domingo, 17 de febrero de 2013

El sello indeleble de nuestro ínfimo origen


«Debemos, sin embargo, reconocer que el hombre, [...], con todas sus nobles cualidades, [...] con toda su inteligencia semejante a la de Dios, [...] lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen». Ese párrafo revelador es el colofón con el que Charles Darwin cerró el texto de El origen del hombre (1871) en el que el naturalista británico aplicó a nuestra estirpe los postulados evolutivos que había establecido en su obra capital, El origen de las especies (1859). Nuestro “ínfimo origen” es también el de un grupo de animales, los mamíferos, de cuyos ancestros se ocupaba el volumen 339 la revista Science el pasado 8 de febrero.

Es una gran historia que la mayoría de los niños aprenden en la escuela primaria. Las pisadas de unos animales enormes y terribles, los dinosaurios, atronaron la Tierra durante millones de años mientras vagaban por los densos bosques tropicales del Mesozoico. Escondidos entre los herbazales por allí pululaban también unos animales minúsculos y peludos que se alimentaban de insectos. Así estaban las cosas hace unos 65 millones de años cuando a partir del Cretácico superior, y más exactamente el momento conocido como K-Pg, se produjo la extinción en masa de los dinosaurios al tiempo que aves y mamíferos comenzaron una imparable diversificación por todas la tierras emergidas.

Hoy está fuera de toda duda que en aquel momento apocalíptico un enorme asteroide golpeó la Tierra, provocó estragos en el medio ambiente, indujo un cambio climático y la extinción en todo el mundo de los dinosaurios no aviares. Su catastrófico impacto dejó en la península mexicana de Yucatán, cerca de Chicxulub, un cráter de unos 170 kilómetros de diámetro que confirmó por primera vez lo que muchos sospechaban: que la extinción de los dinosaurios se debió al impacto de un asteroide sobre la superficie terrestre.

Si el ocaso de los dinosaurios se produjo como consecuencia del impacto de un asteroide, el amanecer de su dominio sobre la Tierra se debió muy probablemente a otro aún mayor. En agosto de 2010, se encontró en la Antártida el mayor cráter de impacto de la Tierra, un agujero de 500 kilómetros que se originó hace 250 millones de años tras el impacto de un objeto de unos cincuenta kilómetros de diámetro en la región conocida como Tierra de Wilkes, al este de la Antártida y al sur de Australia. De su capacidad destructiva da cumplida idea su estrecha relación causa-efecto con la ruptura del supercontinente Gondwana, puesto que aquella colisión causó o aceleró la falla tectónica que empuja a Australia en su larga, inexorable y solitaria marcha hacia el norte. 


El reciente descubrimiento de ese cráter austral permite suponer que el impacto provocó la gran extinción que tuvo lugar en la frontera de los periodos Pérmico y Triásico, contemporánea de la colisión, que supuso la desaparición de cerca del 90% de todas las formas de vida y abrió las puertas para el desarrollo de los dinosaurios, cuyo dominio sobre la Tierra duró ochenta millones de años. Más tarde, tras el impacto que abrió el cráter de Chicxulub en el Yucatán mexicano, la historia volvió a repetirse. Los dinosaurios (y cerca del 70% de la vida en la Tierra) se extinguieron y dejaron el campo libre para que los primeros mamíferos se diversificaran y pasaran a ser, junto con las diez mil especies de aves actuales, el grupo de vertebrados más importante del planeta azul.

