Un magnate norteamericano inauguraba una nueva cadena de montaje allá por los años treinta. Los asistentes estaban maravillados: las máquinas podían sustituir a los hombres. En la vieja fábrica, para montar un modelo de automóvil se necesitaban cien obreros. En la nueva, bastaba con veinticinco. Ufano, el magnate se dirigió al sindicalista: «Paul –le dijo- tienes un problema, estas máquinas no cotizarán la cuota sindical». «Henry –le respondió este- tienes un problema mayor: las máquinas no van a comprar los coches que produces».
Aquel representante de los trabajadores de hace casi un siglo sabía lo que cualquier estudiante de economía que hubiera leído la Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, de Keynes, o la Economía, de Paul Samuelson, habría recitado de carrerilla: que la austeridad y la retirada del dinero circulante pagando salarios más bajos y asustando a los asalariados con la amenaza de perder su puesto de trabajo (provocando con ello que se lo piensen dos veces antes de hacer cualquier gasto), es una estrategia muy mala en medio de una depresión. A diferencia del pensamiento neoliberal que se está imponiendo en toda la UE, la creación de empleo depende de que haya suficiente demanda de bienes y servicios y no del nivel de los salarios.
Haciendo lo contrario de lo que proclamaron, es decir, mintiendo, el gobierno del PP acaba de abaratar el despido y de asestar una puñalada mortal a los derechos laborales de los trabajadores. La medida es una consecuencia lógica de una conclusión absurda e inaceptable: para cualquier nivel de producción se puede crear tanto empleo como se quiera con tal de que los salarios sean suficientemente bajos. Es una falacia que se ha colado entre nosotros como una verdad irrefutable a fuerza de repetirla una y otra vez. No es cierto, flexibilizar el mercado de trabajo no creará más empleo, antes bien impulsará la precariedad, convertirá a los trabajadores en mano de obra desechable y abaratará los salarios ampliando la ya de por sí abrupta brecha social.
Hace falta ser ingenuo o estar completamente alienado para no darse cuenta de lo que está pasando, que no es otra cosa que favorecer los intereses de quienes utilizando el eufemismo de la “flexibilidad laboral” están sembrando el pánico para obtener asalariados que trabajen más por menos. Justo antes de la Guerra de Secesión, en Estados Unidos se había culminado el proceso de flexibilización del mercado de trabajo. En un sector de la población se había alcanzado el pleno empleo: eran los cuatro millones de esclavos negros que trabajaban a cambio de la comida y de un alojamiento miserable. En el otro sector de la población, el de los blancos, el desempleo alcanzaba tasas del ochenta por ciento. Quien no fuera latifundista o atendiera servicios básicos para los latifundistas, estaba condenado a vivir en unas condiciones más precarias que las de los esclavos a los que, al fin y al cabo, sus propietarios atendían para que rindieran más y mejor. Ese sí que era un mercado absolutamente flexible.
El paro supone una tragedia humana, pero es muy rentable para una determinada manera de entender la economía. Si no fuese un buen negocio, resultaría imposible entender cómo, en un país tan castigado por el desempleo, se aprueban medidas destinadas a avivar el incendio. En El final de la edad dorada (Taurus, 1996), Carlos Solchaga lo expresaba claramente: «La reducción del desempleo, lejos de ser una estrategia de la que todos saldrían beneficiados, es una decisión que si se llevara a efecto podría acarrear perjuicios a muchos grupos de intereses y a algunos grupos de opinión pública». Nada sospechoso de ser un marxista peligroso, el ex ministro daba la razón a otro Carlos, Marx, que en el capítulo 23 de El Capital había teorizado que el funcionamiento del capitalismo requiere un “ejército industrial de reserva”, que es el sector de la población que queda en el desempleo al que se lleva a la desesperación para que trabaje más por menos.
