Catorce de abril. Aniversario de la proclamación de la II República Española. Dos miembros de la familia real se han accidentado en la misma semana cuando practicaban actividades con armas de fuego. Las fechas las carga el diablo. Creíamos que se iba a intervenir el Reino y el intervenido ha sido el Rey. ¡Qué semana para la familia real! Nunca tan pocos hicieron tanto por la República en un año en el que se cumplía también el aniversario de la salida de Alfonso XIII, otro Borbón aficionado a las mujeres, a la caza y a la buena vida. Desde que se estrenó Dumbo no veíamos tanto elefante en las portadas.
Austeridad y ejemplaridad, dos términos profusamente utilizados por Juan Carlos I en su discurso de Navidad. Palabras que se mandan a donde habita el olvido en cuanto la llamada primigenia y salvaje del cazador y de las feromonas reclaman su presencia en Botsuana, a ocho mil kilómetros de distancia de un reino en crisis, para abatir un hermoso animal por un precio simbólico: el equivalente al subsidio de desempleo de un centenar de españoles.
En el peor momento económico de nuestra historia contemporánea, con la soberanía que él se debería encargar de salvaguardar amenazada directamente por la evolución de los mercados -la Bolsa o la Prima-, nos enteramos de que su prioridad ha sido irse a cazar elefantes y que no han sido los acontecimientos nacionales sino una caída inoportuna la que le ha traído de vuelta a donde se encuentra su nieto mayor hospitalizado (¿dónde queda su corazón?) y una soberanía nacional, como los elefantes, en peligro de extinción (¿ya no ejerce la razón?).
¿De dónde sale el presupuesto para el viaje del rey y de su séquito a uno de los pocos países del mundo en donde se permite la caza de elefantes, a cambio de sumas que oscilan entre veinte mil y cuarenta y cinco mil euros por escopeta? ¿Cuánto ha pagado Juan Carlos y a cargo de qué partida presupuestaria por la aventura? ¿Cómo ha viajado hasta allí y a quien corresponden los costes de su excursión? ¿Cuántas personas componían su séquito (que se sepa, al menos eran tres: un médico y tres escoltas) y qué dietas percibían por acompañarle? ¿Quién es esa hermosa dama que se presenta como su embajadora? Un portavoz oficial de la Casa Real se ha apresurado a asegurar que la cacería fue “una invitación” al jefe del Estado que “no tuvo coste alguno”. Mensaje necio que confunde valor y precio.
En su Diario de Viaje a España (1799-1800), Wilhem von Humboldt visitó la corte instalada en la Granja de San Ildefonso; la familia real y sus costumbres le parecieron patéticas y el rey, Carlos IV, «un guardabosques». El genial Goya los retrató en todo su patetismo. Algo ha cambiado para que todo siga igual. En unos momentos de clara incertidumbre sobre el futuro de España, la foto de Juan Carlos I disfrazado de guardabosques junto a un paquidermo asesinado es lo que nos faltaba para acabar de presentarnos como una reedición de la corte de los milagros. Que nadie se sorprenda. España siempre fue así. Siempre batiéndose hasta la extenuación -garrote en mano, barro hasta las corvas- por los viejos lemas: ¡Dios, Patria y Rey! Y siempre perdiendo. Algunos no, claro está.
Que el Rey, quien hace poco decía “perder el sueño por el paro juvenil”, ofrezca el poco edificante espectáculo de su comportamiento y emplee decenas de miles de euros (si es dinero público, malo, si es regalo de otros, peor) en asesinar elefantes africanos –un animal en peligro de extinción a escala continental según WWF-ADENA, asociación ecologista de la que don Juan Carlos es presidente de honor y a la que acaba de cubrir de gloria- supone una rueda de molino que la España de los cinco millones y medio de parados no se tragará con facilidad. Abochorna, además, conocer la falta de sensibilidad del Jefe del Estado al cazar unos animales cuyos colmillos son mercancía de valor en las transacciones negras de marfil, en detrimento de países como Botsuana que están siendo esquilmados por cazadores desaprensivos.
