jueves, 15 de noviembre de 2012

¡Eppur si muove!: Lynn Margulis, in memoriam


Por fin, después de quince intentos fracasados para publicar sus trabajos sobre evolución celular, la joven bióloga Lynn Margulis (1938-2001) consiguió que en 1967 la revista Journal of Theoretical Biology publicara su artículo Origin of Mitosing Cells, en el que esbozaba por primera vez su teoría de la endosimbiosis seriada. El artículo pasó desapercibido para la ciencia oficial, pero Margulis continuó trabajando en su teoría sobre el origen de las células eucariotas hasta que aquel primer artículo adquirió las dimensiones de un libro -Origin of Eukaryotic Cells- que, tras más de un año de intentos, fue publicado por Yale University Press en 1970. 

El libro arrojaba nueva luz sobre la teoría de la evolución formulada por Darwin en El origen de las especies (1859), que, con el paso del tiempo, se había transformado en la doctrina oficial de la Biología evolutiva de la segunda mitad del siglo XX. Pero el éxito había conducido al reduccionismo y la lucha por la existencia como motor de la selección natural había acabado por ofrecer una visión simplista que reducía la evolución a una ensangrentada carrera de dientes y garras que algunos, más papistas que el papa, habían extendido a campos ajenos a las relaciones biológicas. Se había impuesto la versión dura del proceso evolutivo derivado de la competencia incesante e inacabable que el paleontólogo Van Halen había denominado la “hipótesis de la Reina Roja”, en referencia al personaje de Lewis Carroll que tenía que correr siempre para permanecer en el mismo sitio. La lección estaba clara: quien dejaba de correr, de competir, se quedaba atrás y, en la naturaleza, era una estirpe condenada a la extinción.

Las ideas evolucionistas fueron un excelente sustrato para el pensamiento político conservador. El gran Ernst Haeckel, biólogo y filósofo alemán, popularizó el trabajo de Charles Darwin en Alemania, pero se le fue la mano al sostener que las razas “primitivas” estaban en su infancia y precisaban de la supervisión y protección de sociedades más maduras, de lo que extrapoló una nueva filosofía, que denominó monismo que cautivó a los imperialistas. Como muestra, un párrafo seleccionado de su Morfología general de los organismos (1866): «La teoría de la selección nos enseña que en la vida humana, tal como en la vida animal y vegetal, en cada lugar y tiempo sólo la pequeña minoría privilegiada puede seguir existiendo y floreciendo; la gran masa debe padecer inanición y perecer más o menos prematuramente en la miseria». Haeckel, un progresista en su época, cerraba el párrafo sentenciando: «Podemos lamentar profundamente este dato trágico, pero no podemos negarlo ni alterarlo». Sus obras sirvieron de coartada científica para el racismo, el nacionalismo y el darwinismo social, y fundamentaron las teorías racistas del nazismo. 

El darwinismo social corrió como la pólvora entre los hombres de negocios norteamericanos, que tuvieron su particular gurú en Herbert Spencer, un naturalista, filósofo, psicólogo y sociólogo británico, a quien le ocurría lo que a los hombres que detestaba Holofernes en Trabajos de amor perdidos, que «devanaba el hilo de su verbosidad más finamente que la hebra de su argumentación». La sociedad era para Spencer un organismo que evolucionaba hacia formas más complejas conforme al principio de la supervivencia del más fuerte tanto a escala individual como social. Nada, incluidas las tendencias humanitarias, debía interferir con las leyes naturales, que implicaban que el más apto era quien debía sobrevivir y los demás perecer. Spencer detestaba radicalmente todas las manifestaciones de socialismo como la educación pública generalizada u obligatoria, las bibliotecas públicas, los sindicatos, los hospitales benéficos y, en general, toda legislación o proyecto social. Hoy, los neoliberales le hubieran erigido una estatua en pleno barrio de Salamanca.

