Un científico inventa una fórmula que permite reducir el cuerpo humano a un tamaño microscópico durante un tiempo ilimitado. Cuando se dispone a entregarla al Pentágono, unos agentes enemigos provocan un accidente que le causa un trombo cerebral que le deja incapacitado. Las Fuerzas Disuasorias de Miniaturas Combinadas ponen en marcha un plan para operarlo. Un submarino con varios tripulantes es reducido a tamaño microscópico e inyectado en el sistema circulatorio del científico con el propósito de que los miniaturizados tripulantes deshagan el trombo in situ. Ese es el argumento de la película Viaje Alucinante, del prolífico director Richard Fleitcher.
La cinta no es precisamente memorable, salvo por un pequeño detalle: se estrenó en España cuando uno tenía catorce años, edad en la que del cuerpo escultural de Raquel Welch, embutido en un traje que ceñía estrechamente sus curvas, resultaba más que turbador. Cuando la intrépida Raquel abandona el submarino para tomar una muestra de tejido, es atacada por una legión de anticuerpos que se adhieren a su traje de buceo. En la escena siguiente, la película alcanza su clímax erótico cuando la tripulación se abalanza golosamente sobre ella para arrancar los anticuerpos que cubren su voluptuosa anatomía.
Si la jibarizada tripulación pudo hacerlo, nosotros también. No, no me refiero a abalanzarnos sobre una mujer despampanante. Hablo de introducirnos en una célula humana. Lo podemos hacer con la ayuda de un microscopio. Elijan la célula que ustedes quieran. En sus cuerpos tienen 100 billones para elegir. En realidad, para nuestros propósitos debemos descartar unos cinco billones de glóbulos rojos que, como carecen de núcleo y mitocondrias, no nos sirven para encontrar el código de la vida, el ADN.
Elijamos otra célula humana cualquiera, penetremos a través de su membrana y echemos un vistazo a su interior. Hay todo un universo de orgánulos que se mueven entre el citoesqueleto, cuyos filamentos se encargan de sostener la célula. Para nuestros propósitos basta con fijarnos en dos de esos orgánulos. La gran esfera que domina el paisaje celular es el núcleo, en cuyo interior hay una maraña de filamentos, los cromosomas: larguísimas moléculas de ADN nuclear (ADNn) y proteínas. Las formas alargadas que aparecen por todas partes son las mitocondrias, que encierran también filamentos de un ADN especial (ADNm), lo que las distingue del resto de los orgánulos celulares carentes de cromosomas.
Las características del genoma mitocondrial son muy semejantes a las del genoma nuclear, salvo en lo que se refiere a su mucho menor tamaño. El ADNm posee 16.569 pares de bases, una cantidad irrisoria comparada con los 6.000 millones de pares del ADNn. Como es pequeñito, en experimentos de ingeniería genética se manipula mucho más fácilmente que el nuclear. El ADNm se transmite directamente de las madres a su descendencia, sin que se produzcan las recombinaciones que caracterizan a la mezcla entre el ADNn procedente de los espermatozoides y el procedente de los óvulos. En ausencia de recombinación, los únicos cambios en el ADNm que se presenten en un determinado linaje se deben exclusivamente a mutaciones acumuladas a lo largo de multitud de generaciones. Sabemos que aproximadamente cada 10.000 años se produce una mutación en una de las bases del ADNm. Es decir, la diferencia entre una mujer que hubiera nacido hace 50.000 años y un descendiente directo por vía materna que viviera en la actualidad sería de cinco bases. Así las cosas, el ADNm de un hijo es, con casi absoluta seguridad, idéntico al de su madre.
El 11 de mayo de 1972 el teniente Michael Joseph Blassie empezó su particular viaje alucinante. Blassie, piloto del 8º Escuadrón de Operaciones Especiales de las Fuerzas Aéreas, pilotaba su caza-bombardero A-37 Dragonfly en una operación de castigo al Vietcong. Llevaba su avión cargado de napalm, la mortífera gasolina gelatinosa que debe ser lanzada en vuelo bajo, lo que convierte a los aviones en un blanco fácil para las baterías antiaéreas. Los disparos de una ametralladora de 22 mm abatieron el Dragonfly de Blassie que, convertido, en una bola de fuego, se estampó contra el suelo. En la hoja de servicios del joven teniente se anotó la frase “Fallecido en combate. Cuerpo no encontrado”.
Dos meses más tarde una patrulla recogió en el cráter que había dejado el avión al estrellarse unos cuantos huesos, unos restos de un traje de piloto, una funda de pistola y poca cosa más. Los restos fueron enviados al Laboratorio de Identificación del Ejército. Los forenses militares, que por entonces solo podían identificar restos si existían huellas dactilares o fichas dentales (lo que obviamente no era el caso), hicieron poco más que archivar los restos en la morgue con la etiqueta “Desconocido. Referencia X-26”.
En 1984, el Departamento de Defensa decidió incorporar al mausoleo de los soldados desconocidos del Cementerio Nacional de Arlington algún militar caído en Vietnam. Cuando se solicitaron al laboratorio forense restos no identificados, alguien seleccionó la bolsa X-26. Los huesos fueron introducidos en un bonito féretro de caoba que, envuelto en la bandera y acompañado de una escolta militar en uniforme de gala, fue trasladado hasta el Capitolio en Washington. El túmulo funerario fue visitado por miles de curiosos antes de que el féretro fuera trasladado a Arlington, donde el 11 de julio de 1998 se celebró un solemne funeral presidido por el presidente Reagan, quien dedicó un bonito discurso al soldado desconocido antes de imponerle la Medalla del Honor del Congreso. De haberlo podido ver, Blassie hubiera estado encantado.
Mientras que Reagan hacía su discurso, el genetista inglés Alec Jeffrey y sus colaboradores de la Universidad de Leicester hacían algo más útil: redactaban un artículo para la revista Nature, en el cual se proponía una nueva y revolucionaria técnica de identificar personas y establecer relaciones de parentesco. Mediante dicha técnica, de la que les ahorro los detalles, se obtiene como resultado una placa radiográfica donde se observan bandas de ADN que recuerdan el código de barras de las mercancías. Tal y como sucede con las huellas dactilares, cada individuo presenta un patrón específico de bandas y no se encontrará en todo el planeta otra persona que presente exactamente el mismo patrón.
Como las bandas se heredan de padres a hijos, todas las bandas que aparecen en la huella genética de una persona tienen que estar presentes en las huellas de alguno de sus padres. Esto viene de perillas para establecer relaciones de parentesco, para la identificación de restos anónimos y para el establecimiento de culpabilidad o inocencia en casos criminales. Naturalmente, cuando se logró la técnica para descifrarlo, la identificación se hace a través del ADNm, mucho más seguro (si cabe) que el ADNn para establecer las relaciones de parentesco.
En 1994, un artículo publicado en la revista U. S. Veteran Dispatch alertó a la madre de Blassie de que era probable que los restos depositados en la tumba al soldado desconocido de Arlington fueran los de su hijo. Reclamó y reclamó hasta que las autoridades de Defensa accedieron de mala gana a la exhumación. El ADNm obtenido de los huesos se comparó con el de la madre del teniente. ¡Blanco! No había duda: eran los restos Michael J. Blassie.
A petición de la familia, los restos fueron llevados hasta el Cementerio Nacional Jefferson, cercano a San Luis, la ciudad natal de Blassie. Hasta el pie de su tumba y movido por la curiosidad, me he trasladado una lluviosa tarde de agosto para comprobar que allí yace un conocido soldado desconocido. El anverso de su lápida lo dice todo.