«Debemos,
sin embargo, reconocer que el hombre, [...], con todas sus nobles cualidades,
[...] con toda su inteligencia semejante a la de Dios, [...] lleva en su
hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen». Ese párrafo revelador
es el colofón con el que Charles Darwin cerró el texto de El origen del hombre (1871) en el que el naturalista británico
aplicó a nuestra estirpe los postulados evolutivos que había establecido en su
obra capital, El origen de las especies (1859). Nuestro “ínfimo origen” es también el
de un grupo de animales, los mamíferos, de cuyos ancestros se ocupaba el
volumen 339 la revista Science el
pasado 8 de febrero.
Es
una gran historia que la mayoría de los niños aprenden en la escuela primaria. Las
pisadas de unos animales enormes y terribles, los dinosaurios, atronaron la
Tierra durante millones de años mientras vagaban por los densos bosques
tropicales del Mesozoico. Escondidos entre los herbazales por allí pululaban
también unos animales minúsculos y peludos que se alimentaban de insectos. Así estaban
las cosas hace unos 65 millones de años cuando a partir del Cretácico superior,
y más exactamente el momento conocido como K-Pg, se produjo la extinción en
masa de los dinosaurios al tiempo que aves y mamíferos comenzaron una imparable
diversificación por todas la tierras emergidas.
Hoy
está fuera de toda duda que en aquel momento apocalíptico un enorme asteroide
golpeó la Tierra, provocó estragos en el medio ambiente, indujo un cambio
climático y la extinción en todo el mundo de los dinosaurios no aviares. Su
catastrófico impacto dejó en la península mexicana de Yucatán, cerca de Chicxulub,
un cráter de unos 170 kilómetros de diámetro que confirmó por primera vez lo
que muchos sospechaban: que la extinción de los dinosaurios se debió al impacto
de un asteroide sobre la superficie terrestre.
Si
el ocaso de los dinosaurios se produjo como consecuencia del impacto de un
asteroide, el amanecer de su dominio sobre la Tierra se debió muy probablemente
a otro aún mayor. En agosto de 2010, se encontró en la Antártida el mayor
cráter de impacto de la Tierra, un agujero de 500 kilómetros que se originó
hace 250 millones de años tras el impacto de un objeto de unos cincuenta kilómetros
de diámetro en la región conocida como Tierra de Wilkes, al este de la
Antártida y al sur de Australia. De su capacidad destructiva da cumplida idea su
estrecha relación causa-efecto con la ruptura del supercontinente Gondwana, puesto
que aquella colisión causó o aceleró la falla tectónica que empuja a Australia
en su larga, inexorable y solitaria marcha hacia el norte.
El reciente
descubrimiento de ese cráter austral permite suponer que el impacto provocó la
gran extinción que tuvo lugar en la frontera de los periodos Pérmico y Triásico,
contemporánea de la colisión, que supuso la desaparición de cerca del 90% de
todas las formas de vida y abrió las puertas para el desarrollo de los
dinosaurios, cuyo dominio sobre la Tierra duró ochenta millones de años. Más
tarde, tras el impacto que abrió el cráter de Chicxulub en el Yucatán mexicano,
la historia volvió a repetirse. Los dinosaurios (y cerca del 70% de la vida en
la Tierra) se extinguieron y dejaron el campo libre para que los primeros
mamíferos se diversificaran y pasaran a ser, junto con las diez mil especies de
aves actuales, el grupo de vertebrados más importante del planeta azul.
