria que, llámense
como se llamen, estén escritas en prosa o en verso, encontrarán en la obra
cervantina su origen y su insuperable cima.
Se cumplen 400 años que Cervantes
pusiera <<pie en el estribo con las ansias de la muerte>>. Es un buen
momento para volver a leer su obra, en la seguridad de que cada lector
encontrará en ella lo que dejó escrito don Miguel en otro de sus sonetos: <<Yo
he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno, / en
cualquier sazón, en todo tiempo>>.