Es llamativo lo
poco conocidos que son los datos del IRPF, el impuesto directo por excelencia,
que en teoría recoge todas las rentas percibidas y que supuestamente es el
paradigma de la progresividad y la gran herramienta fiscal para la
redistribución de la renta. Interesarse por el régimen tributario es un
saludable ejercicio que permite comprobar que los resultados propios no se
apartan casi nada de lo que dicen las estadísticas oficiales, según las cuales
cada español trabaja al año 146 días laborables para abonar sus impuestos, de
donde se deduce que, si uno se jubila con cuarenta años cotizados, veinte de
ellos habrán servido para pagar impuestos. Ese es el precio que se paga por ser
ciudadano, por vivir en sociedad, por tener servicios como la educación, la
sanidad o la justicia, y por usar infraestructuras comunes como calles, puertos
o carreteras.
Según los
Presupuestos Generales del Estado, España gasta cada año unos 400.000 millones
de euros (M€), que sirven para mantener los servicios de 41 millones de
habitantes, incluyendo las pensiones mensuales que cobran 5,5 millones de
jubilados. Casi la mitad de ese gasto (190.000 M€) se financia con los
impuestos recaudados de los veinte millones de asalariados y de 1,3 millones de
empresas. Excluyendo las tasas (7.000 M€), la mayor parte del resto proviene de
los impuestos indirectos, esos que incrementan el precio de cualquier producto
de consumo.
El artículo 31 de
la Constitución establece que todos los ciudadanos están obligados al «sostenimiento
de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un
sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y
progresividad [...]». No es exactamente así, como trataré de demostrar en este
artículo que redacto inmediatamente después de haber realizado mi declaración
de la renta, que no tengo empacho en desvelar en números redondos: Gané 61.000
euros y pagué 18.000 de IRPF, o lo que es lo mismo, el 29% de mis ingresos se
fueron directamente y pagando por anticipado, a la Agencia Tributaria. Sumando
al IRPF los impuestos indirectos -los españoles con mis ingresos tributan en
realidad un 47%-, resulta que el año pasado mi contribución a la caja común fue
de 29.000 euros, casi la mitad de mis ingresos. No protesto, todo lo contrario,
pero constato.
Preparando esta entrada
me entero de que pertenezco al club de los ricos y certifico que sobre las
espaldas de los asalariados recae el pago de la mayor parte de la factura del
Estado. Me entero también de que soy socio de El club de los pringaos como se intitula el último e imprescindible
libro de Daniel Montero (Esfera, 2012), al que pertenecemos casi veinte
millones de españoles. Me desahogo con este artículo porque uno puede que
pertenezca al club, pero no es idiota.
Nuestro sistema
fiscal no es progresivo porque no es cierto que paguen en mayor proporción los
que más ganan. De hecho, es proporcional o ligeramente regresivo. La
proporcionalidad significa que se paga la misma proporción de la renta,
independientemente de lo que gana cada uno. Además de la elevada proporción de
los impuestos regresivos, el asunto se agrava porque los impuestos teóricamente
progresivos, además de no serlo, presentan fuertes distorsiones que hacen que resulten
finalmente menos progresivos de lo previsto.
Tomemos como
ejemplo el caso del IRPF, el impuesto directo por excelencia, que en teoría
recoge todas las rentas percibidas (no sólo las salariales) y que se supone es
el paradigma de la progresividad y al que se le asigna el papel de gran
herramienta fiscal para la redistribución de la renta. Según las estadísticas
del ministerio de Hacienda, son los veinte millones de asalariados, con sus
nóminas medias de 23.0000 euros brutos al año, los que recaudan casi 80.000 M€,
que es el 72% de los 110.000 M€ que se recaudan vía impuestos directos. Por el
contrario, todas las empresas españolas juntas –incluyendo las gigantescas como
Iberdrola, Telefónica, ACS o Ferrovial- recaudan menos de la mitad: 30.000 M€.
El 10% de españoles
que declaran recibir las rentas más elevadas, es decir, los "ricos"
de nuestra sociedad, se sitúan a partir de una renta de 39.000 euros anuales
brutos. Es decir, que según las declaraciones de IRPF, el que gane más de 3.250
euros brutos al mes puede considerarse "un rico de pleno derecho",
porque sólo el 10% de nuestro país declara recibir una renta igual o superior a
esa.
El escalón más alto
está definido a partir de unos ingresos de 99.000 euros anuales brutos, es
decir, 8.250 euros brutos al mes. Si alguno de los lectores de este artículo
gana esa cantidad o una superior, debe saber que pertenece al exclusivo club de
los "riquísimos". En España hay cien mil personas que declaran
situarse en ese tramo de la renta. Conozco a algunos de ellos y les puedo
asegurar que ninguno vive en la opulencia. En cambio, sabemos también que hay
miles de españoles que hacen ostentación de opulencia y que, lamentablemente,
no declaran estar en ese tramo del IRPF. El problema, por tanto, es que la cúspide
de la distribución de nuestro IRPF está casi vacía. Sólo los asalariados muy
cualificados pertenecientes a la clase media-alta y que están sujetos al
control de Hacienda, figuran en el escalón donde estaría el mismísimo Epulón.
Los impuestos
indirectos suponen unos 77.000 M€, lo que representa el 41,5% de la recaudación
total, lo que hace muy difícil mantener la ilusión de que “hacienda somos todos”,
porque resulta que casi la mitad del dinero necesario para mantener el Estado
se recauda de forma indiscriminada entre todos los españoles, con independencia
de sus ingresos. Esto supone que cuando ponen gasolina o compran un litro de
leche, los diez millones de españoles que perciben rentas medias de 1.400 euros
brutos al mes contribuyen en la misma proporción que los 466 consejeros de las
35 empresas del IBEX que declaran percibir casi 200.000 euros mensuales.
Al injusto
desequilibrio fiscal contribuye no poco la existencia de multitud de lagunas en
el sistema tributario que da lugar a lo que el economista Vito Tanzi, durante
años director del departamento de Estudios Fiscales del FMI, ha denominado “termitas
fiscales”: las personas físicas y jurídicas que a través de exacciones,
exenciones e intersticios, no pagan legalmente los impuestos que les
corresponderían.
La farragosa trama
legal explica que en los últimos tres años las compañías españolas han pasado
de aportar el 22% del dinero que necesita el Estado a sólo un 10%. En la
actualidad, solo uno cada diez euros que se gasta en educación, sanidad o
justicia o cualquier otro servicio que dependa del Estado procede de las
empresas. En 2007 el Estado ingresaba
45.000 M€ por el Impuesto de Sociedades, un tributo que tienen que satisfacer
todas las empresas españolas. Cuatro años después, sólo ingresa la mitad. Y
como veo venir a algunos que me dirán que con la crisis las empresas entraron
en pérdidas, les dejaré un botón de muestra: en 2010, los beneficios de las
empresas del IBEX 35 crecieron un 20%; juntas ganaron 60.000 M€.
Los impuestos no
son un fin en sí mismos, pero todos los derechos legalmente exigibles cuestan
dinero. Debemos celebrar el hecho de que los impuestos existan aunque también
sirvan para que cobren su sueldo público los catedráticos de Economía y los
políticos que exigen su reducción o desaparición. Lejos de ser una obstrucción
a la libertad, los impuestos son una condición necesaria de su existencia.