jueves, 12 de junio de 2014

1918: La gripe no era española

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Como en un remedo macabro del cuento Pedro y el Lobo, tras la aparición del conato de gripe aviar de 2001, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en 2005 del riesgo elevado de aparición de una pandemia mundial de gripe que estaría derivada de la cepa vírica aviar denominada H5N1, un virus que tras diezmar las poblaciones avícolas de varios países asiáticos y africanos, se propagó por todo el mundo inoculado en aves silvestres migratorias para afectando a personas y a algunos mamíferos domésticos, como el cerdo. El riesgo de una nueva y mortal pandemia se debió a la recombinación de ese virus aviar con alguno de los virus relativamente inocuos que circulan habitualmente por la población humana. Muchos ciudadanos quedaron desagradablemente sorprendidos al conocer que existían virus gripales compartidos por humanos y animales, resucitando en la memoria colectiva la mal llamada “gripe española", una terrible epidemia que provocó millones de muertos en la segunda década del pasado siglo.

En un libro de muy recomendable lectura –El extraño caso de los ratones moteados y otros ensayos sobre ciencia– el inmunólogo y Premio Nobel de Medicina Peter B. Mendawar acuñó una inmejorable definición de los virus: «Un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias». Eso son exactamente los virus, unos entes biológicos inertes e inofensivos cuando están aislados pero que, cuando se introducen en un hospedante adecuado, cumplen sobradamente el papel que les confiere la denominación de virus, nombre latino de veneno, entre cuyos mortíferos efectos se cuentan la rabia, la viruela, el SIDA, ciertos cánceres como el de útero, la peste bubónica, la poliomielitis, la fiebre amarilla, algunas formas de hepatitis, y varios tipos de herpes y de gripes.  

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Carentes de cualquier tipo de estructura celular que no sea su propia cadena de genes (tan limitada como la del virus del SIDA, compuesta solo por diez genes), la verdadera dimensión letal vírica se manifiesta cuando se adueñan del material genético de una bacteria o de una célula animal o vegetal, y lo utilizan para producir cantidades fantásticas del propio virus y para alterar el sistema inmunológico de su anfitrión provocando en él alteraciones fisiológicas y metabólicas fatales, que se transmiten fácilmente a través de la tos o del estornudo.

Ningún medio de comunicación ni ninguna autoridad habían advertido de lo que fuimos conociendo a medida que avanzaba 2009: la aparición de una virulenta epidemia de gripe porcina. La falta de noticias o de avisos oficiales se debía a una de las características más inquietantes de los virus: su capacidad para aparecer súbitamente de una forma nueva y sorprendente, antes de esfumarse con la misma rapidez con que aparecieron. El problema es que entre su irrupción en escena y su mutis por el foro los virus dejan un escenario catastrófico de enfermedad y muerte.  

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La gripe porcina, la más letal de las epidemias víricas que han afectado a las personas, es una vieja conocida en el tétrico universo de las patologías humanas. Más conocida como “gripe española" o “la gran pesadilla", su irrupción en 1918 provocó en un bienio un número de muertos superior a los 50 millones, colocándose así a la cabeza de las pandemias mortíferas que han asolado la historia de la humanidad. El número exacto de víctimas es desconocido por varios factores, entre los que se cuentan los falsos diagnósticos, la ausencia de estadísticas y de registros médicos adecuados en aquella época y la coincidencia temporal de la enfermedad con la Primera Guerra Mundial, varios millones de cuyas víctimas se debieron más a los efectos gripales que a los artefactos bélicos.

Aquella gran guerra mató a 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina hizo lo mismo en cuatro meses. Aunque la guerra no causó la gripe, la proximidad de los cuarteles y su intrínseca promiscuidad, la debilidad de los sistemas inmunes de los soldados motivada por la tensión del combate y los ataques químicos, junto con los movimientos masivos de tropas ayudaron a su difusión.  

Gracias a los trabajos del patólogo del ejército norteamericano Jeffery K. Taubenberger (Emergency Infectious Disease, 12; 2006), de cuyas investigaciones me ocupé en la entrada anterior y me ocuparé en las siguientes, sabemos que el 80% de las bajas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por la gripe. Observada por primera vez el 4 de marzo de 1918 en Fort Kinley, Kansas, entre soldados norteamericanos que esperaban acuartelados su traslado a Europa, la gripe se expandió rápidamente entre las tropas, un millón de cuyos efectivos fueron trasladados a Francia con la indeseada consecuencia de que a las pocas semanas el virus ya había invadido el Viejo Continente, para distribuirse después por todo el mundo a través de los buques y de los soldados repatriados. 

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Por eso, los negros trazos de la ruta mortífera dejaron su huella en el mapa bélico de los aliados: en la India murieron 17 millones de personas, aproximadamente el 5% de la población de aquella época, un porcentaje letal que ascendió al 22% en el seno del ejército hindú. En Estados Unidos, casi el 28% de la población padeció la enfermedad y los muertos superaron los 650.000. En Gran Bretaña murieron 200.000; en Francia más de 400.000. En Alaska y Sudáfrica pueblos enteros fueron borrados del mapa. En Australia fallecieron alrededor de diez mil personas; de allí la enfermedad saltó a las islas del Pacífico meridional: en las Islas Fiji falleció el 14% de la población en sólo dos semanas, y en Samoa Occidental el 22%.

En un artículo publicado en el número 47 de la revista Clinical Infectious Diseases, científicos de la Universidad de Barcelona publicaron los devastadores efectos de la enfermedad en España, en donde la mortalidad superó el cuarto de millón, prácticamente el 1,5% de la población total de España en ese bienio. La mortalidad se concentró (75% de los casos) en el periodo septiembre-noviembre de 1918. La elevada mortalidad supuso que la población de España tuviese un crecimiento neto negativo en 1918, un hecho solo repetido durante la Guerra Civil de 1936.

Introducida en la Península Ibérica gracias al tránsito de jornaleros españoles y portugueses que se desplazaban masivamente para trabajar en los campos franceses cercanos a los campamentos militares, la gripe fue en aquel bienio la gran noticia en España, un país neutral en la Primera Guerra Mundial que no censuró la publicación de los informes sobre la enfermedad y sus consecuencias. Debido a la censura de prensa existente como consecuencia de las operaciones militares en curso durante la gran contienda europea, y a pesar de que nada tuvo que ver en el origen norteamericano de la pandemia, la gripe recibió el nombre de “española" ya que en las informaciones de la época nuestro país parecía ser el único afectado.

No era así y el general John J. Pershing, comandante en jefe de las tropas estadounidenses desplegadas en las trincheras europeas de la Primera Gran Guerra, lo sabía. Me ocuparé de ello en la próxima entrada.