Como los volcanes del altiplano, en 1910 el pueblo enfurecido resurgió de las entrañas de México. Frente a los agravios sociales el grito fue de “Tierra y Libertad”. La respuesta política del poder no pudo ser más dolorosa: la muerte a traición. En 1914 Eulalio Gutiérrez -presidente de México elegido por la soberana Convención Revolucionaria que lo traicionó apenas unos meses después- dejó una de las frases más lapidarias de la historia nacional: "El paisaje mexicano huele a sangre". El historiador José López Portillo y Weber se sumó al lamento y escribió: "La historia de México ha sido la de doce Judas sin ningún Jesucristo".
Ambos se referían a la terrible guerra civil abierta en 1910 y al cúmulo de contradicciones políticas y sociales que surgieron de la Revolución, un proceso repleto de infamias entre las que abundan las cometidas por próceres, héroes nacionales y padres de la patria que produjeron alianzas inconfesables, corrupción a niveles inauditos y asesinatos a mansalva por el expeditivo método del fusilamiento o por algunos más elaborados, como el cometido -se especula ahora- por medio de un lento veneno, contra Benito Juárez.
Desde Cuautla, Morelos, pequeñas camionetas amarillas -las populares “combis”- parten cada 10 minutos abarrotadas de turistas hacia Anenecuilco y Chinameca, dos pueblos en los que está escrito el principio y el fin de Emiliano Zapata (1879-1919), líder campesino del estado de Morelos y el más radical de todos los revolucionarios mexicanos, el caudillo agrarista que luchó por la devolución a los labradores indígenas de las tierras que les habían robado durante la dictadura de Porfirio Díaz. El movimiento zapatista se enfrentó tanto a los partidarios del porfiriato como a los liberales burgueses que se apropiaron más tarde de la Revolución que derrocó a Díaz, finalizada la cual se propusieron extirpar las reivindicaciones sociales que habían movido a los campesinos desahuciados.
San Miguel de Anenecuilco, seis kilómetros al sur de Cuautla, situada en las laderas achaparradas que descuellan sobre el río Ayala, era el siglo pasado una aldea desolada y pobre de menos de cuatrocientos habitantes que vivían en casas de adobe dispersas en un yermo duro y reseco como pellejo de vaca. En la parte más opuesta a la entrada del pueblo, según se llega por el camino de Cuautla, está lo que queda de la casita de adobe donde nació Zapata, hoy cobijada en una Casa Museo en cuyo costado norte un mural de Rodríguez Navarro muestra a Zapata estallando con la fuerza de un volcán en el centro de la historia de México, rompiendo las cadenas que ataban a sus compatriotas. En el interior se expone una excelente colección de fotografías del líder rebelde. En el rostro de este mestizo alto y delgado, de enorme bigote, destacan unos ojos negros y brillantes como la obsidiana, y una mirada apacible pero al mismo tiempo aguda y penetrante, que parece reflejar la personalidad de un hombre escéptico y tenaz, de férreas convicciones y principios, de un líder rebelde temerariamente desconfiado que, paradójicamente, sucumbió confiadamente.
Huérfano a los 16 años, Zapata heredó de su humilde familia un valor sin ambiciones y una empecinada integridad. Después de trabajar en la hacienda de Ignacio de la Torre (yerno de Porfirio Díaz), Zapata regresó indignado a Anenecuilco después de constatar que los caballos de la Ciudad de México vivían mejor que los campesinos de Morelos. Comenzada la Revolución, Zapata se lanzó a la lucha con objeto de recuperar las tierras que originalmente fueron propiedad de los indígenas como él. Proclamado jefe del Ejército Libertador del Sur, en noviembre de 1911 difundió su Plan de Ayala, que exigía la entrega de todas las tierras a los campesinos.
Las tropas de Zapata ganaron numerosas batallas contra las tropas porfiristas que fueron fundamentales para el triunfo de la Revolución. Finalizada la contienda, Venustiano Carranza, líder de los constitucionalistas triunfantes, impaciente por consolidar un Gobierno liberal y burgués, le invitó a integrarse en el poder y a olvidar las reivindicaciones agraristas. «Como no soy político –respondió Zapata- no entiendo de esos triunfos a medias, gracias a los cuales los derrotados son los que ganan [...] Estoy resuelto a luchar contra todo y contra todos sin más baluarte que la confianza, el cariño y el apoyo de mi pueblo».
Las negociaciones entre Carranza y Zapata llevaron a posiciones irreductibles. Zapata insistía en que cualquier acuerdo debía asumir el reparto de tierras sin retrasos ni condiciones. Carranza se oponía a toda discusión en torno al reparto de tierras e insistía en el sometimiento del Ejército del Sur a las fuerzas federales. Quien se opusiera a los designios presidenciales sería ejecutado. Se oponían los dos líderes campesinos: Pancho Villa en el norte, en las frías tierras de Durango y Chihuahua, y Emiliano Zapata, en las tierras calientes de Morelos.
El ejército constitucionalista comenzó la campaña contra sus antiguos aliados a los que ahora consideraba unos forajidos iluminados sin la menor idea de lo que convenía a la Revolución. En abril de 1915 el general Obregón venció a Villa en El Bajío y el general Pablo González inició la campaña contra Zapata, que se replegó a Morelos cada vez con menos fuerzas militares pero con el respaldo rural.
A finales de 1918 González lanzó una nueva campaña en la que contó con un aliado inesperado y feroz: una epidemia de gripe que causó estragos en el territorio zapatista. La población, debilitada por la guerra, los desplazamientos y la mala alimentación, fue rematada por la enfermedad. La muerte causó un despoblamiento atroz. Una cuarta parte de la población falleció. En los primeros meses de 1919 todas las ciudades de Morelos estaban ocupadas por las tropas federales. Merced a la retirada de los zapatistas a la seguridad de las montañas, las aldeas campesinas eran un retrato preciso de la soledad de los pueblos abandonados. Hastiado, Carranza decidió recurrir a la traición para acabar con el líder popular.
Unos 20 km al sur de Anenecuilco, en el municipio de Cuautla, se encuentra la antigua hacienda azucarera de San Juan Chinameca, que se distingue por su inconfundible chimenea de ladrillo con la inscripción “Tierra y Libertad”. En el antiguo portón del viejo trapiche, donde se yergue una escultura del Caudillo del Sur a lomos de un caballo rampante, Zapata cayó en una trampa fatal el 10 de abril de 1919.
El coronel Jesús Guajardo, que cumplía órdenes directas del presidente Carranza, después de simular algunos ataques contra sus propias tropas en los que murieron varios carrancistas, ofreció a Zapata desertar con su regimiento, integrarse entre los zapatistas y entregar veinte mil cartuchos a los rebeldes. Para cerrar el acuerdo, Guajardo concertó una entrevista personal en Chinameca. A las dos de la tarde, Zapata entró a caballo en la hacienda acompañado de una pequeña escolta. La guardia estaba formada para presentar honores, pero en cuanto cruzó el portón, el clarín tocó tres veces la llamada de honor y de inmediato, a quemarropa los fusileros se volvieron contra él y le acribillaron a balazos. Zapata cayó del caballo suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Como Pedro Páramo, dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como un montón de piedras.
Cuatro años después, el 20 de julio de 1923, el Centauro del Norte, José Doroteo Arango Arámbula, alias Pancho Villa, el carismático jefe de la legendaria División del Norte, murió asesinado en una emboscada en Hidalgo del Parral, Chihuahua. Los dos revolucionarios, hijos de la miseria, pero no del desaliento, murieron víctimas de una revolución traicionada.