Roberto Blanco Valdés,
catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago, acaba de
publicar un libro -Los rostros del
federalismo (Alianza Ensayo)- en el que sostiene que el modelo autonómico
español es de facto un sistema
político de organización territorial de naturaleza federal aunque nuestra
Constitución no lo explicite de iure.
Supongo que el libro, que reposaba plácidamente en las librerías desde
el pasado mes de febrero, ha disparado sus ventas desde el mismo momento en que
la crisis económica ha hecho saltar las deshilachadas costuras del Estado
autonómico que nació de la Constitución de 1978 para desatar una vez más la
presión centrífuga, un descosido que para algunos no tiene parangón en ningún
Estado democrático del mundo, aunque la tozuda realidad demuestre que tanto en
Canadá como en Escocia existen precedentes sociopolíticos e históricos
similares que, por cierto, se están resolviendo civilizadamente sin mayores problemas
y sin que nadie piense que Canadá o el Reino Unido vayan a desaparecer del mapa.
Uno, absolutamente ajeno al Derecho Constitucional, intuía que no
existen dos federalismos iguales de la misma forma que no existen dos banderas
iguales. La bandera es un símbolo, una abstracción representativa del hecho
nacional. El federalismo es una abstracción política teórica construida a
partir de una realidad práctica plural. Dicho de otra manera, en mi opinión el
federalismo no es una obra literaria: es un género en el que caben muchas
formas literarias. La lectura de Los
rostros del federalismo otorga sobradamente fundamentos jurídicos a mi
opinión de aficionado.
El profesor Blanco Valdés insiste en su nuevo libro en una sugerente
tesis que ya mantuvo en otro texto –Nacionalidades
históricas y regiones sin historia- publicado por la misma editorial en
2005, según el cual el modelo autonómico español no sería una forma original de
organización estatal como tantas veces se proclama, sino una versión más del
poliédrico rostro del federalismo y, por tanto, equiparable a los landers alemanes, las provincias
canadienses o argentinas y los estados mexicanos o estadounidenses.
Blanco Valdés somete a doce estados federales democráticos a un
escrutinio de los rasgos esenciales del federalismo que se cumplen por completo
en el caso español: doble nivel institucional, pluriconstitucionalidad (además
de la Carta Magna los estatutos son constituciones en sí mismos), poderes
repartidos y compartidos, y garantía jurisdiccional de la distribución
competencial a través de filtros jurídicos que culminan en el Tribunal
Constitucional. En definitiva, España tiene un sistema federal de distribución
de competencias, pero carece de los mecanismos propios de integración que
cohesionan y dan transparencia a los sistemas federales.
Realizado este análisis de constitucionalismo comparado y aséptico, Blanco
Valdés entra en la arena política para ocuparse de la disección de las
principales fuerzas de tensión antitética que afectan a España y a los dos
grandes modelos de organización territorial que se apuntan en el horizonte
español: la nacionalista (centrífuga o disgregadora) y la federalista
(centrípeta o cohesionadora). Aquí Blanco Valdés deja a un lado la asepsia
académica para concluir en la descalificación del nacionalismo al que considera
una especie de Gargantúa insaciable al que cuanto más se le da de comer, más
hambre tiene. El federalismo reconoce la pluralidad y la diversidad, pero las
enlaza mediante la identificación y el reforzamiento de los elementos comunes.
El nacionalismo apunta precisamente lo contrario: como Penélope, desteje en la
oscuridad lo que cose a la luz del día.
Conjugar nacionalismo y federalismo es algo así como conseguir la
cuadratura del círculo, porque mientras que el segundo trata de hacer
compatible la diversidad con la unidad (somos diferentes pero queremos
permanecer unidos), el nacionalismo aspira a otra cosa, a tener un Estado. No
hay ningún nacionalismo que no aspire a eso. Anhela lo contrario que el
federalismo, a romper el Estado para crear otros nuevos. Para conseguirlo, los
nacionalistas hacen piruetas políticas tales como el “Estado asociado” del Plan
Ibarretxe (bien resuelto en tiempos del maligno ZP) o las alusiones
eufemísticas al derecho de autodeterminación que evoca estos días el presidente
Mas y que amenazan con estallarnos bajo las narices si, como es su costumbre,
Rajoy enfrenta el problema fumándose un puro.
