El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, anunció a los españoles que el paro, que se acerca inexorablemente a los seis millones de personas, va a seguir aumentando. Cuando lo veo proclamar que la reforma laboral –esa purga radical que de momento está provocando lo contrario de lo que se pretendía: el empeoramiento del enfermo- dará resultados a largo plazo, me parece que su discurso es muy acorde con el macarismo literario de las bienaventuranzas que aconsejan la mansedumbre y la resignación como único medio de ganar el cielo. Resignaos pobres en vuestra mansedumbre (¡no os manifestéis, no protestéis!) porque a largo plazo tendréis el cielo.
En La democracia y el mercado (Paidós, 2004) el economista francés Jean-Paul Fitoussi escribió una alegoría sarcástica en la misma línea. En ella, la crisis se dirige a los perdedores: «Lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis ellas reduciendo las protecciones que aún tenéis. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad; este es el camino que os hará encontrar el futuro». Al fin y al cabo, más vale un proletario precarizado convertido en esclavo manso que un trabajador en el paro.
No han terminado todavía con la digestión del Estado de Bienestar y ya empiezan a lanzar dentelladas a su nueva presa: el Estado de las Autonomías. Es un paso más de la violencia que desde la facción derechista (y dominante) de los poderes económico, político, mediático y religioso se está ejerciendo sobre la ciudadanía con una letanía amenazadora que utiliza el miedo como instrumento político que intenta abrir las puertas a transformaciones impensables en un escenario de normalidad. El eje vertebrador de este empecinado discurso ultraliberal es la austeridad, un vocablo de apariencia balsámica y taumatúrgica jaleado hasta la extenuación por diversos medios entre los que no falta la facción eclesiástica que, olvidando que a la Iglesia Católica no la afectan los mismos recortes que nos afectan a todos y el obsceno despliegue de lujo y boato litúrgico y los desplazamientos estelares de su supremo pontífice, encuentran en la austeridad aplicada a otros la apoteosis de la virtud de la prudencia frente al vicio de la prodigalidad.
En la anoréxica dieta de austeridad que proponen con la misma autoridad con la que el dómine Cabra amonestaba a sus hambrientos pupilos, olvidan dos cosas: que la austeridad a ultranza y crecimiento económico son incompatibles, y que la dieta propuesta no afecta a todos por igual, como atestigua el inusitado crecimiento del sector del lujo en la economía española (4.500 millones de facturación en 2011), lo que incluye que mientras que la venta de vehículos convencionales se desploma por debajo de sus límites históricos, la de vehículos de lujo crezca sin parar. Es decir, que quienes más tienen están excusados del ejercicio de la virtud. Bien pensado, tampoco es nada nuevo dado que el ejercicio práctico de la virtud puede obviarse por el tradicional método católico de alcanzar el paraíso sin más trámites que adquirir las oportunas bulas eclesiásticas.
Razón añadida para desconfiar de la receta neoliberal es que, efectuado el diagnóstico y administrado el bálsamo, los síntomas de la enfermedad lejos de remitir se acentúan. Estupefactos, los apóstoles de la austeridad para los demás comprueban que poner el coste del despido a precio de saldo, punto culminante del saqueo del mundo laboral que intenta utilizar a los parados como arietes para hundir los salarios, no crea puestos de trabajo sino más desempleo.
Y como la letra con sangre entra, el ministro del Interior –el iluminado opusdeísta Jorge Fernández Díaz- y el de Justicia –el neorancio y no menos ultracatólico Gallardón- preparan por colleras un proyecto de ley que equipara a los manifestantes con los terroristas. Habida cuenta de los expeditivos métodos que los antidisturbios emplean frente a tirios y troyanos, cuyas amables intervenciones y almibaradas cargas culminan con lunáticos atestados en los que hacen constar desvergonzadamente que los pájaros se tiran a las escopetas o, lo que es lo mismo, que jovencitas indefensas agreden a bigardos provistos de chalecos antibalas, espinilleras, casco, escudo y porra, la que preparan ambos ministros ultracatólicos es para echarse a temblar.
Con tal iniciativa legislativa se pretende hacer mangas y capirotes del derecho constitucional a la manifestación y de arrebatar a las clases populares lo único que les queda: su capacidad de intimidación pacífica, a la que se pretende embridar por el coercitivo procedimiento de transformar a todos los manifestantes en enemigos potenciales del Estado. De Gandhi al Cojo Manteca por decreto ministerial.
La derecha política y su orquesta mediática (púlpitos incluidos) han demostrado secularmente su capacidad para la siembra del miedo paralizador que trae consigo la provechosa cosecha de la mansa docilidad, sustentadora del caciquismo decimonónico cuyas aguas nos trajeron los dichosos lodos de las dictaduras militares de las que disfrutó nuestro país el siglo pasado. Instrumento decisivo era por entonces la “ley de fugas” que ahora se transmuta en el proyecto de ley que, ante la previsible radicalización del sector juvenil –el más castigado por la lacra del paro y la falta de expectativas-, pretende transformar a los miembros del 15-M en potenciales profesionales de la guerrilla urbana. La medida, por lo demás, se compadece mal con la puntería exquisita de la amnistía fiscal decretada a favor de los ladrones de guante blanco que son los defraudadores fiscales. Para un gobierno nervioso y bajo presión entre los últimos se encuentran sus amigos reales, mientras que entre los indignados discrepantes se encuentran potenciales criminales.
La jauría mediática de la derecha necesita piezas a las que devorar y el complaciente gobierno se une con fervor al despiece de los descarriados que irritan a la gente de orden. Se endurece el Código Penal para los delitos menores y para los menores, se prepara la ilegalización del aborto y la penalización de la píldora del día después, mientras que los obispos ultramontanos demonizan desde el altar a los que no se ajustan a sus insensatos y calenturientos desvaríos moralizantes siempre tan atentos a la sexualidad ajena como ciegos ante la que pudre sus propias filas.
Para completar la faena, los purpurados españoles, tan apegados a las ubres del poder, despistan al personal sermoneando a favor de los poderosos, porque cuando creíamos que las desigualdades sociales cada vez más sangrantes se debían a la explotación del hombre por el hombre, resulta que no, que el estancamiento de los salarios, los ERES oportunistas, los despidos y el desempleo, son consecuencia del hundimiento de los valores familiares de la clase trabajadora. Acabáramos.