Woodrow Wilson |
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La llegada de Woodrow Wilson ala
Casa Blanca en 1913 fue un perfecto ejemplo
de la frase de Victor Hugo «Nada es más poderoso que una idea a la que le llegó
su momento». Y es que la llegada a la presidencia de ese antiguo rector de
Princeton es, junto con la de Abraham Lincoln y la de Franklin Delano
Roosevelt, una de las grandes divisorias de la historia norteamericana. Pero más
allá de las reformas políticas, fiscales e institucionales que impulsó Wilson,
su presidencia estuvo marcada por la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.
Aunque el estruendo de las armas calló hace más de noventa años, cientos de cementerios de rectilíneas e inacabables filas de blancas lápidas, solemnes hitos funerarios, lúgubres memoriales presididos por banderas siempre a media asta, llameantes túmulos dedicados al soldado desconocido y una infinidad de libros de registro hábilmente caligrafiados por cuidadosos pendolistas militares custodian la memoria de los millones de muertos cuya sangre se mezcló con las aguas del Somme y del Marne, tiñendo de rojo el lodo de las laberínticas trincheras de Flandes, Champagne o Verdún. En Ypres, junto a la puerta de Menen, por donde cada día salían miles de soldados aliados hacia los campos de batalla, una enorme lápida lleva esculpidos los nombres de los 55.000 soldados que murieron en los arrabales de la ciudad.
La llegada de Woodrow Wilson a
Aunque el estruendo de las armas calló hace más de noventa años, cientos de cementerios de rectilíneas e inacabables filas de blancas lápidas, solemnes hitos funerarios, lúgubres memoriales presididos por banderas siempre a media asta, llameantes túmulos dedicados al soldado desconocido y una infinidad de libros de registro hábilmente caligrafiados por cuidadosos pendolistas militares custodian la memoria de los millones de muertos cuya sangre se mezcló con las aguas del Somme y del Marne, tiñendo de rojo el lodo de las laberínticas trincheras de Flandes, Champagne o Verdún. En Ypres, junto a la puerta de Menen, por donde cada día salían miles de soldados aliados hacia los campos de batalla, una enorme lápida lleva esculpidos los nombres de los 55.000 soldados que murieron en los arrabales de la ciudad.
General John J. Pershing |
El comandante en jefe de las tropas estadounidenses,
el general John J. Pershing –un veterano militar que nunca había mandado un
Cuerpo de Ejército, pero que había labrado su prestigio y curtido sus posaderas
combatiendo a los apaches en los cantiles de las montañas Chiricahuas, cargando
al frente del 6º de Caballería contra los sioux en las praderas de Dakota, peleando con los navajos a la sombra de los
oteros de Monument Valley, y persiguiendo infructuosamente a Pancho Villa por
las trochas y veredas de la
Sierra Madre Occidental- desplegó más de un millón de jóvenes
norteamericanos en dos gigantescas batallas, la campaña de St. Mihiel, del 12
al 16 de septiembre, y la ofensiva de Meuse-Argonne, lanzada el 26 de ese mismo
mes. Cuando poco después, el 11 de noviembre de 1918, se firmó el armisticio, Pershing,
que como cadete distinguido comandó la Guardia de Honor de West Point que cargó con el
féretro del presidente Ulysses S. Grant, debió sentir sobre sus hombros el
enorme peso de firmar el “enterado” en el parte de bajas de las tropas
americanas caídas en combate: un registro de 112.432 nombres de militares
estadounidenses precedieron a su firma.
Álvaro Obregón, Pancho Villa y Pershing |
Confirmando que, como decía
Kipling, «la primera víctima de la guerra es la verdad», la lista de caídos que
rubricaba Pershing era una ficción. En dos libros publicados en 2004, pero que
ahora recuperan plena vigencia (The great influenza. Penguin Group; The Great Influenza: the Epic Story of the
Deadliest Plague in History. Viking),
el experto en salud y habitual colaborador en el New York Times John M. Barry narra la enorme catástrofe sanitaria que
la epidemia de gripe de 1918 provocó en los campos de entrenamiento por los que
pasaron casi dos millones de reclutas norteamericanos antes de su traslado a
las trincheras europeas. La censura bélica ocultó la muerte de decenas de miles
de esos militares, entre los que se encontraban dos soldados rasos, Roscoe
Vaughn y James Downs, que prestarían el mejor servicio a su patria ochenta años
después. Pero esa es ya otra historia, que recuperaré gracias a Senderos de Gloria.