miércoles, 23 de mayo de 2012

Una pizca de inflación

La inflación vuelve a estar de moda... si es que alguna vez dejó de estarlo. La nueva tendencia que empieza a despuntar es justamente la contraria al obsesivo modelo antiinflacionista de la austeridad compulsiva que nos está machacando, porque, entre otras cosas, aboga por un moderado incremento de la inflación para impulsar la recuperación económica en la Zona Euro.

Tanto el premio Nobel Paul Krugman en ¡Acabad ya con esta crisis! (Crítica, 2012), como el coreano Ha-Joon Chang, profesor de Economía en Cambridge, en 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo (Debate, 2012), sostienen lo mismo que sostenía hace dos años Oliver Blanchard, el economista jefe del ultra ortodoxo FMI, en un documento titulado Replanteamiento de la política macroeconómica, en el que aseguraba que una inflación del 4% no tendría ninguno de los efectos nocivos que genera un incremento excesivo de los precios. Blanchard recibió su merecido: un torrente de descalificaciones e insultos provenientes de la hinchada neoliberal.
Algo está cambiando en Alemania, un país obsesionado por la inflación desde que en la república de Weimar se alcanzaran tasas de hiperinflación jamás repetidas. El todopoderoso Bundesbank, el «alma mater» del Banco Central Europeo y el mayor guardián de la ortodoxia de la estabilidad, se ha mostrado dispuesto a aceptar que los precios en Alemania crucen la línea roja de la inflación máxima del 2% anual que marca el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, aplicado por el Banco Central Europeo con la fiereza de un rottweiler. Las cosas están cambiando tanto que el propio ministro alemán de Finanzas, el halcón antiinflacionista Wolfgang Schäubel, ha pedido hace unos días una subida de los salarios alemanes, algo sin precedentes dada la ortodoxia histórica en esta materia en ese país. Ambos datos suponen que los alemanes podrían empezar a consumir y a gastar dinero, lo que beneficiaría al aumento de la actividad económica en los países del sur de Europa y contribuiría a acelerar la salida de la crisis.
Si aumentar la inflación es tolerable, ¿a qué se debe la obsesión antiinflacionista que hemos sufrido hasta ahora? Sus defensores la justifican en la estabilidad macroeconómica porque, según su conocido mantra, un incremento elevado y fluctuante en la inflación conduce inevitablemente a una inestabilidad económica tal que desanima las inversiones hasta reducir el crecimiento. La tozuda realidad se opone a la ficción.
De la lectura de Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera (Fondo de Cultura Económica, 2011), de los profesores Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff (antiguo economista jefe del FMI y ahora docente en Harvard) se concluye que el control de la inflación no es más que una profecía autoconfirmada, puesto que el mundo sólo se ha vuelto más estable en el supuesto de que el único indicador de la estabilidad económica fuese la inflación baja, pero no se ha vuelto más estable para el día a día de la mayoría de las personas según otros indicadores.
De que el mundo se ha vuelto más inestable en los últimos treinta años durante los cuales los economistas neoliberales han estado empeñados en embridar la inflación, da cumplido testimonio la frecuencia de las crisis financieras. Entre finales de la Segunda Guerra Mundial y mediados de la década de los 70, época en la que la inflación campaba por sus respetos sin merecer la atención que tuvo a partir de entonces, no hubo ningún país que sufriese una crisis bancaria. Entre mediados de la década de 1970 y finales de la siguiente, período durante el cual la inflación se desbocó en muchos países, el porcentaje de los que sufrieron crisis bancarias se situó entre el 5 y el 10%, dato que parecería confirmar la relación de la inflación con la génesis de las crisis. Pero hete aquí que a mediados de la década de 1990, momento en que supuestamente se había domesticado al Leviatán inflacionista, el porcentaje de países con crisis bancarias se disparó hasta el 20%. Después, a mediados de la década de 2000, el porcentaje se redujo a cero durante pocos años, pero a partir de la crisis financiera mundial de 2008, con las tasas de inflación más bajas de la historia, ha vuelto a escalar hasta el 35% y todo apunta a que continuará subiendo... si alguien no pone remedio.
La inestabilidad de las últimas tres décadas la han sufrido también en sus carnes los millones de asalariados que han visto incrementada la inseguridad del puesto de trabajo en términos de aumento de temporalidad, precariedad, inestabilidad, inseguridad y carga laboral. Además, en todos los países desarrollados se ha reducido la inversión productiva y se ha abierto la brecha que separa a ricos y pobres: incluso en los países ricos, donde la inflación se ha contenido por completo a partir de los 90, el crecimiento de la renta per cápita ha pasado del 3,2% del PIB en las décadas de los 60 y 70, al 1,4% entre 1990 y 2009.
¿A qué se debe la obsesión por controlar la inflación que desde los tiempos de Thatcher y Reagan se ha impuesto como una plaga bíblica sobre cualquier otro instrumento de la política económica? La cosa está bien clara desde hace mucho tiempo. Reginald McKenna, banquero y político liberal que fue ministro de Economía británico, escribió hace cien años que «los bancos pueden, y así lo hacen, crear dinero mediante el crédito [...] Y quienes controlan el crédito de la Nación dirigen la política de los gobiernos y sostienen en las palmas de sus manos el destino de la población». Dicho de otra forma: la banca siempre gana y, en el tablero del Monopoly mundial, impone sus reglas.
Gracias a Irving Fisher sabemos que los tipos de interés se modulan en función de la tasa de inflación. El tipo de interés nominal incluye el crecimiento de los precios (tasa de inflación) y el tipo de interés real (con el que el prestamista gana dinero). Cuando el tipo de interés nominal es igual a la tasa de inflación, el prestamista no obtiene ni beneficio ni pérdida, porque el reembolso futuro es igual al valor del dinero que presta. Una tasa de inflación superior al tipo de interés nominal implica un tipo de interés real negativo y, como consecuencia, una rentabilidad negativa para el inversor.
He ahí el quid de la cuestión: a los grandes tenedores de deuda pública y privada les convienen tasas de inflación bajas porque muchos activos financieros tienen intereses nominales, razón por la cual su rentabilidad real se ve perjudicada por el aumento de la inflación. De ahí que los grandes inversores en deuda soberana y privada (que en Europa son los banqueros franceses y alemanes) presionen a sus respectivos gobiernos para que apliquen políticas basadas en el control de la inflación, habida cuenta de que cuánto más baja sea esta más favorecidos resultan sus intereses.
Y termino con otra cita, esta vez de Napoleón Bonaparte, derrotado en Waterloo por las potencias europeas financiadas por la familia Rothschild cuando intentó que Francia hiciese una quita de su deuda bancaria: «Cuando un gobierno depende de los banqueros por el dinero, son ellos y no los líderes del gobierno quienes controlan la situación, ya que la mano que da está por encima de la mano que recibe […] El dinero no tiene patria; los financieros no saben de patriotismo ni de decencia; su único objetivo es el beneficio».
El dinero, que al principio se usaba para hacer más fácil el intercambio de objetos, ahora se usa para esclavizar a las masas.