En la entrada anterior, que era la primera parte de este artículo, escribí que una de las manifestaciones más evidentes del cambio global son las alteraciones climáticas producidas por el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero desde la era industrial. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU calcula que, si se duplica la concentración de CO2 en la atmósfera del planeta en este siglo, es probable que la superficie de la Tierra se caliente entre 2 y 4,5 ºC. Sin embargo, los expertos advierten que la temperatura del planeta podría aumentar significativamente más de 4,5 ºC, según algunos de los pronósticos.
Incluso un aumento de la temperatura de “tan sólo” 3 ºC, previsión que algunos científicos califican de bastante conservadora, supondría volver a la temperatura que teníamos en la Tierra hace tres millones de años, en el Plioceno. El mundo de entonces era muy distinto al que conocemos hoy, como podría testimoniar el primer homínido reconocible, el Australopithecus, que apareció en ese período en el que abundaban mastodontes, gonfoterios, gliptodontes y tigres de dientes de sable.
Previsiones, dirá usted. Realidades también. Los efectos del cambio climático en tiempo real están erosionando con gran virulencia a la economía en distintas regiones del planeta. Sólo el coste en daños a la economía estadounidense de los huracanes Katrina, Rita, Ike y Gustav se estima en más de 100.000 millones de dólares. Inundaciones, sequías, incendios voraces, tornados y otros fenómenos meteorológicos extremos han diezmado ecosistemas en todo el mundo, han destruido la producción agrícola y las infraestructuras, han ralentizado la economía global y han ocasionado hambrunas y migraciones de millones de seres humanos.
Las tres grandes alternativas para buscar una verdadera sostenibilidad de la especie humana en el planeta son bien conocidas: 1) reducir la demanda de recursos; 2) desarrollar soluciones tecnológicas que puedan mitigar nuestros impactos; 3) adoptar medidas que, inicialmente, ralenticen el crecimiento demográfico y, eventualmente, lo reviertan. Todo indica que tales medidas correctoras están fallando estrepitosamente, de manera que hay que tomar buena nota de lo que la naturaleza sigue haciendo gratuitamente por el Homo sapiens, tan ocupado en castigarla. Una de esas medidas correctoras naturales son los sumideros, el ejemplo más claro de los servicios que nos prestan los ecosistemas.
Se conoce como sumidero todo sistema o proceso por el que se extrae de la atmósfera un gas o gases y se almacena. Todo el mundo sabe que las plantas emiten CO2 cuando respiran por la noche y lo absorben cuando, a la luz del sol, realizan la fotosíntesis. Las plantas emplean el proceso fotosintético para convertir el CO2 en azúcares, empleando éstos en su metabolismo básico y en la formación de tejidos. Las plantas no sólo ciclan el CO2 sino que, ocultas a la vista, sus raíces son capaces de almacenarlo y retenerlo, disminuyendo así la tasa de acumulación de gas carbónico en la atmósfera.
En 1992, la preocupación de la comunidad internacional por el cambio climático impulsó la creación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. El objetivo fundamental de la Convención era la “estabilización de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera a un nivel que impida una interferencia antropógena peligrosa en el sistema climático”. Desde esa perspectiva, lo deseable sería el de un mundo con emisiones de CO2 limitadas, de conformidad con la meta internacional de estabilizar las concentraciones atmosféricas de gases de efecto invernadero.
Una vez más, el deseo no se corresponde con la realidad. Al actuar con nuestro irracional comportamiento, al mismo tiempo que emitimos gases contaminantes destruimos los ecosistemas naturales, los pulmones que deberían oxigenar el aire y almacenar el CO2, de modo que el desequilibrio se acentúa. Además, casi todos los escenarios del uso de energía mundial prevén un aumento sustancial de las emisiones de CO2 a lo largo de este siglo si no se adoptan medidas específicas para mitigar el cambio climático. También pronostican que el suministro de energía primaria seguirá dominado por los combustibles fósiles hasta, al menos, mediados de siglo. La magnitud de la reducción de emisiones necesaria para estabilizar la concentración atmosférica de CO2 dependerá tanto la línea de base, es decir, del nivel de las emisiones futuras, como del objetivo perseguido para la concentración de CO2 a largo plazo: cuanto más bajo sea el objetivo de estabilización y más altas sean las emisiones de la línea de base, mayor será la reducción de emisiones necesaria.
El Tercer Informe de Evaluación (TIE) del IPCC establece que, según el escenario que se considere, a lo largo de este siglo habría que evitar las emisiones acumulativas de cientos, o incluso miles, de gigatoneladas (GT) para estabilizar la concentración de CO2 a un nivel de entre 450 y 750 partes por millón (ppm). El TIE también constata que “ninguna opción tecnológica podrá lograr por sí sola las reducciones de emisiones necesarias”. Más bien, se necesitará una combinación de medidas de mitigación para lograr la estabilización. Es aquí donde entra en juego la búsqueda de nuevos sumideros, un conjunto de actuaciones conocidas genéricamente como Captación y Almacenamiento del Carbono (CAC), que propugna el IPCC. Entre ellas destaca el almacenamiento geológico.
El almacenamiento de CO2 en formaciones geológicas profundas en el mar o en la tierra utiliza muchas de las tecnologías desarrolladas por la industria petrolera y del gas y ha demostrado ser económicamente viable en condiciones específicas para los yacimientos de petróleo y gas y las formaciones salinas, pero todavía no para el almacenamiento en capas de carbón inexplotables por hallarse a gran profundidad. Si se inyecta CO2 en formaciones geológicas apropiadas a una profundidad mayor de 800 m, diversos mecanismos de retención físicos y geoquímicos evitan que se desplace hacia la superficie.
Se trata de aprovechar al máximo las propiedades físicas del CO2 y de los cambios que experimenta a presiones extremas bajo tierra, que hacen que se densifique y se comporte más como un líquido que como un gas. Esto significa que se pueden almacenar enormes cantidades de CO2 en un espacio relativamente pequeño, de la misma forma que en un camión cisterna de una capacidad de 40 m3 se pueden almacenar 600 veces más de gas licuado por compresión. La mayor parte de lo almacenado de este modo ocuparía los espacios intersticiales de rocas porosas que quedan atrapadas por una roca superior de muy baja permeabilidad que actúa como una tapadera.
Estos días se dio por finalizado el proyecto CO2SINK financiado por la UE con 8,7 millones de euros, que está a la vanguardia del desarrollo de las tecnologías adecuadas para posibilitar el almacenaje. En un acuífero salino cerca de la ciudad de Ketzin, al oeste de Berlín, se han almacenado 62.000 toneladas de CO2 a una profundidad de más de 600 metros en el período 2008-2012. La tecnología no es novedosa, puesto que la industria del gas y la petrolífera vienen recurriendo al almacenaje subterráneo desde hace años, concretamente desde que descubrieron que inyectar CO2 en los campos petrolíferos mejoraba la extracción de petróleo. Hay más planes de almacenaje geológico en desarrollo y otros para comprobar su evolución que han avanzado considerablemente.
Parece bueno ¿no? Lo dudo. Seguimos produciendo basura y, como un mal barrendero, no se nos ocurre nada mejor que esconderla debajo de la alfombra, aunque sea la del Mar del Norte. Exactamente lo mismo que se hacía hace cincuenta años, cuando tirar bidones repletos de residuos nucleares en el mar parecía algo tan natural como inocuo.
¿Qué país se atrevería a hacerlo hoy?