Cuando apenas despuntaba el siglo XIX, Alexander Wilson, un excelente poeta y un notable ornitólogo estadounidense, observó como una bandada de palomas silvestres norteamericanas (Ectopistes migratorius) oscurecía el cielo durante más de cuatro horas. Estimó que esa bandada se componía de más de dos mil millones de aves y tendría casi cuatrocientos kilómetros de longitud por uno y medio de ancho.
Unos años después, otro ornitólogo estadounidense, el gran naturalista John James Audubon, comprobó la veracidad de los que había observado Wilson. Abrumado por lo que había visto, escribió:
«Desmonté, me senté en una colina y empecé a marcar con el lápiz, haciendo un punto por cada bandada que pasaba. En poco tiempo comprobé que la tarea que había emprendido era inútil ya que las aves pasaban en gigantescas multitudes. Comprobé que había anotado 163 bandadas en veintiún minutos. Me fui de allí cuando el cielo estaba literalmente cubierto de palomas, la luz del medio día se oscureció como en un eclipse, las heces de las aves caían como copos de nieve y el zumbido constante de las alas me abrumaba. Antes del atardecer llegué a Louisville (…). Las palomas seguían pasando en números inimaginables y continuaron haciéndolo durante tres días seguidos».
En un continente aún por colonizar, los inmensos espacios abiertos y vírgenes con alimentos siempre disponibles y un vuelo rápido para ir en su búsqueda, eran el secreto de una especie cuyas poblaciones representaban el 40% de todas las aves de Norteamérica. Durante el invierno, las palomas se distribuían por toda la parte oriental de Norteamérica, dispersas por cualquier lugar al este de las Montañas Rocosas.
Pero durante la temporada de anidación todas las palomas distribuidas por esa vastísima región de unos ocho millones de kilómetros cuadrados se desplazaban de forma coordinada a la zona de anidación, situada exclusivamente en los alrededores de los estados actuales de Nueva York, Pensilvania y Ohio. Allí era donde los estupefactos habitantes veían como cada otoño las palomas oscurecían el cielo y formaban colonias de cría de hasta 150 millones de individuos. Las estimaciones de la población total (cinco mil millones) superaban con creces a la de la humanidad en todo el mundo, lo que hacía de ellas el vertebrado más abundante de la superficie terrestre.
El 24 de marzo de 1900, un muchacho de 14 años, Press Clay Southworth, armado con una carabina de aire comprimido vagabundeaba cerca de su pueblo natal, Sargents, Ohio, cuando vio una paloma posada sobre las ramas de un roble centenario. Apuntó, disparó y la mató. Ese fue el último registro conocido de una paloma que las sociedades ornitológicas americanas consideraban ya extinguida. La paloma silvestre norteamericana había desaparecido para siempre. ¿Cómo pudo una especie que alguna vez fue tan abundante en Norteamérica extinguirse en tan sólo unas pocas décadas? La respuesta es el ser humano. Las razones principales de la extinción de esta especie, como la de tantas otras, fueron la cacería comercial sin control y la pérdida de hábitats y reservas alimenticias a medida que los bosques se talaban para dar paso a granjas y poblados.
Las palomas silvestres tenía una carne muy sabrosa y a lo largo del siglo XIX se desarrolló toda una industria alrededor de la explotación de su carne; con sus plumas se hacían buenos almohadones y se utilizaban mucho como fertilizante. Las mataban con facilidad porque viajaban en bandadas gigantescas y anidaban en colonias largas y estrechas. Las abundantísimas bandadas atravesando las llanuras de Estados Unidos en su migración anual hacia el sur permitían a los cazadores disparar casi a ciegas asegurándose cobrar piezas. A principios de 1858, la cacería en masa de palomas silvestres se volvió un gran negocio. Se utilizaron escopetas, fuego, trampas, artillería e incluso dinamita. También se les asfixiaba quemando paja o azufre debajo de sus reposaderos. Con la llegada del ferrocarril y del telégrafo, se daba la voz de alarma cuando se avistaban grandes masas de palomas y llegaban cazadores de muchos kilómetros a la redonda. En 1878, un cazador profesional de palomas silvestres norteamericanas ganó 60.000 dólares matando a tres millones de aves en sus territorios de anidamiento cerca de Petoskey, Michigan.
