Desde que Larra escribiese hace 178 años la amarga crónica de la burocracia española, se ha confundido función pública con burocracia. La palabra "funcionario" evoca una mesa de despacho en una oscura covachuela, la visera y los manguitos, los dedos manchados de tinta, el cortaplumas y el afila lápices con manivela, el papeleo interminable, las pólizas y los sellos, las gestiones agotadoras, el indescifrable lenguaje de una administración decimonónica y el «vuelva usted mañana». Aprovechando esa imagen distorsionada de la realidad, Joan Rosell, presidente de la CEOE, ha presentado un disparatado informe sobre la situación del sector público español cuya conclusión general es plantear la necesidad de una poda general de funcionarios acompañada de una jibarización del sector público, cuyos males quedarían prodigiosamente sanados mediante la transferencia de servicios públicos básicos al sector privado.
Cuando el señor Rosell, empresario sin empresas y emprendedor que jamás ha creado un puesto de trabajo, habla por televisión, parece que lleva razón. Sin embargo, una lectura más detallada de su propuesta de recortar el gasto público mediante el expeditivo procedimiento de engordar las carteras privadas revela que, como el rey del cuento, el discurso está revestido de un vistoso manto demagógico cosido con el hilo de la inanidad con el que pretende aprovechar la crisis para arrimar el ascua a la sardina de sus intereses sectoriales. El dibujante El Roto lo resumió en una viñeta genial: «Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados». Aquellos que deseen profundizar en el conocimiento de quienes siembran y favorecen el pánico social para pescar en río revuelto, no deberían dejar de leer el libro La economía del miedo recientemente publicado por Joaquín Estefanía (Galaxia, 2011).
En las administraciones públicas sobra gente, sostiene Rosell. Podría ser. Acudamos a las fuentes. Hacerlo fatiga, pero evita caer en los errores ajenos, algunos de los cuales son descabellados. En la edición catalana de El País, a la que me he aficionado para seguir las andanzas del señor Rosell, el 14 de mayo del pasado año y bajo el titular «Uno de cada 10 asalariados trabaja en el sector público» se asegura sin el menor rubor que en Extremadura, Castilla-La Mancha, Madrid, Castilla y León y Aragón existen por encima de «60 empleados públicos por habitante», lo que extrapolado al conjunto español supondría que la suma de empleados públicos de nuestro país ascendería a más de 2.400 millones: ¡Más que chinos!
Afortunadamente somos bastantes menos. Según un documento tan prolijo como aburrido cuya lectura no me atrevo a recomendar, el Boletín Estadístico del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas, las tres administraciones públicas cuentan con 2,6 millones de efectivos entre personal contratado y funcionario, a los que me referiré genéricamente como “funcionarios” aunque no todos los trabajadores públicos lo sean. Al presidente de la CEOE, al que acompañan en sus desvaríos un nutrido coro de gacetilleros afines, eso le parece una barbaridad. Toman la motosierra y proponen una saludable y drástica poda. Con unos setecientos mil funcionarios bastaría, sostiene Rosell, mientras que Luis María Anson, otro hooligan del adelgazamiento de lo público, le hace la ola. Podría ser. Volvamos al Boletín, que no me dejará mentir.
Empecemos por la educación y la sanidad, dos pilares del Estado de bienestar. En el sistema educativo prestan servicios 650.000 trabajadores, más de un 90% de los cuales son maestros y profesores. Si le sumamos el más de medio millón de sanitarios, la cuenta es sencilla: de cada cien funcionarios, 46 se dedican a educar, enseñar y curar. Algo más de un cuarto de millón de los servidores públicos son militares, guardias civiles y policías, a los que hay que sumar otros tantos trabajadores adscritos a la administración de justicia, a los centros penitenciarios y a las policías locales y autonómicas, las cuales –aunque no sean consideradas como Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado- también velan por nuestra seguridad. De manera que en este sector militan medio millón de funcionarios que constituyen un pelotón difícilmente privatizable, aunque es probable que a Rosell y a Anson les gustara que las sentencias judiciales se emitieran en El Corte Inglés y Alcalá-Meco la custodiara Visegur.
De cada cien funcionarios más de sesenta y cinco se dedican a actividades dentro de los sectores que acabo de enumerar. ¿De verdad alguien cree que como sostiene Rosell debamos reducir su número hasta dejarlo en la cuarta parte del actual? Y eso que el conjunto español enmascara otras realidades. Los porcentajes varían de unas comunidades a otras. Mientras que en comunidades como la de Madrid, empeñadas en la poda sistemática del sector público, los efectivos se desploman, en otras como en Andalucía los números son aún más rotundos: el 45% pertenece a la rama de la docencia; casi el 40%, al sistema sanitario y sólo algo más del 12% se dedica a tareas administrativas.
La leyenda negra dice que España es un país de funcionarios pero, ¿más que Alemania, menos que en Francia, igual que Portugal, el doble que Austria? Vayamos a la fuente más reciente. En 2008, la Unión Europea presentó un estudio comparativo sobre los cuerpos de funcionarios en el informe Administration and the Civil Service in the EU 27 Member States. ¿En qué posición quedamos? En la zona media, exactamente en el puesto décimo sexto, al mismo nivel que Italia y Alemania. Italia tenía entonces tres millones y medio de empleados públicos, uno por cada diecisiete habitantes, el 5,7% de la población, una cifra muy similar a la española -uno por cada dieciocho, 5,5%,- y a la alemana, en donde cuatro millones y medio de funcionarios atienden a ochenta y dos millones de ciudadanos, lo que se traduce en un 5,4%, dieciocho habitantes por cada trabajador público.
Al contrario de lo que sostiene Rosell, el número de funcionarios de nuestro país es más bien bajo con respecto a la media Europea e inferior al de países con un estado del bienestar más consolidado como Francia, Noruega, Alemania o Reino Unido. En España, el porcentaje de personas en edad de trabajar empleadas en el sector público (9%) es uno de los más bajos de la Zona Euro (cuyo promedio es el 16%). En los países escandinavos es del 26% en Dinamarca, del 22% en Suecia y del 19% en Finlandia, tres de los países con la economía más eficiente y emprendedora de la OCDE.
A pesar de lo que sostienen las peñas ultraliberales y sus voceros, el problema que tenemos en España es el opuesto al que ellos denuncian: el sector público está subdesarrollado en lugar de sobredimensionado. Otra cosa es, desde luego, su organización, que depende del poder político. Pero esa es otra cuestión.