Con
la desaparición de los dinosaurios quedaron muchos nichos ecológicos disponibles
en el planeta. Aves y mamíferos lo aprovecharon. Los descendientes de un grupo
de dinosaurios emplumados o aviares evolucionaron hasta originar a las aves
modernas. No es una idea nueva. El “bulldog” de Darwin, el biólogo Thomas Henry
Huxley, lo tenía muy claro cuando en 1870 presentó un célebre informe en que
sostenía que Archaeopteryx, un fósil
colocado entre las aves, no era más que un dinosaurio con plumas y que las aves
como grupo evolucionaron a partir de pequeños dinosaurios terópodos, unos
vertebrados que vivieron desde el Triásico superior hasta el Cretácico superior
(hace aproximadamente entre 228 y 65 millones de años). Aunque los terópodos se
extinguieron como grupo a finales del
Cretácico, algunas de sus características básicas han pervivido hasta nuestros
días bajo la forma de las aves modernas, sus directos descendientes, que
encajan a la perfección al final de una secuencia de terópodos cada vez más
similares a ellas, que comienza con Coelophysis,
y va avanzando a través de los tiranosaurios, los ornitomímidos, los celúridos
y otros, hasta llegar a los dromeosáuridos, los troodóntidos y, por último, las
aves propiamente dichas.
Los
mamíferos actuales descienden de los sinápsidos primitivos, un grupo de
tetrápodos amniotas (el saco amniótico es una cubierta de dos membranas que
cubre al embrión, una adaptación evolutiva que permitió la reproducción ovípara
en un medio seco y terrestre) que comenzó a florecer a principios del Pérmico,
hace unos 280 millones de años, y continuaron dominando sobre los «reptiles»
terrestres hasta principios del Triásico, hace unos 245 millones de años,
cuando empezaron a despuntar los primeros dinosaurios. Debido a su superioridad
competitiva, estos últimos hicieron desaparecer a la mayoría de los sinápsidos.
No obstante, algunos sobrevivieron y se convirtieron en los primeros mamíferos
verdaderos hacia finales del Triásico, hace unos 220 millones de años.
Cuando
la catástrofe del K-Pg indujo nuevas condiciones climáticas y eliminaron la
competencia de los dinosaurios, los mamíferos explotaron algunas ventajas
sustanciales como la regulación de su propia temperatura corporal, lo que
favoreció sus supervivencia en el nuevo clima más frío, y su reproducción
sexual independiente del agua mediante una fecundación directa e interna y un
desarrollo embrionario dentro del cálido y húmedo vientre materno que los
liberaba del viejo modelo de fecundación ligado a la liberación de
espermatozoides y óvulos en el agua (anfibios y peces) y a la incubación de los
embriones en ambiente externo (como en algunos peces y anfibios, y en reptiles
y aves). La diversidad entre las aproximadamente 5.000 especies de mamíferos placentarios
actuales es enorme y abarca desde la minúscula musaraña etrusca, que apenas alcanza
los tres gramos de peso, a la ballena azul, el animal de mayor envergadura que
ha existido, que puede alcanzar las 160 toneladas, una diferencia en masa
corporal de ochenta millones de veces.
En
el artículo publicado en Science, un
equipo científico internacional encabezado por la bióloga Maureen A. O'Leary,
del neoyorquino Museo Americano de Historia Natural, ha seguido durante seis
años la huella anatómica, genética y molecular de 46 especies actuales y 40
extintas de mamíferos placentarios hasta lograr reconstruir su filogenia o, dicho
sea coloquialmente, su árbol genealógico. Ha sido una reconstrucción teórica
basada en el cruce de 4.500 características de especies actuales y extintas
combinadas con análisis de ADN. Aunque no se haya basado en el registro fósil,
las evidencias ofrecidas por este estudio han sido la prueba del nueve de las
diferentes hipótesis que situaban el inicio de la diversificación de los
mamíferos placentarios en torno al momento crítico para la vida en la Tierra
que fue el K-Pg, tras el cual los mamíferos no perdieron el tiempo
evolutivamente y empezaron a diversificarse rápidamente en términos geológicos:
apenas unos 200.000 o 400.000 años después de la gran extinción.
Las
conclusiones del estudio confirman también el epílogo de Darwin con el que
comencé este artículo. El autocoronado “rey de la creación”, el orgulloso Homo sapiens, «lleva en su hechura
corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen»: el ancestro común de todos
nosotros era un animal peludo, nada elegante y poco especializado, que pesaba
un cuarto de kilo como mucho y comía insectos, el alimento despreciado por los poderosos
dinosaurios.