En 1878 sólo quedaban cincuenta millones de individuos y en 1890 apenas quedaban poblaciones. En 1896, la última gran colonia reproductiva, unas 250.000 aves, fue localizada cerca de Bowling Green, Ohio, no lejos de Mammoth Cave. Los cazadores fueron notificados por telégrafo y todas, excepto unas cinco mil aves que lograron escapar, fueron abatidas. A principios de la década de 1900 la cacería comercial cesó ya que sólo quedaban unos cuantos miles de aves. La recuperación de la especie era imposible debido a que ponían un huevo por nido. Poco a poco, la paloma se extinguió. La última paloma silvestre conocida, una hembra llamada Martha en honor a Martha Washington, murió en el zoológico de Cincinnati en 1914. Su cuerpo disecado se encuentra en el Museo Smithsonian de Washington DC.
Parecen cosas del pasado que hoy no podrían ocurrir, pero no es así. El despiadado castigo a la naturaleza sigue siendo una constante del comportamiento humano. De acuerdo con el informe de Evaluación de los Ecosistemas del Milenio de 2012, «en los últimos cincuenta años los seres humanos han transformado los ecosistemas más rápidamente, más extensamente y más profundamente que en ningún otro período de la historia de la humanidad [...]. Esto ha resultado en una pérdida sustancial y, en gran medida, irreversible de la diversidad de la vida en la Tierra».
El ritmo de extinción de especies no tiene parangón. Cada extinción tiene su propia historia y sus propias causas. La extinción de especies no es una novedad, la novedad es la nueva “sexta extinción” a la que estamos asistiendo. En los últimos 500 millones de años ha habido cinco extinciones masivas que barrieron de la faz de la Tierra una parte sustancial de los seres vivos que la habitaban. La más grave ocurrió hace 245 millones de años cuando perecieron casi el 95% de los animales y plantas. La última gran extinción tuvo lugar hace 65 millones de años, cuando desaparecieron los dinosaurios y con ellos tres cuartas partes del resto de especies de seres vivos.
Pero hay una característica que diferencia el momento actual de las anteriores extinciones. Antes podíamos buscar las causas en factores climáticos o geológicos o en forma de meteorito. Sin embargo, la sexta extinción a la que asistimos tiene un único promotor: el hombre y sus actividades destructivas. De hecho, se estima que en los últimos cincuenta años hemos provocado la desaparición de unas 300.000 especies.
Y si seguimos como hasta ahora, a finales del siglo XXI habremos terminado con la mitad de las especies que pueblan el planeta. Según la FAO, el 60% de los ecosistemas mundiales están degradados o se utilizan de manera insostenible; el 75% de las poblaciones de peces están sobreexplotadas o significativamente agotadas, y desde 1990 se ha perdido el 75% de la diversidad genética de los cultivos mundiales. Aproximadamente trece millones de hectáreas de selva tropical se talan cada año y el 20% del arrecife de coral mundial ha desaparecido ya, mientras que el 95% correrá peligro de desaparición o daño extremo en 2050 si no se consigue frenar el cambio climático.
Muchos biólogos consideran que la acelerada y extinción planetaria que estamos causando es más grave que la disminución del ozono en la estratosfera y el calentamiento del globo ya que está ocurriendo con mayor rapidez y es irreversible. Reducir esta enorme pérdida de diversidad biológica de la Tierra, proteger los hábitats silvestres en todo el mundo, y restablecer las especies a cuya grave disminución hemos contribuido, son emergencias planetarias que debemos atender cuanto antes.