El largo y cálido verano que se
despidió anteayer para dar paso a un lóbrego otoño del que lo mejor que podemos
esperar es la vuelta de la lluvia a un país reseco, estuvo marcado por tres
noticias económicas. Una de ellas fue el anuncio de las medidas de estímulo
adoptadas por la Reserva Federal estadounidense (el equivalente al Banco Central
Europeo: BCE) para aumentar la demanda interna mediante la puesta en
circulación de dinero encaminado a financiar inversiones creadoras de empleo y
a fomentar el crédito para empresas y familias. Se trata de una medida que
camina en dirección opuesta a la política de recortes y austeridad que ha
demostrado su rotundo fracaso en Irlanda, Grecia Portugal y España.
Las otras dos noticias nos atañen
más de cerca y, contra toda razón, han sido saludadas con alborozo por la
mayoría de los analistas de los medios de comunicación. La primera medida tuvo
lugar el 28 de junio en Bruselas, cuando las autoridades de la Eurozona
adoptaron como prioridad política salvar a la banca europea. Léanme bien:
escribo que los prioritario es salvar a la banca, no a los ciudadanos
empobrecidos o desempleados, lo que indica bien a las claras las intenciones de
los líderes de la Eurozona, más preocupados de que los banqueros alemanes y
franceses recuperen el dinero prestado para financiar nuestra burbuja inmobiliaria
que de solucionar los problemas sociales que asolan el sur de Europa.
Para lograr tal fin se anunció
que el BCE asumiría las tareas supervisoras que hasta ahora detentan los bancos
centrales de los países miembros, lo que implica que estos deberán ceder la
mayor parte de sus competencias a los “hombres de negro” del BCE. Además, éste,
que tenía como mandato principal el control de la inflación, será a partir de
ahora el responsable de proveer de liquidez a los bancos en dificultades.
En realidad, aunque lo haga con
las narices tapadas para evitar el hedor que proviene de las sentinas bancarias
infestadas de ladrillos, activos tóxicos y provisiones infladas, el BCE lleva un
año inyectando dinero a la banca privada en una costosa estrategia que el Nobel
Joseph Stiglitz (El precio de la
desigualdad; Taurus, 2012) ha llamado del “castillo de naipes” que,
combinada con la austeridad y los recortes, ha demostrado ser infructuosa para
sacarnos del atolladero. En resumidas cuentas, tal estrategia consiste en
aportar más dinero a los bancos para comprar más deuda pública y sostener a
ésta; y aportar más dinero a las deudas soberanas para apoyar a los bancos. En
palabras de Stiglitz, la estrategia, de la que me ocupé en una entrada
anterior, “no es más que economía vudú, un regalo oculto a los bancos por
valor de decenas de miles de millones de dólares”.
Desde diciembre de 2011 hasta hoy
el BCE ha practicado con afán el círculo vicioso de la economía vudú, prestando
a la banca privada europea un billón de euros en números redondos, la mitad de
los cuales ha ido a parar a los bancos italianos y españoles. De modo que cuando
le aturdan las voces que gritan (interesadamente) que los bancos no tienen
dinero, haga oídos sordos: no les falta el dinero, más bien les sobra, pero lo
guardan debajo del colchón. ¿Cuál es ese colchón?, se preguntará quien haya
tenido la paciencia de llegar hasta este renglón. Pues el propio BCE y los
Estados en dificultades. Veámoslo.
El gran argumento político utilizado
para transferir fondos públicos (el BCE es una institución pública, téngalo en
cuenta) a la banca privada es que tales ayudas son necesarias para salvar a los
bancos con el objetivo de que estos presten dinero a empresas y familias. Tal
argumento es una falacia. Con el dinero que reciben a tasas de interés muy
bajas (menos del 1%) los bancos hacen lo mejor que saben hacer, que es ganar
dinero corriendo el menor riesgo posible: invierten los euros públicos
recibidos comprando deuda soberana en el mercado
secundario en forma de bonos emitidos a intereses muy altos (6 a 7% en
Italia y España). ¡Así cualquiera!, dirán ustedes ante esta nueva versión del ancestral
“comprar duros a peseta”.
Ocurre, sin embargo, que la
avaricia puede romper el saco y los intereses superiores al 6% suponen un
límite rayano en lo insostenible. Pero como se trata de apurar al máximo sin
derrapar, cuando las primas de riesgo arden y la motocicleta especulativa amenaza
con estamparse, aparece el BCE y compra deuda pública de los países amenazados
(siempre en el mercado secundario,
recuerde este dato), lo que inmediatamente refresca el recalentado motor
haciendo bajar los intereses de los bonos públicos que, pasado un tiempo,
retornarán a las andadas alcistas, volviendo a dejar indefensos a los Estados
frente a los especuladores financieros.
