Ahí queda eso: Orce 1, Atapuerca 0. El yacimiento granadino necesitaba reivindicarse desde el gatillazo de los restos que encontró en 1982, también en Orce, el también paleoantropólogo y también catalán Josep Gibert en el yacimiento de Venta Micena, que se consideró un fragmento craneal del “Hombre de Orce”, de 1,3 millones de años, un presunto homínido que resultó no ser tal sino los restos que la quijada de una hembra de rumiante. Por eso, el partido del viernes era una especie de revancha, una reedición en formato antropológico del famoso sketch de los Monty Python de 1972 que muestra el duelo balompédico entre un equipo estrella de filósofos griegos y uno de alemanes, capitaneado por Hegel, con Leibniz en la portería. Los equipos se pasaron la mayoría del partido paseándose y filosofando, ignorando el balón (“Aquí está Marx... veamos si él puede darle algo de vida a este ataque alemán... Evidentemente no”), hasta que Arquímedes tuvo un momento de ¡Eureka! y dirigió un ataque que culminó con Sócrates metiendo de un testarazo el balón, que le había pasado Heráclito, en la portería germana. Aquel partido (a pesar de las protestas de Kant y Hegel) tuvo un claro ganador, al igual que el partido del viernes, pero es difícil imaginar que la lucha sobre el origen del hombre en Europa pueda depender de un solo diente y más cuando los dientes han dado algún sonoro quebradero de cabeza a algunos reputados paleontólogos.
Según su descubridor, es "incontestable" que el diente corresponde a un humano, concretamente es un molar de un niño de diez años y así lo evidencian los estudios a los que ha sido sometido este fósil, tanto en el Museo Nacional de Historia Natural de París o la Universidad Autónoma de Barcelona, entre otras instituciones científicas. "Anatómicamente es incontestable que se trata de un diente humano de lo que podemos llamar el Niño o la Niña de Orce", subrayaba la mar de contento.
Es exactamente la misma secuencia que siguió el venerable Henry Fairfield Osborn, director del Museo Norteamericano de Historia Natural, considerado el padre de la paleoantropología americana, cuando en 1922 confundió el diente de un pecarí encontrado en Snake Creek, Nebraska, con un molar de homínido. Que los pecaríes sean unos parientes cercanos de los cerdos domésticos no ayudó mucho a que el error de Osborn pasara desapercibido entre los antievolucionistas y más aún cuando el descubrimiento supuestamente sensacional llegó en el que parecía ser el mejor momento para Osborn, enzarzado como estaba en un debate público frente al congresista por Nebraska William Jennings Bryan, un fundamentalista religioso, tres veces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, que llegó a ser Secretario de Estado entre 1913 y 1915, durante la presidencia de Woodrow Wilson.
Bryan era el ariete político de los creacionistas, una suerte de talibanes que sostenían (y sostienen) que cada ser vivo que existe actualmente proviene de un acto independiente de creación divina. Los creacionistas se mantuvieron en la sombra durante varios años hasta que, a mediados de los años 1920, en una búsqueda del renacimiento de valores que ellos consideraban tradicionales, propusieron prohibir toda noción de evolución en la enseñanza pública y enseñar, por el contrario, los disparates que surgen de defender a pies juntillas la historicidad y literalidad de la Biblia, lo que inevitablemente conduce a sostener necedades y dislates tales como creer que Dios creó el mundo en seis días y, según las lunáticas cuentas que el arzobispo anglicano y primado de Irlanda James Ussher hizo en su libro Anales del Antiguo Testamento, que la Tierra fue creada en el anochecer previo al 23 de octubre de 4000 AC.
En 1920, Bryan, que había olfateado entre los creacionistas un granero de votos, puso en marcha una campaña legislativa por toda la nación contra la enseñanza de la evolución que culminó en el célebre juicio de Scopes de 1925 del que prometo ocuparme en otra ocasión. En esa campaña se desató la controversia entre Bryan y Osborn que se separa de lo que es habitual en este tipo de debates en los que los creacionistas se suelen enfrentar a evolucionistas descreídos, laicos, agnósticos y ateos. No era el caso, porque el propio Osborn, un científico arrogante, aristocrático y ultraconservador, era, además de un gran paleontólogo, un teísta convencido de que Dios existía y consideraba que la evolución era la más hermosa expresión del designio divino. Para Osborn, Bryan era un político oportunista y un paleto que estaba evitando que la ciencia sirviera de intérprete a la más alta expresión de la Divina Providencia.
En 1922, en pleno debate Bryan-Osborn, Dios pareció ponerse de parte del científico cuando Harold Cook, un geólogo profesional, encontró un diente fósil en los depósitos del Plioceno medio de Snake Crek al occidente de Nebraska. Envió el diente a Osborn, quien obró con la habitual prudencia de los científicos puesto que consultó con varios especialistas antes de concluir que el diente perteneció a un primate antropoide. La conclusión entusiamó a Osborn porque el hallazgo constituía el primer registro fósil de primates antropoideos en Norteamérica. Como ahora se ha hecho con el diente de Orce, Osborn publicó el hallazgo del que llamó Hesperopithecus haroldcookii -que significa "Simio del mundo occidental"- en dos de las más prestigiosas revistas de la época. En una de ellas, ni más ni menos que en los Proceedings of the National Academy of Sciences, el exultante Osborn se permitió lanzar una puya a Bryan, un dardo que hubiera sido tolerable en cualquier publicación divulgativa pero que rechina en una revista científica. Aludiendo al nombre latino que había dado al supuesto homínido poseedor del molar fosilizado, el crecido Osborn hizo un chiste: «Se ha sugerido jocosamente que debería llamarse a este animal Bryopithecus, en honor del primate más distinguido que ha producido hasta hoy el estado de Nebraska».
La alegría duró poco. Osborn se dedicó con ahínco a buscar pruebas que confirmaran su nuevo homínido y envió varias expediciones para recolectar nuevos fósiles. Cumplieron, pero el tiro le salió por la culata. En 1927, el colega y amigo de Osborn, William King Gregory, el experto más cualificado en dientes de primates y uno de los científicos que habían avalado la humanidad del molar del Hesperopithecus, publicó un artículo en Science en el que justificaba el error de Osborn que, dadas la similitudes estructurales entre los molares de los humanos y alguno artiodáctilos, había atribuido el diente de Hesperopithecus a un homínido cuando en realidad resultaba ser de un pecarí extinguido del género Prosthennops.
Aquella rectificación significó un gran regocijo para Bryan y un mazo con el que golpear al evolucionismo: ¿Qué podía esperarse de los paleontólogos si uno de ellos, el gran Osborn, había confundido un diente humano con el de un cerdo?
Atentos en Orce: ¡cuidado con los dientes!