Con la desaparición de los dinosaurios quedaron muchos nichos ecológicos disponibles en el planeta. Aves y mamíferos lo aprovecharon. Los descendientes de un grupo de dinosaurios emplumados o aviares evolucionaron hasta originar a las aves modernas. No es una idea nueva. El “bulldog” de Darwin, el biólogo Thomas Henry Huxley, lo tenía muy claro cuando en 1870 presentó un célebre informe en que sostenía que Archaeopteryx, un fósil colocado entre las aves, no era más que un dinosaurio con plumas y que las aves como grupo evolucionaron a partir de pequeños dinosaurios terópodos, unos vertebrados que vivieron desde el Triásico superior hasta el Cretácico superior (hace aproximadamente entre 228 y 65 millones de años). Aunque los terópodos se extinguieron como grupo a  finales del Cretácico, algunas de sus características básicas han pervivido hasta nuestros días bajo la forma de las aves modernas, sus directos descendientes, que encajan a la perfección al final de una secuencia de terópodos cada vez más similares a ellas, que comienza con Coelophysis, y va avanzando a través de los tiranosaurios, los ornitomímidos, los celúridos y otros, hasta llegar a los dromeosáuridos, los troodóntidos y, por último, las aves propiamente dichas.

Los mamíferos actuales descienden de los sinápsidos primitivos, un grupo de tetrápodos amniotas (el saco amniótico es una cubierta de dos membranas que cubre al embrión, una adaptación evolutiva que permitió la reproducción ovípara en un medio seco y terrestre) que comenzó a florecer a principios del Pérmico, hace unos 280 millones de años, y continuaron dominando sobre los «reptiles» terrestres hasta principios del Triásico, hace unos 245 millones de años, cuando empezaron a despuntar los primeros dinosaurios. Debido a su superioridad competitiva, estos últimos hicieron desaparecer a la mayoría de los sinápsidos. No obstante, algunos sobrevivieron y se convirtieron en los primeros mamíferos verdaderos hacia finales del Triásico, hace unos 220 millones de años.

Cuando la catástrofe del K-Pg indujo nuevas condiciones climáticas y eliminaron la competencia de los dinosaurios, los mamíferos explotaron algunas ventajas sustanciales como la regulación de su propia temperatura corporal, lo que favoreció sus supervivencia en el nuevo clima más frío, y su reproducción sexual independiente del agua mediante una fecundación directa e interna y un desarrollo embrionario dentro del cálido y húmedo vientre materno que los liberaba del viejo modelo de fecundación ligado a la liberación de espermatozoides y óvulos en el agua (anfibios y peces) y a la incubación de los embriones en ambiente externo (como en algunos peces y anfibios, y en reptiles y aves). La diversidad entre las aproximadamente 5.000 especies de mamíferos placentarios actuales es enorme y abarca desde la minúscula musaraña etrusca, que apenas alcanza los tres gramos de peso, a la ballena azul, el animal de mayor envergadura que ha existido, que puede alcanzar las 160 toneladas, una diferencia en masa corporal de ochenta millones de veces.

En el artículo publicado en Science, un equipo científico internacional encabezado por la bióloga Maureen A. O'Leary, del neoyorquino Museo Americano de Historia Natural, ha seguido durante seis años la huella anatómica, genética y molecular de 46 especies actuales y 40 extintas de mamíferos placentarios hasta lograr reconstruir su filogenia o, dicho sea coloquialmente, su árbol genealógico. Ha sido una reconstrucción teórica basada en el cruce de 4.500 características de especies actuales y extintas combinadas con análisis de ADN. Aunque no se haya basado en el registro fósil, las evidencias ofrecidas por este estudio han sido la prueba del nueve de las diferentes hipótesis que situaban el inicio de la diversificación de los mamíferos placentarios en torno al momento crítico para la vida en la Tierra que fue el K-Pg, tras el cual los mamíferos no perdieron el tiempo evolutivamente y empezaron a diversificarse rápidamente en términos geológicos: apenas unos 200.000 o 400.000 años después de la gran extinción.

Las conclusiones del estudio confirman también el epílogo de Darwin con el que comencé este artículo. El autocoronado “rey de la creación”, el orgulloso Homo sapiens, «lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen»: el ancestro común de todos nosotros era un animal peludo, nada elegante y poco especializado, que pesaba un cuarto de kilo como mucho y comía insectos, el alimento despreciado por los poderosos dinosaurios.