Lo que el BCE debería hacer si de
verdad quisiera ayudar son dos cosas. La primera, a la que podríamos llamar
“función de termostato”, es anunciar que no tolerará en ningún caso que las
primas se recalienten impidiendo automáticamente que los intereses de los bonos
públicos sobrepasen un determinado nivel. No lo ha hecho ni lo hará, porque el
BCE está controlado por el Bundesbank (algo de lo que me ocuparé en una próxima
entrada) y por la banca privada que no permitirán que Mario Draghi (uno de los hombres de Goldman Sachs reconvertido en responsable del BCE) mate a la gallina de los
huevos de oro que les da duros a peseta.
A la vista de las disparatadas
alzas de las primas de riesgo, la segunda medida que podría adoptar el BCE sería
anunciar que compraría deuda soberana en el mercado primario. El primer jueves de septiembre, Draghi anunció por
fin que, a partir de ahora, el BCE compraría bonos públicos de los Estados que
lo solicitaran en las cantidades que fueran necesarias para evitar que las
arcas públicas colapsen como consecuencia del aumento de los intereses de la
deuda soberana. ¡Habemus papam!,
exclamaron algunos. Por fin había fumata blanca. Las campanas se lanzaron al
vuelo y se proclamó (bastante insensatamente) que el problema de la deuda
pública se había resuelto de una vez por todas: el primo Zumosol (BCE) iba a favorecer
que los Estados pudieran conseguir dinero prestado a intereses más bajos,
permitiendo que su deuda pública disminuyera hasta porcentajes razonables de su
PIB. ¿Fácil, no?
Pues no. Cualquiera que se tome
la molestia de leer la letra pequeña del anuncio, podrá tomar cumplida nota de
que lo que va a hacer el BCE es mantener el status
quo que conviene a las élites financieras: no va a matar al enfermo, pero
tampoco lo va a curar del todo. Digamos que lo que va a hacer es mantenerlo con
respiración asistida para que de sus ubres (las arcas públicas) siga manando
leche sin que se muera la vaca (el Estado). Pongamos la lupa sobre la letra
pequeña.
En primer lugar, la compra de los
bonos se hará en el mercado secundario, el lugar donde la banca privada (la cual,
no lo olvide, ha obtenido financiación pública del BCE a intereses
liliputienses) compra bonos públicos por los que obtiene réditos varias veces superiores.
Lo que va a hacer el BCE es, por un lado, seguir prestando dinero a la banca
para que compre bonos públicos y siga forrándose, pero limitando, por otro
lado, las posibilidades de que su avaricia rompa el saco. Es decir, no se
erradica al parásito pero se limita su capacidad de succión. Si en realidad lo
que quiere el BCE es ayudar a los Estados, lo que debería hacer es comprar
deuda estatal en el mercado primario en lugar de hacerlo con la intermediación de
la banca privada en el parqué secundario.
En segundo lugar, la tan
celebrada compra de bonos públicos se limita a los de corto plazo (máximo de
vencimiento en tres años), lo que significa pan para hoy y hambre para mañana
porque las inversiones sólidas de los Estados son siempre a medio (diez años) y
largo plazo (veinte años). Que haya que retornar el préstamo en tres años
limita enormemente las posibilidades de financiación de proyectos públicos de
infraestructuras y de inversión social.
Y en tercer lugar, para que unos
se forren otros tendrán que pasar frío. Quienes van a pasar frío somos todos
nosotros, porque la compra de deuda pública sólo será posible si el Estado pide
ayuda a los fondos de estabilidad financiera europea (EFSF/ESM, por sus siglas
en inglés) que, mire usted por donde, si podrán comprar bonos a diez-veinte
años en el mercado primario.
Naturalmente, para que tan
mirífica solución (léase rescate) se ponga en práctica las células (es decir,
nosotros) del enfermo (el Estado) tendrán que sufrir la acostumbrada dieta de
caballo en forma de recortes sociales, educativos y sanitarios, disminución de pensiones
(que llegará, no les quepa duda) y de salarios, reducción drástica de
inversiones públicas, estrangulamiento del crédito para empresas y familias; en
definitiva, más y más austeridad, una política que acabará por arruinar la
economía y hundir el Estado de Bienestar.