Un nivel permanente de desempleo presupone una población ampliamente dependiente de un salario para la supervivencia, sin posibilidad de otros medios de vida. Tal reserva de capital humano garantiza el “derecho” de los empresarios a mantener salarios bajos (low jobs, por usar la jerga actual) y a contratar y despedir de acuerdo con unas condiciones laborales que sean tolerantes con sus exigencias. En España hemos podido comprobar en los últimos años que la presencia de gran número de inmigrantes ha sido utilizada para contratar con salarios más bajos y que incluso se ha tolerado, cuando no fomentado, la presencia de “sin papeles” precisamente porque su situación de mayor necesidad permitía a los empleadores contratarlos en condiciones más favorables para ellos.
Desde que se aprobó en 1980, el Estatuto de los Trabajadores ha experimentado tantas reformas que ya no sabemos ni contarlas. En todas ellas el guión se mueve a través de un argumento básico: dotar de mayor flexibilidad al sistema de relaciones laborales recortando derechos de los trabajadores. Ninguna de ellas solucionó el problema estructural del desempleo. Todas ellas han usado las mismas salmodias: eran reformas “de calado” e “históricas” que iban a “favorecer la contratación”. La misma partitura para la misma música que ahora reescriben otros acentuando los registros hasta desarbolar por completo los derechos de los músicos. La reforma publicada el pasado sábado no ha aprendido de la historia reciente: con el mismo mercado “rígido” España llegó a ser durante la década de 2000 el país que más empleo creaba en Europa para pasar a ser, después de la crisis, el mayor productor de desempleados de toda la UE.
Como decía Keynes y nos recuerdan algunos Nobel como Krugman o Stiglitz, que la creación de empleo dependa del coste del trabajo es una entelequia porque, como dicta el sentido común, lo que realmente condiciona el nivel de empleo o desempleo no son las condiciones de los mercados laborales, sino las macroeconómicas: la política monetaria, los tipos de interés, el coste del capital, el poder que tengan las empresas en los mercados, el nivel de inversión, las facilidades de financiación y, fundamentalmente, el dinero circulante y la capacidad efectiva de compra que haya en una economía. Si la actividad económica no crece lo suficiente, las tasas de desempleo se mantendrán elevadas, por mucho más eficientemente que funcione el mercado de trabajo.
La nueva reforma laboral sólo servirá para maltratar aún más a los ciudadanos sobrantes en la nueva economía especulativa del miedo, que invita a la supervivencia, no a la defensa de los derechos. Los trabajadores puede que acepten cualquier cosa por precaria que sea, pero por muy bajo que sea el salario, por muy dóciles que sean los sindicatos, por muy barato que sea el despido, por muy pocos derechos que tengan los trabajadores y mucho el poder de los empleadores, ¿de qué servirá todo eso si los empresarios no tienen a quién vender lo que producen?
Cuando avance 2012 y aparezca la terrible cifra de los seis millones de parados, Rajoy será el portador del baldón con el que cruelmente acusó a Zapatero: será el presidente que ostente el récord de tener el mayor número de desempleados en la historia de España. Ya lo es, pero no se le recuerda porque de momento vive de la “herencia recibida”, un legado que se agota con el avance del tiempo.
Cuarenta años después del año más brillante de su presidencia, vuelve el “Tramposo Dick” (Tricky Dick), un apodo que se hizo popular en la prensa estadounidense de los 70. Gracias a la mayor librería electrónica del planeta he tenido acceso inmediato al nuevo libro sobre Richard Nixon puesto a la venta el pasado 1 de febrero. Nixon's Darkest Secrets (“Los secretos más oscuros de Nixon”) está escrito por el periodista Don Fulsom, un veterano cronista en la Casa Blanca, cuyo libro aporta mucho chisme y poca sustancia a la ya de por sí desdichada biografía del único presidente norteamericano obligado a dimitir.