En un universo científico dominado por el neodarwinismo, Margulis reivindicó un mundo de cooperación en el que el motor de la evolución no era sólo la competencia sino, más acusadamente, la colaboración. Contempló la evolución como una competencia en la que los organismos que llegaban más lejos no eran los que luchaban contra otros y usaban trampas y engaños sino los que cooperaban para un fin común. Propuso la simbiogénesis como el mecanismo evolutivo gracias al cual se podrían originar nuevas especies: dos organismos que han evolucionado por separado se asocian en un determinado momento; si su asociación resulta beneficiosa en el medio en el que viven, acabarán siendo un único organismo. Los postulados de Margulis encajaban perfectamente en la teoría darwinista de la evolución: los organismos aparecidos por simbiosis serían variedades mejor adaptadas que superan la selección natural. Aportando un arsenal de argumentos, tal y como había hecho Darwin un siglo antes, Margulis mostró la cara amable de la evolución, la de un mundo que ha progresado gracias al altruismo y a la cooperación.

Margulis era de ese linaje de científicos como Galileo, Copérnico, Newton o Einstein capaces de mezclar ciencias y humanidades. Su obra está impregnada de reflexiones que uno puede leer en Mutual aid (El apoyo mutuo; 1902), la obra más representativa de la personalidad intelectual de Piotr Kropotkin (1842-1921), en la que se encuentran expresados por igual el hombre de ciencia y el pensador anarquista; el biólogo y el filósofo social; el historiador y el ideólogo; una obra que constituye, además, una particular interpretación del evolucionismo darwinista al que Kropotkin consideraba la cúspide de la ciencia moderna. 

Margulis rescató también del olvido y del oprobio las hipótesis formuladas por algunos heterodoxos como el naturalista ruso Konstantin Merezhkovsky (1855-1921), un científico olvidado que fue el primer autor que propuso la entonces extravagante idea de la simbiogénesis, según la cual algunos órganos, e incluso algunos organismos, no surgían en la evolución por el gradual mecanismo de la selección natural, sino mediante asociaciones simbióticas entre una especie animal o vegetal y algún tipo de microbio. En 1883, el botánico Andreas Schimper propuso que la capacidad fotosintética de las células vegetales podía proceder de cianobacterias aún presentes en la naturaleza y con iguales capacidades. También en Francia, el biólogo Paul Portier llegó en 1918 a conclusiones parecidas sobre el origen simbiótico de las eucariotas. Portier sufrió los ataques del entonces influyente microbiólogo August Lumiére.

Ivan Wallin
Las vituperadas hipótesis de Merezhkovsky, Schimper y Portier fueron desempolvadas en la Universidad de Columbia de Nueva York por el anatomista Ivan Wallin (1883-1969), que en 1927 publicó su libro Simbiosis y el origen de las especies en el que proponía que los cloroplastos y las mitocondrias provenían de antiguas bacterias que habían establecido una relación simbiótica con otra célula huésped. Como suele ocurrir con quienes se adelantan a su tiempo, Wallin, apodado burlonamente como “Mitochondria Man” fue tachado de herético, ridiculizado con saña y tomado por orate. En 1923, cuando tenía cuarenta años, se vio forzado a abandonar Columbia y fue contratado en la modesta Universidad de Colorado en Denver, no muy lejos de la cabaña de North St. Vrain Canyon que había construido con ayuda de sus estudiantes de doctorado. Humillado, no volvería a mencionar su hipótesis ni a escribir nada sobre el asunto. 

Si Wallin hubiese vivido un año más, hubiera podido leer Origin of Eukaryotic Cells y exclamar como Galileo «¡Eppur si muove!». Habría muerto más tranquilo sabiendo que su trabajo no había sido en vano y que sus artículos, ridiculizados en su tiempo, habían servido para que Margulis ofreciera al mundo el texto sobre evolución más importante desde El origen de las especies

Lynn Margulis, falleció el 22 de noviembre de 2011, hace ahora un año. Permanece en nuestra memoria, el único paraíso del que no podemos ser expulsados.