No quiero que me pase como cuenta W.G. Runciman que le ocurría a Karl Marx, que era dado al elogio de sus predecesores pero escatimaba el reconocimiento intelectual de sus contemporáneos. Acabo de terminar la lectura de El primate que quería volar, escrito por mi compañero de Universidad el paleontólogo Ignacio Martínez Mendizábal (Madrid, 1961), uno de los más lúcidos investigadores de Atapuerca y un divulgador excepcional como cualquiera puede comprobar si asiste a una de sus conferencias o como ya demostró en La especie elegida, que escribió en colaboración con Juan Luis Arsuaga.
Si algo comparte la Paleoantropología con la Teología y la Ufología es que tienen más estudiosos que objetos para estudiar. A pesar de que los fósiles de homínidos conocidos cabrían holgadamente en una furgoneta, la situación ha cambiado sustancialmente en los últimos años, porque además de que los huesos, como pudiera parecer a simple vista, no son materiales inertes y permiten extraer proteínas y ADN de sus resecas estructuras, la arquitectura de un simple hueso, interpretada por los ojos expertos de un paleoantropólogo, constituye un libro abierto repleto de una maravillosa información que hace imprescindible que alguien sepa transmitirla eficazmente a los que somos poco duchos en la materia. Eso es lo que justamente consigue Ignacio en El primate que quería volar, un libro excelente llamado a ser una inexcusable referencia de la bibliografía divulgativa sobre la ciencia que se ocupa de los orígenes del hombre.
Tanto en El Origen de las Especies, la gran obra donde plantea su teoría evolucionista, como en El Origen del Hombre, en la que aplica sus hipótesis al género humano, Charles Darwin era consciente del alto grado de especulación con el que sustentaba sus conclusiones sobre el cómo y el porqué de la evolución de los seres vivos. Él, uno de los mejores observadores de la naturaleza que hayan existido jamás, dudaba de sus interpretaciones siempre subjetivas pero en absoluto dudaba de los datos que había obtenido de sus propias y objetivas investigaciones. Por eso, cuando comenzó a redactar las conclusiones de El Origen del Hombre, escribió una frase que –como subraya Ignacio- debiera grabarse en bronce en la entrada de todas las facultades de experimentales: «Los hechos inexactos son altamente perjudiciales para el progreso de la ciencia, pues tardan mucho tiempo en desvanecerse; pero las opiniones inexactas, si están basadas en pruebas, no causan grandes perturbaciones, pues todos hallan especial deleite en probar su falsedad [...]. El viejo zorro escribía con prudencia; sustituyan ustedes “hechos inexactos” por “datos falsos” y sabrán que se estaba refiriendo a una mala práctica que afecta a la Ciencia desde sus albores: el fraude.
Hace ahora justamente cien años, el 21 de noviembre de 1912, los lectores del Manchester Guardian se toparon con una noticia sensacional: en la gravera de Piltdown, un terreno comunal del pueblo inglés de Fletching, se habían encontrado unos huesos que confirmaban la hipótesis del origen del hombre formulada por su compatriota Charles Darwin medio siglo antes. Aquellos restos óseos representaban el “eslabón perdido” que venía a confirmar las relaciones genealógicas entre hombres y monos. Los nacionalistas, esa colección de insensatos que se enorgullecen de algo de lo que no son responsables, sacaron pecho: Inglaterra había obtenido un reconocimiento mundial por este descubrimiento. Al fin y al cabo, Francia tenía al hombre de Cromañón y Alemania tenía al hombre de Neandertal; ahora Inglaterra no sólo estaba a la altura de sus rivales geopolíticos, sino que los derrotaba por goleada.
Piltdown: en 1912. Charles Dawson (de pie) y Arthur S. Woodward. |
Unos días más tarde, el 10 de diciembre, los afortunados oyentes que lograron las influencias suficientes como para entrar en la atiborrada sala de la Real Sociedad Geológica, escucharon el informe “científico” presentado por los autores del descubrimiento, los señores Charles Dawson (un aficionado a recolectar fósiles) y Arthur Smith Woodward (un paleontólogo profesional), al que acompañaron de un docto estudio preliminar emitido por el prestigioso anatomista Grafton Ellion Smith.