El libro de Fulsom ha aparecido al mismo tiempo que la edición española de China, un ensayo de Henry Kissinger, secretario de Estado con Richard Nixon y Gerald Ford, el ideólogo de la política exterior norteamericana y uno de los máximos responsables del juego sucio y la guerra secreta de la CIA, que provocaron, entre otras lamentables consecuencias, la implantación de dictaduras de extrema derecha en Chile y Argentina. Con este ensayo, el experto manipulador pretende pasar a la historia como el hombre que condujo al histórico viaje de Richard Nixon a Pekín, y el impulsor del establecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre Washington y Pekín. Quiere hurtar el mérito a su antiguo jefe, Nixon, que murió sosteniendo que aquella iniciativa fue una idea suya.
Leyendo ambos libros uno concluye que 1972 fue el mejor año de los seis en los que Nixon ejerció como presidente. También fue el último que debió disfrutar en la Casa Blanca aquel hombre obsesivo, homófobo (y homosexual según Fulsom), misógino (hasta el extremo de maltratar a su mujer, Pat, según Fulsom), con oscuras relaciones con la Mafia, mentiroso, retorcido hasta el paroxismo y tan inseguro de sí mismo que enfermó de alcoholismo a base de beber compulsivamente para subir su ego.
Entre el año 1964 (el año en que Lyndon B: Johnson fue elegido presidente) y 1974 (el año en que Gerald Ford puso fin la guerra) la nación más rica y poderosa del mundo hizo un esfuerzo militar máximo -en el que empleó todos los artefactos bélicos imaginables excepto a la bomba atómica- para derrotar a un movimiento nacionalista revolucionario en un diminuto país de campesinos. Un tigre contra un ratón. El tigre fracasó. Cuando Estados Unidos luchó en Vietnam, hubo una confrontación entre la tecnología moderna organizada y seres humanos organizados. Vencieron los seres humanos.
Siguiendo la política iniciada por el Pentágono durante la Administración Kennedy, Lyndon Johnson, se metió en una guerra brutal que no había podido ganar. Su popularidad era más baja que nunca; no podía aparecer en público sin que hubiera una manifestación en contra de él y de la guerra. El eslogan que decía "LBJ, LBJ, ¿a cuántos niños has matado hoy?" se escuchaba en manifestaciones a lo largo y ancho del país. A mediados de 1968, un agobiado y estresado Johnson, que se había encerrado en el Despacho Oval porque era incapaz de mirar a la cara a la gente, renunció a la reelección.
Con los suburbios ardiendo, los campus universitarios en ebullición y con continuas marchas pacifistas sobre Washington, una idea se instaló en la mente de la América profunda: tras los últimos gobiernos demócratas, el liberalismo había avanzado demasiado. Era el momento de regresar a los viejos valores que encarnaban a los republicanos. Miraron en el desván y encontraron agazapado a Richard Nixon, el hombre que había servido como fiel vicepresidente del añorado Eisenhower. La gente hubiera preferido al viejo "Ike", pero ni su edad ni la Constitución lo permitían.
Apelando a la “mayoría silenciosa” y con la promesa de que sacaría a Estados Unidos de Vietnam, ganó holgadamente las elecciones de 1968. Nixon empezó a retirar tropas de Vietnam. En enero de 1972, quedaban menos de 150.000 soldados. Pero los bombardeos continuaron. La política de Nixon era la de la "vietnamización”. El gobierno de Saigón debía seguir la guerra con tropas terrestres aunque utilizando dinero y fuerzas aéreas americanas. Nixon no puso fin a la guerra; estaba poniendo fin al aspecto menos popular de ella: a la participación de soldados de tierra americanos en un país lejano. La operación de maquillaje resultó excelente para Kissinger, que obtuvo el Nobel de la Paz de 1973 por lograr un alto el fuego que al final quedó en nada y dio pasó a miles y miles de muertos antes de la derrota final norteamericana que no se admitió hasta la presidencia de Gerald Ford.