En los pasos que está dando estos días el presidente de la Generalitat
se pone de manifiesto una vez más que el nacionalismo hace camino al andar.
Cada paso prepara el siguiente en un camino interminable y recurrente que solo
terminará cuando a ellos les venga en gana porque la secesión les parece lo más
natural. Ante la eventualidad de que un hipotético referéndum no saliera a su
gusto (que de hecho no saldrá porque los independentistas catalanes andan ahora
por el 30% y todavía no se han planteado
las consecuencias económicas de la secesión), una independentista explicaba en TV-3 que “si no sale, lo volveremos a intentar”. Como la
Benemérita: “vista larga y paso corto”. El resto me lo ahorro.
La Cataluña de Mas
es un bloque político que solo con el “Estado propio” alcanzará su destino. Cabalgando
el peligroso tigre de la secesión, que ha hecho olvidar una política antisocial
de recortes educativos y sanitarios que ha convertido a Mariano Rajoy en
Franklin Delano Roosevelt, Artur Mas evita pronunciar la palabra
“independencia”, un vocablo cargado de erotismo político, y evoca un seductor derecho a
la autodeterminación que es una eufemística cortina de humo que, planteado como
se ha planteado, no se sostiene.
Como no podía ser
menos, la Constitución de 1978 no alude en ningún párrafo al derecho a la
autodeterminación, porque ni la ONU ni la Declaración de Derechos Humanos
amparan tal derecho. Surgida a raíz de la Primera Guerra Mundial, la
autodeterminación consiste en la abolición de la creencia en que las
poblaciones de países ocupados y colonizados se mantenían en una perpetua adolescencia,
de forma que las naciones mayores debían tutelarlas y fijar sus destinos,
esquimándolas de paso. La autodeterminación significaba que estos pueblos
podían ya determinar su propio objetivo, su forma de Gobierno y su estatus en
el mundo. En realidad, conseguida la autodeterminación, las naciones seguían
siendo marionetas del gran teatro de títeres manejado por sus respectivas
potencias coloniales.
Si alguien piensa
que Cataluña está sometida a un régimen colonial, alucina. Si plantea que hay
antecedentes de autodeterminaciones recientes como Kosovo, cabe recordarle que
ni Serbia ni Yugoslavia eran ámbitos democráticos. La autodeterminación era
emancipación, porque como federaciones ambas pertenecían al modelo “putting
together”, que corresponde
a la formación no deseada y no democrática de una federación. La coerción es el
elemento que separa ese modelo territorial de los auténticos modelos federales
democráticos. Los
requisitos de falta de democracia y presencia de coerción faltan en en el caso
catalán y en el vasco, porque ambos forman parte de una estructura estatal
democrática, que prevé la reforma constitucional para unificar la diversidad.
Aunque la petición
de autodeterminación tenga más fundamentos románticos que jurídicos, por esa
voluntad de mejora prevista en la Constitución de 1978, hay que vencer el
vértigo y abrir las puertas de la reforma al federalismo, regulando
civilizadamente el ejercicio de la separación, como Canadá con Quebec, o Reino Unido con Escocia, para el caso (muy improbable
por ahora) de que una mayoría ciudadana se pronuncie claramente por la
escisión. Hacia una reforma de esa naturaleza debe caminarse sin sacar los
tanques a la calle (como sugieren los ultraderechistas de guardia) ni llevar el
caso ante los tribunales, como ha señalado inoportunamente nuestra
vicepresidenta del Gobierno.
Paciencia y
barajar. A dialogar tocan.