En su ensayo La cuna de la vida J.W. Schopf presenta algunas historias interesantes acerca de lo que sucede cuando uno ve aquello que desea ver, cuando se antepone la creencia a la ciencia, la fe a la objetividad. Cuando tal cosa ocurre, los datos, por discordantes que sean, suenan a música celestial. Aquel público expectante estaba convencido de que iba a asistir a la presentación de uno de los más grandes hallazgos de la historia de la Paleontología, la disciplina científica que más estaba contribuyendo a arrojar luz sobre el oscurantismo que dominaba hasta entonces en el pensamiento acerca del origen de la Tierra y de los organismos que la pueblan. En realidad, estaba asistiendo a la puesta de largo de uno de los mayores timos de la historia de las ciencias.
En un país cuya situación social no se apartaba mucho de las descripciones de Charles Dickens, para las elites culturales suficientemente educadas y adineradas como para ocuparse de las ideas evolucionistas, el hallazgo representaba su triunfo definitivo del progreso, la victoria de los darwinistas frente a los creacionistas, la turba retrógrada que creía a pies juntillas que en la Tierra existían tantas especies como Dios había creado y que emparentar –aunque fuera remotamente- al hombre con los simios era un sacrilegio contra natura, un pecado nefando comparable a la sodomía, la pederastia o la zoofilia.
En resumidas cuentas, lo que habían encontrado los señores Dawson y Smith Woodward, con la inestimable ayuda del jesuita Teilhard de Chardin, era un cráneo humano casi entero y una mandíbula perteneciente a un simio que encajaban como anillo al dedo y que, acompañadas de otra colección de fósiles (entre los que sobresalían restos de molares y de un colmillo), servían con casi total perfección para reconstruir el eslabón perdido entre humanos y monos antropoides.
Tuvieron que transcurrir más de cuarenta años para que tres investigadores británicos, coordinados por el doctor Kenneth Oakley, con la ayuda de la entonces novedosa prueba del flúor, desmontaran el fenomenal camelo. Las conclusiones a las que llegaron Oakley, Weiner y Le Gros Clark fueron que «los distinguidos paleontólogos y arqueólogos que tomaron parte en las excavaciones de Piltdown fueron víctimas de un cuidadoso y bien elaborado fraude [...] como no tiene paralelo en la historia de los descubrimientos paleontológicos».
Era una flemática manera de concluir su estudio en el que se demostraba, sin posibilidad de discusión, que “alguien” había reunido fragmentos de un cráneo humano moderno (de unos 650 años de antigüedad) con la mandíbula de un orangután (de unos 500) y unos trozos dentales, limados para cambiar su apariencia hasta volverla casi humana, de un elefante, un hipopótamo y un chimpancé del Pleistoceno, hasta conseguir una quimera con la capacidad cerebral de un humano pero que todavía mantenía los rasgos anatómicos de un orangután.
Mientras redacto este artículo me entero por la prensa de que un anestesista japonés, Yoshitaka Fujii, se ha hecho con el poco honroso título de investigador más fraudulento de la historia de la Medicina, por delante del alemán Joachim Boldt, también anestesista, quien en muchos de sus artículos falseó datos hasta hacer que noventa de ellos fueran retirados del circuito científico, un récord que ha sido pulverizado ahora por su colega japonés. Fujii se inventó un total de 172 artículos entre 1993 y 2012 y publicó sus investigaciones fraudulentas en más de una veintena de publicaciones especializadas, como British Journal of Anaesthesia, International Journal of Gynecology and Obstetrics y Clinical Therapeutics, cuyos editores se apresuran ahora a enviar los artículos del trilero japonés al desván en donde habita el olvido.
Woodward y Dawson; Boldt y Fujii, el eterno retorno de lo mismo, la demostración de lo que escribió James Madison: si los hombres fueran ángeles no harían falta los gobiernos.