El año 1972 era año de elecciones presidenciales y Nixon quería sacar un conejo de la chistera del Tío Sam. Hizo algo a lo que ni Kennedy ni Johnson se habían atrevido: explotó la lógica de la disputa chinosoviética y alcanzó un entendimiento con China. Consideraba que el Pacífico sería el escenario mundial del futuro. Acertó. La cumbre de Moscú, que también había protagonizado y que significó el inicio del fin de la Guerra Fría disparó su popularidad. El regreso de muchos soldados de Vietnam y la disminución del reclutamiento se notaron y se apreciaron. La inflación bajaba, el producto interior bruto crecía, el salario real aumentaba y los impuestos federales se habían reducido veinte puntos para la familia tipo. Las acciones estaban en alza y batieron un récord histórico justo antes de las elecciones. De ahí el triunfo aplastante de Nixon con casi el 61% y el apoyo de todos los estados excepto el de Massachusetts, mientras que el 29% para un candidato posicionado contra la guerra, el senador George McGovern, fue uno de los peores resultados obtenidos por un candidato demócrata. Nixon estaba feliz.
Mientras descansaba en Cayo Vizcaíno, Florida, en la residencia de un banquero mafioso, "Bebe" Rebozo, con quien Nixon mantenía una oscura relación que Fulsom considera homosexual, un asesor le llevó una noticia que el presidente aparentemente se tomó a broma. El 17 de junio cinco hombres ligados a la CIA que prestaban oscuros servicios en la Casa Blanca fueron detenidos cuando salían de robar del edificio Watergate, sede del Comité Nacional Demócrata. Así "estalló" el escándalo Watergate, y permitió que la maquinaria de las investigaciones del Congreso, donde los demócratas, poseían el control de la mayoría, lanzara un ataque frontal contra la "Presidencia Imperial".
Una encuesta de junio de 1973 mostraba que el 70% de los encuestados pensaba que Nixon estaba involucrado en el robo de Watergate o mentía para encubrirlo. Las cosas se pusieron aún más feas cuando el personal de menor nivel empezó a cantar. En julio de 1973, uno de ellos admitió que todas las conversaciones de trabajo de Nixon se grababan automáticamente. La transcripción de las cintas acabó por solemnizar lo obvio. Nixon no sólo tenía que ver con los robos de Watergate, sino con una serie de acciones ilegales contra oponentes políticos y activistas pacifistas. El presidente y sus ayudantes mintieron una y otra vez en el intento de ocultar su participación en esos hechos y en otros de financiación ilegal de las campañas presidenciales. El hecho probado de que el presidente había engañado al fisco por más de medio millón de dólares valiéndose de falsificaciones para deducir impuestos, terminaron por hundirlo.
Para acumular más pulgas, se acusó al vicepresidente Spiro Agnew de haber recibido sobornos de contratistas cuando era gobernador de Maryland. En el procesamiento surgieron pruebas sólidas más de cuarenta cargos de soborno, conspiración criminal y fraude impositivo. Agnew renunció el 9 de octubre de 1973. Nixon lo sustituyó por Gerald Ford.
A principios de 1974, un comité de la Cámara preparó la documentación para presentar un voto de impeachment ante el pleno. Los consejeros de Nixon le avisaron de que el Senado votaría la mayoría de dos tercios necesaria para destituirle del cargo. Los instintos combativos de Nixon le animaban a pelear. La noche del 30 de julio de 1974, garabateó en un cuaderno, que «debía terminar su carrera como un luchador». Pero tenía que considerar que para llegar a su proceso de impeachment se habían empleado dieciocho meses que habían causado un daño incalculable al sistema norteamericano y a la posición de Estados Unidos en el mundo. La semana siguiente dimitió.
Gerald Ford, que ocupó su cargo y lo amnistió dijo: “Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado". Los periódicos, tanto los que estaban a favor de Nixon como los contrarios, celebraron la culminación de la crisis. «El sistema está funcionando», dijo el columnista del New York Times Anthony Lewis. Más cauto fue Claude Julien, director de Le Monde Diplomatique, en septiembre de 1974: «La eliminación del señor Richard Nixon deja intactos todos los mecanismos y los falsos valores que permitieron el escándalo Watergate».
Julien recordó a Lampedusa. Algo se había cambiado para que todo siguiera igual: el secretario de Estado, Henry Kissinger, continuaba en su puesto de gran manipulador.