Cada año la Tierra recorre a la escalofriante velocidad de 107.000 kilómetros por hora la órbita terrestre, el circuito celestial por el que transita en su movimiento de traslación alrededor del Sol. Mientras lo hace, decenas de miles de asteroides y millones de meteoritos se cruzan en nuestro camino de forma errática y totalmente impredecible. Parece un viaje a ninguna parte, un trayecto abocado a la destrucción por un impacto fatal e inevitable. Sabiendo eso, no sorprende que la superficie de la Tierra sea como un queso de gruyere en el que cada vez se descubren más y más impactos de asteroides en forma de cráteres colosales que van siendo detectados a medida que se perfeccionan los métodos de interpretación de imágenes de satélite, curiosos impertinentes que vienen a destapar lo que hasta ahora había pasado desapercibido.
En agosto de 2010 se encontró en la Antártida el mayor cráter de impacto de la Tierra, un agujero de quinientos kilómetros que se formó hace 250 millones de años como consecuencia del impacto de un asteroide de unos cincuenta kilómetros de diámetro en la región conocida como Tierra de Wilkes, al este de la Antártida y al sur de Australia. Aunque no sea el más grande (170 kilómetros) ni el más antiguo (65 millones de años), el más famoso de todos los asteroides estrellados contra la Tierra es el KT, enterrado bajo la península mexicana del Yucatán cerca de Chicxulub, el primero en relacionarse con una catástrofe ambiental de dimensiones planetarias que confirmó por primera vez lo que muchos sospechaban: que la extinción de los dinosaurios se debió al impacto de un asteroide sobre la superficie terrestre.
Naturalmente, no había ningún ojo humano que observase la magnitud de la catástrofe cósmica que acabó con los dinosaurios, pero sí los había –y muchos- el 16 de junio de 1994 cuando todos los telescopios del mundo, incluyendo el flamante telescopio espacial Hubble, observaban el SL 9, un cometa detectado desde el observatorio californiano de Monte Palomar. El espectáculo estaba asegurado: SL 9 seguía una trayectoria que lo llevaba inevitablemente a colisionar contra la superficie de Júpiter. El mundo podría observar por primera vez una colisión cósmica, subrayaban los titulares de los periódicos. Pero, según escribe el historiador aeroespacial Curtis Peebles en su Asteroids: A History, la mayoría de los astrónomos se mostraba más escéptica y esperaba que el cometa, que en realidad era un conglomerado de más de veinte rocas de unos dos kilómetros de diámetro, se desvaneciera en forma de meteoritos fragmentados. Una semana antes de la colisión, la revista Nature publicó el artículo «Se acerca el gran fracaso», en el que se decía que el impacto sólo iba a producir una lluvia meteórica. Era lo que otro articulista, dándoselas de gracioso, había sentenciado: «Tengo la impresión de que Júpiter se tragará esos cometas sin soltar un eructo».
El eructo resultó ser una flatulencia de dimensiones apocalípticas que, de haberse producido sobre la Tierra, habría aniquilado toda forma de vida. Los impactos duraron una semana y fueron muchísimo mayores de lo que los más pesimistas habían calculado. Un fragmento llamado Núcleo G impactó con la fuerza de un unos seis millones de megatones, casi cien veces el arsenal nuclear de nuestro planeta. El núcleo G no era ni de lejos un asteroide del tamaño del KT, pero provocó cráteres del tamaño de la Tierra y dejó unas manchas negras en la atmósfera de Júpiter de 8.000 kilómetros de diámetro rodeadas de un halo gris de otros 25.000. Astrónomos, astrofísicos y geólogos tomaron buena nota de lo que pasó entonces y, gracias a ellos, podemos especular con lo que pasó en la Tierra hace 65 millones de años.
Las consecuencias del impacto de un asteroide tipo KT resultan estremecedoras. Entró en la atmósfera terrestre a velocidad tal que el aire debajo de él resultó comprimido hasta calentarse a una temperatura entre diez y cincuenta veces la de la superficie solar. En cuanto KT entró en la atmósfera todo lo que estaba en un radio de centenares de kilómetros de su trayectoria se esfumó abrasado. Un segundo después de hacerlo, el asteroide se evaporó, pero la explosión hizo estallar miles de kilómetros cúbicos de roca, tierra y gases supercalentados. Todos los seres vivos a los que no hubiese liquidado el calor generado por la atronadora irrupción del asteroide perecieron después con la explosión en un radio de varios miles de kilómetros. Se produjo una onda de choque inicial que irradió hacia fuera y se lo llevó todo por delante a una velocidad cercana a la de la luz.
El impacto directo, millones de veces mayor al de una bomba de hidrógeno, produjo enormes tsunamis en el Atlántico que se expandieron como las ondas provocadas por una pedrada sobre el agua, desencadenó terremotos estremecedores y provocó la desestabilización y ruptura de la plataforma marina, generando una megaturbidita, es decir, una colosal corriente de turbidez cargada de sedimentos marinos, que provocó depósitos de arena de cientos metros de espesor. La vaporización del meteorito y del material impactado, así como el humo de los incendios, el hollín y las cenizas, oscurecieron el cielo durante varios meses, lo que provocó un gran descenso de la temperatura y de la fotosíntesis, y la radical disminución de la productividad de muchos ecosistemas.
Además, hay evidencias de agotamiento del oxígeno incluso en los fondos marinos. La oxidación atmosférica de los ácidos generados por la naturaleza evaporítica de las rocas impactadas produjo lluvia ácida, la cual contribuyó a una reducción del pH de la superficie de los océanos y afectó a las conchas protectoras de los organismos que se extinguieron en masa. En 2001, investigadores del Instituto Tecnológico de California analizaron isótopos de helio de sedimentos dejados por el impacto del KT y llegaron a la conclusión de que afectó al clima de la Tierra durante unos diez mil años. Cuando todo se calmó, el cielo se abrió, el Sol volvió a lucir y la aterida Tierra recuperó su pulso: la evolución comenzó su trabajo a partir de los organismos que habían superado aquel espantoso Armagedón.
A pesar de que han sido apenas unas modestas pedradas de algo más de un kilogramo de peso arrojadas desde el espacio, las imágenes recibidas el pasado viernes desde Cheliálibinsk, en los montes Urales de Rusia, han sobrecogido el ánimo de más de uno. El asteroide 2012 DA14, que pasó esa misma noche a 27.700 kilómetros de distancia de la superficie terrestre, era también de dimensiones modestas: 130.000 toneladas de masa y cincuenta metros de eje mayor, apenas un grano de arena comparado con el KT, cuyo diámetro era 2.000 veces superior.
Gracias a algunos astrónomos, que trabajan como oscuros rastreadores de meteoritos y asteroides, se han identificado y nombrado unos 26.000 asteroides, pero se calcula que mil millones más rondan por ahí, sin que los veamos, sin que inquietantemente sepamos nada de ellos, moviéndose erráticamente sobre nosotros sin que podemos hacer nada por evitar las colisiones. Según los cálculos de los científicos de la NASA, un asteroide del tamaño de 2012 DA14 se acerca a la Tierra cada cuarenta años, y uno choca contra nuestro planeta cada 1.200 años. El pasado viernes no tocaba. La probabilidad de que un asteroide de dimensiones mayores impacte sobre nuestras cabezas es aproximadamente de una vez cada millón de años.
El género Homo, que agrupa a los primates con rasgos humanos, lo que incluye al ser humano moderno y a sus más cercanos parientes, lleva sobre la Tierra algo más de dos millones de años. Ya toca. ¡Cuánto penar para morirse uno!