Junto a otras del entorno real que es preferible no comentar, la noticia llega en momentos que el periodista Juan Antonio Zarzalejos –ex director del muy monárquico diario ABC- ha calificado como de “entrada en barrena de la Corona española”. En octubre pasado, las encuestas de opinión suspendían por primera vez a la Monarquía, a la que calificaban con una nota de 4,8 sobre 10, según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas. Para Zarzalejos, nada sospechoso de republicanismo, el rey «ha de elegir entre las obligaciones y servidumbre de la Jefatura del Estado y una abdicación que le permita disfrutar de una vida diferente».
El barómetro del CIS es un indicador de que a España la monarquía empieza a no resultarle simpática. Nunca lo fue, pero siempre se salvó gracias a la figura del actual rey por su papel durante el 23-F, una noche eterna que nos está resultando muy cara. Más allá de sus amoríos bajo una sorprendente doble moral que no nos sale gratis, alguien tendría que aprestarse a exigirle que abdicara antes de que cualquier nuevo Ortega y Gasset proclamase de nuevo “Delenda est monarchia”.
Por más que la práctica cortesana y aduladora de alguna prensa intente silenciar o edulcorar unos hechos que todo el mundo conoce, es reconfortante leer titulares como los del cada vez más leído diario virtual El Confidencial (EC) referidos a la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein, de 46 años, divorciada y madre de dos hijos, gran aficionada a la caza y la vela, dos pasiones que comparte con don Juan Carlos, con quien ha sido vinculada sentimentalmente y que actúa como organizadora oficiosa de las actividades del monarca, entre otras las de la cacería de elefantes, a la que la pareja acudió acompañada por un grupo de empresarios, presuntos paganos del divertimento real: «Una princesa amiga del Rey negocia en su nombre ante un multimillonario saudí» (EC, 12/04/2012) o «La princesa Corinna Sayn-Wittgenstein, amiga del Rey, organiza cacerías para millonarios» (EC, 15/04/2012), que vienen a refrendar que don Juan Carlos «decidió dar rienda suelta al gen Borbón a la muerte de Franco, cuando se cumplían trece años de su enlace con la reina», según Pilar Eyre, autora de un libro ninguneado, La soledad de la Reina, que presenta a doña Sofía como «una mujer engañada y con una vida conyugal que ha sido una auténtica tragedia».
Refrenda el número de 15 de abril de la revista británica Time: «No es el mejor momento para ser Rey de España». Ni para ser súbdito, habría que añadir, por más que los británicos sean los últimos en poder dar testimonio de familias reales ejemplares (¿Las hay?). Pero el articulista de Time tiene razón cuando apunta que «durante décadas, los Borbones han evitado la clase de censura y escrutinio públicos que han acosado a otras monarquías europeas», cautelas que han evitado que los españoles conozcamos algunos de los rumores que han rodeado a la familia Real, desde «posibles amantes o fraudes económicos, o encuentros poco apropiados con jeques árabes o siquiera una afición especial a las píldoras adelgazantes». Sin embargo, subraya el artículo, «esta reticencia está comenzando a cambiar, gracias en parte a los recientes escándalos legales».
Catorce de abril. Parece claro que si España ya tenía un grave problema con su modelo de Estado -el autonómico-, a partir de ahora, y sin saber todavía si los últimos traspiés de la familia real dejarán más secuelas que las médicas, el país tiene un problema muy serio con la forma de Estado, es decir, con la Monarquía parlamentaria porque la Corona ha entrado en barrena con un más que preocupante diagnóstico político y social.
Alguno podrá argumentar que lo último que necesita España ahora un factor adicional de inestabilidad. Es discutible. Se ha escrito mucho pero merece la pena recordarlo: la crisis, si no conduce a la catarsis, se convierte las más de las veces en una ocasión perdida.