Sabido es que quien determina el lenguaje logra el poder, de donde podemos derivar que de la misma
forma que lo llaman amor cuando quieren decir sexo, la proliferación de
eufemismos en el lenguaje económico busca despistar al auditorio y orientar al
común de los mortales en una determinada dirección. El ministro de Economía, un
hombre que mientras habla parece tener razón, es maestro en la creatividad
semántica y en la manipulación del lenguaje hiperbólico, sobre cuyas peligrosas
perífrasis ya advertía el maestro Juan de Mairena.
Convenientemente
agitados en la coctelera verborreica y trufados con algún epíteto apocalíptico,
tales eufemismos pueden dar lugar a lucidos jeroglíficos tales como “el feroz
ataque depredador de los mercados a la deuda soberana lastrada por los activos
tóxicos incorrectamente provisionados provoca el disparo acelerado de la prima
de riesgo de los países periféricos”. A este empobrecido neoculteranismo
hiperbólico cuya lectura deja sin aliento, se añade el metalenguaje críptico e
intencionadamente equívoco de la contabilidad, que no es el croquis más
adecuado para transitar por el campo minado del discurso financiero. Entre las
minas de racimo sembradas por doquier trataré de separar dos clásicas que están
de plena actualidad: activos y provisiones.
Un activo es un
bien tangible o intangible que alguien posee porque espera obtener beneficios o
rendimientos futuros de ellos. Una definición sencilla de activo financiero es
asimilarlo a un pedazo de papel que otorga a su poseedor el derecho a recibir
un ingreso futuro. Entre las principales categorías de activos financieros se
encuentran los préstamos, las acciones, los bonos y los depósitos bancarios.
Ceñiré mi ejemplo a los primeros.
Acudo a una entidad
financiera y solicito un préstamo para emprender un negocio o para adquirir
cualquier cosa, da lo mismo. La entidad se fía de mí (más bien de mi aval) y me
entrega una cantidad X. Me comprometo con un papel firmado (automáticamente
convertido en activo) a devolverle al banco X más sus intereses. Tomo el dinero
X y lo introduzco en el círculo virtuoso de la economía productiva, al tiempo
que dejo en la entidad un agujero real por valor de X, la cual en buena
práctica contable lo anota en el capítulo de activos de sus libros. Es decir,
no tiene X pero lo anota como activo porque espera cobrarlo en el futuro.
Pasado un tiempo, si todo va bien, cobrará capital e intereses, pero de
momento, recuerde, no tiene nada salvo mi promesa de devolver el préstamo.
Cuando lo haga, el activo desaparecerá de la contabilidad de la entidad.
Si no devuelvo el
préstamo, mi activo sigue figurando apuntado hasta que la entidad emprenda una
acción legal (por lo general un embargo o la ejecución del aval) que le permita
recuperarlo. Por ejemplo, se queda con la vivienda o con el solar que yo
hubiera dejado como garantía. Fácil, ¿no? El problema es que la entidad había
tasado mi vivienda por un determinado valor que, para no complicar mi
explicación, supongamos que es el capital X; pero si resulta que como
consecuencia de las oscilaciones del mercado su valor se ha reducido a la mitad
(X/2) y en la contabilidad de la entidad sigue figurando con el valor X,
estamos ante un artificio contable. Si eso se repite para miles de préstamos
impagados o de dudoso cobro, está claro que los activos de la entidad valen la
mitad de lo que indican sus cuentas, convertidas merced a la contabilidad en
sepulcros blanqueados.
Los activos son la
garantía a que están obligadas las entidades para respaldar sus operaciones de
caja. Recuerde lo que he escrito en alguna entrada anterior: los bancos crean
dinero de la nada. Cuando usted deposita en caja diez euros, la entidad guarda
uno y presta nueve a otros clientes. Como usted quiere que le devuelvan sus
diez euros en el momento que los necesite, los activos garantizan que la
entidad posee los fondos necesarios para devolver el dinero que han depositado
sus clientes.
Imagine ahora que
en una entidad se han depositado mil euros, de los cuales ha prestado
novecientos y guarda cien. Como ha prestado novecientos, en teoría debería
tener activos que los respaldasen suficientemente. Pongamos que tiene como
activo un solar cuyo precio de mercado era de novecientos euros en el momento
del préstamo. Si la actividad económica ha evolucionado positivamente y hay
demanda de suelo, el activo se habrá revalorizado y sería incluso posible que
estuviera deseosa de que usted no devolviera el préstamo para ejecutar el aval
y ganar algún dinerillo.
Pero, si como
ocurre ahora, el precio del solar ha visto reducido su valor, pongamos que a la
mitad (estoy siendo muy optimista), el activo se habrá depreciado hasta los 450
euros. ¿Qué ocurriría entonces si los depositantes quieren recuperar sus
novecientos euros? Pues que el banco no podría devolverles más que cien.
Pasemos ahora a ver
cómo intenta minorarse el riesgo de los activos. La palabra clave es “provisión”,
término contable que se entiende mejor si se piensa en “previsión”, porque lo
que realmente se hace es prevenir lo que podría pasar en el futuro. Como este
es incierto, en los libros contables hay que prevenir pérdidas, por lo que en
el capítulo de gastos se anotan provisiones racionales sobre las pérdidas que
pueda sufrir la entidad en operaciones que siempre entrañan riesgos.
En una situación
ideal pero que me sirve perfectamente como ejemplo, para cualquier entidad el
importe de sus activos (A) debería ser igual al de las provisiones (P)
realizadas, es decir A = P. Pero las cosas no son tan fáciles porque la entidad
sólo está obligada legalmente a provisionar un porcentaje de lo que pudiera
perder en el futuro como consecuencia de los impagados. Pero por simplificar
con esa situación ideal, si los activos se hubieran depreciado a la mitad
(A/2), las provisiones deberían duplicarse (P x 2), para que se cumpliera la
utópica ecuación A/2 = P x 2.
En este momento las
entidades financieras españolas tienen parte de sus activos en bienes cuyo
valor se desconoce, aunque nadie ignora que una buena parte son “activos
tóxicos” (léase solares, viviendas a medio construir y viviendas terminadas),
cuyo valor de mercado es muy inferior a aquel con el que fueron tasados. Lo que
quieren los inversores de los eufemísticos “mercados” es que se aclare cuánto
valen realmente los activos y que en función de ese valor se hagan nuevas
provisiones en capital real. Cuando el equilibrio entre unos y otras sea
sólido, no tendrán ningún temor en invertir su dinero.
En una situación de
normalidad económica las entidades financieras podrían provisionar con cargo a
su propio capital o con ampliaciones de este, pero como no estamos precisamente
inmersos en la normalidad, el capital de los bancos va a ser absolutamente
insuficiente y habrá que acudir a su “rescate” (léase a la “asunción de
impagos”). Todo indica que las provisiones son de tal magnitud que el Estado no
podrá hacerlo con sus propios recursos y menos aún en una situación de
recesión, con decrecimiento económico, descenso de la recaudación tributaria y
aumento de los subsidios de desempleo.
Por eso, tarde o
temprano, habrá que dejar la actual terapia de paños calientes, porque el
enfermo lo que necesita es un enérgico tratamiento de quimioterapia que esta tercera
reforma de la reforma vuelve a rehuir prolongando la agonía de parte de la
banca española.