En 2003 los depósitos bancarios y los créditos concedidos por bancos y cajas estaban razonablemente equilibrados. Cuando en el verano de 2008 empezaron a aflorar las miserias del sistema bancario mundial, el principal problema de la banca española se cuantificó en 800.000 millones de euros. Esa era la diferencia entre los créditos concedidos y los depósitos captados, lo que las entidades denominan gap comercial. No se trataba de un problema español, porque en toda Europa Occidental y en Estados Unidos se había producido también un vertiginoso aumento del apalancamiento financiero, es decir, de pedir dinero prestado para financiar una operación.
El apalancamiento de la banca española se financió con las masivas emisiones de deuda de bancos y cajas durante los años en que se inflaba la burbuja, cuyos vencimientos eran (y son) la espada de Damocles que provocaba la urgente necesidad de liquidez de muchas entidades. Utilizando instrumentos financieros tales como cédulas, bonos y titulizaciones, los 800.000 millones de marras se habían financiado en su inmensa mayoría con ahorro extranjero, lo que solía resumirse en el dicho de que "los bancos alemanes prestaban dinero a los españoles para que se comprasen coches alemanes".
Una vez pinchada la burbuja de crédito, a partir de 2008 lo que tocaba era el desapalancamiento, es decir, la reducción de la deuda privada, que es la principal causa de la crisis porque trae como consecuencia el menor crecimiento económico que venimos experimentando. Parte de esa brecha entre créditos y depósitos se fue reduciendo por varias razones: la menor demanda de crédito fruto de la crisis económica; la mayor dificultad y coste de conseguir liquidez, que fuerza a la banca a endurecer los requisitos para conceder créditos; el aumento de los depósitos inducido por los mejores intereses con que los bancos recompensan a sus clientes y, finalmente, por el mayor ahorro de los atemorizados ciudadanos en el escenario económico actual, lo que provoca una reducción prudente del consumo y el aumento de los depósitos. Pese a ello, todavía hay un desfase extraordinario entre depósitos y créditos pendientes de cobro.
Ya estamos en condiciones de entender por qué los bancos no quieren que se cambie la Ley Hipotecaria española, cuyas draconianas condiciones son una garantía que asegura el cobro (y con creces) de las hipotecas. Aunque es evidente que a los bancos no les convienen los desahucios, mantener las condiciones vigentes es importante para ello porque a día de hoy tienen 426.201 millones de euros en cédulas hipotecarias, lo que es un argumento de mucho peso para que los bancos, apalancados antaño, se atrincheren hogaño en una posiciones irreductibles que han achantado al Gobierno.
La clave del numantino
enroque bancario se llama “cédula hipotecaria”. Si usted no es un experto y
necesita alguna aclaración más, siga leyendo. Si sabe de qué va a la cosa,
salte al párrafo siguiente. Supongamos que usted tiene un dinerito
(¡enhorabuena!), se lo presta al banco (¡ojo, que no le coloquen unas
preferentes!) y obtiene como garantía préstamos hipotecarios ya concedidos a
otros ciudadanos. El banco a su vez utilizará su dinerito para conceder nuevos
préstamos. En la práctica su funcionamiento es un híbrido entre un depósito a
plazo fijo a largo plazo y un bono. Una cédula es un depósito porque el
inversor se asegura recuperar lo invertido más el tipo de interés que se le
pague una vez que venza el título, y es un bono porque el inversor puede
venderlo en Bolsa en caso de necesitar liquidez.
Las cédulas hipotecarias
las crearon los bancos a la vista del pujante negocio que se traían entre manos
inflando la burbuja. Pero hete aquí que llegó un buen día en que se percataron
de que con sus depósitos no podían mantener la desbordante demanda de créditos
por parte de promotores, constructores, empresas y particulares. Había que
seguir alimentando la locomotora con más madera. ¿Dónde estaban los árboles?
Pues en el bosque, claro.
El sistema bancario
español era un tupido bosque de hipotecas que habían funcionado a
las mil maravillas, de manera que por qué no venderlo y sacarle partido. Más
vale pájaro en mano que ciento volando: ¿por qué esperar treinta años para recuperar
el préstamo si lo podían conseguir instantáneamente si alguien lo adelantaba? Como
las hipotecas españolas eran un valor seguro, enseguida surgieron bancos y
fondos de inversión extranjeros que aportaron liquidez al sistema.
Pongamos que un banquero español iba al mercado mayorista y voceaba: “Tengo
un negocio entre manos del que podemos beneficiarnos todos. Estoy ganando mucho
dinero en España. Cuantos más créditos concedo, más beneficios genero. Pero
necesito dinero fresco para seguir alimentando el negocio. ¿Quién me presta
algo?" La cuestión era a cambio de qué. Muy fácil: “usted me da la pasta y
yo le doy un interés anual del 3%. Es como una renta fija". “Suena bien,
pero ¿qué pasa si no me devuelves el dinero?”, dijeron los desconfiados
inversores. “Pues mejor para ti, hombre. Te quedas con estas maravillosas
hipotecas que he concedido. De máxima calidad, te lo aseguro. Aunque te falle
algún hipotecado, no te preocupes: te podrás quedar con su casa y mantendrás la
deuda. El sistema se ocupará del moroso. Recuperarás todo tu dinero".
Surgió la cedulitis: el
mundo se llenó de cédulas hipotecarias cuyos fondos servirían para que el banco
español se siguiera apalancando, es decir arrojando más madera en forma de nuevas
hipotecas, que luego podría volver a vender en el mercado y conseguir más
dinero. De hecho, nuestras cédulas hipotecarias se consideran tan seguras que hasta
pueden ir con ellas al Banco Central Europeo, dejarlas en garantía, y llevarse
prestados unos milloncitos para seguir tirando y, como expliqué en otro artículo,
para sostener la deuda pública española. Retroalimentación: suma y sigue hasta alcanzar los 426.201 millones de
euros en renta fija que, en forma de células hipotecarias, han creado los
bancos. La cuadratura del círculo.
Pero hete aquí que
primero un famélica legión de indignados, quince-emes, perroflautas, comecuras,
descamisados, plataformas de afectados por la hipotecas y desahuciados, a los
que siguieron nonagenarios, artistas y profesores, médicos y celadoras, ciudadanos con traje, corbata y toga -¡hasta el Tribunal Europeo de
Luxemburgo, oiga!- empezaron a dar la matraca pidiendo un cambio en las normas
hipotecarias que, de producirse, alteraría las sólidas garantías de los
préstamos. Qué pasaría si ahora los que compraron cédulas hipotecarias dudaran
de que su inversión siguiera siendo segura. ¿Recuperarían todo su dinero si se
ejecutara el desahucio?
¿Se entiende ahora por qué los bancos tienen motivos sobrados para que no
se toque la Ley? ¿Comprende ahora por qué van ganando el pulso, visto el
risible Código de
Buenas Prácticas y el descafeinado cicatero y rácano decreto antidesahucio aprobado por el
Gobierno el pasado 15 de noviembre? Los bancos no quieren que se cambien las
reglas del juego en plena partida. En el patio de Monipodio del negocio financiero la
desconfianza mata. Como para echarse a temblar. Si tal cosa ocurre, las
entidades españolas verían encarecidas uno de las pocas fuentes de las que
todavía obtienen liquidez.
Y si los
bancos españoles no tienen liquidez, ¿quién va a comprar nuestra deuda soberana?
Aviados iríamos.