Tanto el premio Nobel Paul Krugman en ¡Acabad ya con esta crisis! (Crítica,
2012), como el coreano Ha-Joon Chang, profesor de Economía en Cambridge, en 23 cosas que no te cuentan sobre el
capitalismo (Debate, 2012), sostienen lo mismo que sostenía hace dos años
Oliver Blanchard, el economista jefe del ultra ortodoxo FMI, en un documento
titulado Replanteamiento de la política
macroeconómica, en el que aseguraba que una inflación del 4% no tendría
ninguno de los efectos nocivos que genera un incremento excesivo de los precios.
Blanchard recibió su merecido: un torrente de descalificaciones e insultos
provenientes de la hinchada neoliberal.
Algo está cambiando en Alemania, un país
obsesionado por la inflación desde que en la república de Weimar se alcanzaran
tasas de hiperinflación jamás repetidas. El todopoderoso Bundesbank, el «alma
mater» del Banco Central Europeo y el mayor guardián de la ortodoxia de la
estabilidad, se ha mostrado dispuesto a aceptar que los precios en Alemania crucen
la línea roja de la inflación máxima del 2% anual que marca el Pacto de
Estabilidad y Crecimiento, aplicado por el Banco Central Europeo con la fiereza
de un rottweiler. Las cosas están cambiando tanto que el propio ministro alemán
de Finanzas, el halcón antiinflacionista Wolfgang Schäubel, ha pedido hace unos
días una subida de los salarios alemanes, algo sin precedentes dada la
ortodoxia histórica en esta materia en ese país. Ambos datos suponen que los
alemanes podrían empezar a consumir y a gastar dinero, lo que beneficiaría al
aumento de la actividad económica en los países del sur de Europa y
contribuiría a acelerar la salida de la crisis.
Si aumentar la inflación es tolerable, ¿a
qué se debe la obsesión antiinflacionista que hemos sufrido hasta ahora? Sus
defensores la justifican en la estabilidad macroeconómica porque, según su
conocido mantra, un incremento elevado y fluctuante en la inflación conduce
inevitablemente a una inestabilidad económica tal que desanima las inversiones hasta
reducir el crecimiento. La tozuda realidad se opone a la ficción.
De la lectura de Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad
financiera (Fondo de Cultura Económica,
2011), de los profesores Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff (antiguo
economista jefe del FMI y ahora docente en Harvard) se concluye que el control
de la inflación no es más que una profecía autoconfirmada, puesto que el mundo
sólo se ha vuelto más estable en el supuesto de que el único indicador de la estabilidad económica fuese la inflación baja, pero no se ha vuelto más
estable para el día a día de la mayoría de las personas según otros indicadores.
De que el mundo se ha vuelto más
inestable en los últimos treinta años durante los cuales los economistas
neoliberales han estado empeñados en embridar la inflación, da cumplido testimonio
la frecuencia de las crisis financieras. Entre finales de la Segunda Guerra
Mundial y mediados de la década de los 70, época en la que la inflación campaba
por sus respetos sin merecer la atención que tuvo a partir de entonces, no hubo
ningún país que sufriese una crisis bancaria. Entre mediados de la década de
1970 y finales de la siguiente, período durante el cual la inflación se desbocó
en muchos países, el porcentaje de los que sufrieron crisis bancarias se situó
entre el 5 y el 10%, dato que parecería confirmar la relación de la inflación con
la génesis de las crisis. Pero hete aquí que a mediados de la década de 1990,
momento en que supuestamente se había domesticado al Leviatán inflacionista, el
porcentaje de países con crisis bancarias se disparó hasta el 20%. Después, a
mediados de la década de 2000, el porcentaje se redujo a cero durante pocos
años, pero a partir de la crisis financiera mundial de 2008, con las tasas de
inflación más bajas de la historia, ha vuelto a escalar hasta el 35% y todo
apunta a que continuará subiendo... si alguien no pone remedio.
La inestabilidad de las últimas tres
décadas la han sufrido también en sus carnes los millones de asalariados que
han visto incrementada la inseguridad del puesto de trabajo en términos de
aumento de temporalidad, precariedad, inestabilidad, inseguridad y carga
laboral. Además, en todos los países desarrollados se ha reducido la inversión
productiva y se ha abierto la brecha que separa a ricos y pobres: incluso en
los países ricos, donde la inflación se ha contenido por completo a partir de
los 90, el crecimiento de la renta per cápita ha pasado del 3,2% del PIB en las
décadas de los 60 y 70, al 1,4% entre 1990 y 2009.
¿A qué se debe la obsesión por
controlar la inflación que desde los tiempos de Thatcher y Reagan se ha
impuesto como una plaga bíblica sobre cualquier otro instrumento de la política
económica? La cosa está bien clara desde hace mucho tiempo. Reginald McKenna,
banquero y político liberal que fue ministro de Economía británico, escribió hace
cien años que «los bancos pueden, y así lo hacen, crear dinero mediante el
crédito [...] Y quienes controlan el crédito de la Nación dirigen la política
de los gobiernos y sostienen en las palmas de sus manos el destino de la
población». Dicho de otra forma: la banca siempre gana y, en el tablero del Monopoly mundial, impone sus reglas.
Gracias a Irving Fisher sabemos
que los tipos de interés se modulan en función de la tasa de inflación. El tipo
de interés nominal incluye el crecimiento de los precios (tasa de inflación) y
el tipo de interés real (con el que el prestamista gana dinero). Cuando el tipo
de interés nominal es igual a la tasa de inflación, el prestamista no obtiene ni
beneficio ni pérdida, porque el reembolso futuro es igual al valor del dinero que
presta. Una tasa de inflación superior al tipo de interés nominal implica un
tipo de interés real negativo y, como consecuencia, una rentabilidad negativa
para el inversor.
He ahí el quid de la cuestión: a
los grandes tenedores de deuda pública y privada les convienen tasas de
inflación bajas porque muchos activos financieros tienen intereses nominales, razón
por la cual su rentabilidad real se ve perjudicada por el aumento de la
inflación. De ahí que los grandes inversores en deuda soberana y privada (que
en Europa son los banqueros franceses y alemanes) presionen a sus respectivos gobiernos
para que apliquen políticas basadas en el control de la inflación, habida
cuenta de que cuánto más baja sea esta más favorecidos resultan sus intereses.
Y termino con otra cita, esta
vez de Napoleón Bonaparte, derrotado en Waterloo por las potencias europeas
financiadas por la familia Rothschild cuando intentó que Francia hiciese una
quita de su deuda bancaria: «Cuando un gobierno depende de los banqueros por el
dinero, son ellos y no los líderes del gobierno quienes controlan la situación,
ya que la mano que da está por encima de la mano que recibe […] El dinero no
tiene patria; los financieros no saben de patriotismo ni de decencia; su único
objetivo es el beneficio».
El dinero, que al principio se
usaba para hacer más fácil el intercambio de objetos, ahora se usa para
esclavizar a las masas.