En Pine Ridge tuvo lugar la última de las grandes matanzas perpetradas contra indígenas indefensos: la masacre de Wounded Knee, el nombre de una barrancada en cuyo fondo se obligó a acampar a una banda de indios pacíficos para que quinientos soldados del Séptimo de Caballería, apoyados por tropas auxiliares de artillería y una compañía de cuatro imponentes ametralladoras Hotchkiss, una maravilla de la tecnología bélica de la época, pudieran acribillarlos impunemente. La matanza es considerada el episodio final de la conquista de la Norteamérica india por los hombres blancos.
En 1889, justo un siglo después de que George Washington gobernara, el republicano Benjamin Harrison accedió a la Casa Blanca. Empujados por la doctrina del “Destino Manifiesto”, la década de 1890 se presentaba como un año de frenético crecimiento para Estados Unidos. Como toda nación en forja, como todo pueblo que se va labrando su propia historia, elevó las luchas contra los nativos al rango de cruzada dirigida a incorporar unos territorios ocupados por tribus salvajes a una nación avanzada y depositaria de unos valores que sintetizaban el progreso de las naciones de la triunfante civilización occidental que en aquella nación-continente tenía que reafirmar su empeño expansionista hacia el oeste. Benjamin Harrison estaba dispuesto a confinar a los indios donde no pudieran molestar a los blancos.
Una de sus primeras decisiones fue abrir el Territorio Indio de Oklahoma a la colonización, suprimiendo así todos los tratados que garantizaban la propiedad perpetua de unas tierras a las que, mediante tratados que nunca se cumplían, habían sido trasladadas las tribus indias a medida que se les despojaba de sus tierras ancestrales. Culminaba así la «carrera hacia el oeste» empezada setenta años antes, con un verdadero saqueo legal de los últimos reductos indios que llevó la indigencia y la pobreza a los indios supervivientes de las guerras sufridas desde la llegada de los españoles tres siglos antes.
Lanzados de lleno en la carrera hacia el desarrollo, los estadounidenses no tienen tiempo ni deseo de escuchar las escasa voces que se alzan en defensa de los nativos. El ferrocarril atraviesa ya todo el territorio nacional, el telégrafo y el teléfono comunican en segundos los seis mil kilómetros que separan San Francisco de Nueva York, la economía está en plena expansión, nacen con asombrosa rapidez nuevas empresas y empiezan a aparecer los primeros modelos de automóviles que circulan por las calles de unas ciudades en las que empiezan a erigirse edificios de veinticinco plantas. Los indios no representan más que un vestigio del pasado, a lo sumo una especie de novela histórica que la pujante nación, encaminada a ser la mayor potencia económica y militar del mundo, quiere arrojar como una pesada carga.
En 1890, annus horribilis para los siouxs, el problema indio vuelve a tomar relevancia mediante la “Ghost Dance” o “Danza de los Espíritus”, la desesperada protesta “mesiánica” que promete la resurrección de los muertos y el triunfo final sobre el hombre blanco. A finales del XIX, esa ceremonia tradicional había evolucionado hacia el milenarismo. Dos profetas indios, Wovoka y Smohalla, influidos por las visiones de los mormones, las creencias religiosas de los cuáqueros y la resurrección de los muertos que habían aprendido de los misioneros blancos, extendieron su delirante doctrina sincrética entre los indios de Nevada, Oklahoma y California.
Los colonos blancos interpretaron la violencia de la danza como la amenaza de una guerra santa. Les atemorizaba ese convulsivo orgullo, esas tremendas ganas de revancha que vislumbraban en los ritos y en las danzas. El miedo se convirtió pronto en psicosis colectiva ante una violenta revuelta que nunca se produjo; el temor se propagó sobre todo en los estados del Medio Oeste, donde se encontraban la mayoría de las reservas de los siouxs. Llegaron a Washington voces de una inminente insurrección y el gobierno federal decidió actuar con contundencia.
Toro Sentado (Sitting Bull) |
La noticia de su muerte se propagó con la rapidez del rayo en las cercanas reservas de Standing Rock y Pine Ridge, provocando en los indios una extraña mezcla de cólera y miedo. Fue como una repentina tormenta que rompió el ya de por si precario equilibrio en las comunidades nativas. Los jefes más jóvenes querían pelear y otros, más escarmentados, preferían dialogar directamente con el ejército para evitar que la situación degenerara en tragedia. Entre ellos estaba Big Foot, pacífico defensor de la convivencia con los blancos, jefe de una pequeña comunidad de sioux lakotas. Ante el peligro de que el ejército les detuviera, Big Foot organizó la salida hacia la reserva de Pine Ridge donde esperaba encontrar refugio. Fue una mala decisión.
Un viento helado procedente del Ártico canadiense tortura a los lakotas que, el 28 de diciembre, bajo la nieve, llegan agotados a los límites de Pine Ridge. Son descubiertos por un destacamento del Séptimo de Caballería. Les obligan a acampar en Wounded Knee, un lugar previamente determinado para asegurar su control. Los asustados indios obedecen. La madrugada del 29 el campamento se despierta rodeado por el Séptimo de Caballería al completo. Tras un confuso incidente, los soldados empiezan a disparar a discreción sobre los indios. Es una masacre: cogidos por sorpresa, los siouxs no tienen tiempo ni armas para reaccionar. Los fusiles, las cuatro ametralladoras y la metralla artillera no perdonan a nadie. Al grito de «¡Acordaos de Custer!» y «¡Venganza al Séptimo!», los soldados masacran a todos los que están a tiro. Degüellan a las mujeres, a los ancianos y a los niños, mientras los guerreros, armados con cuchillos y tomahawks, intentan reaccionar con la fuerza de la desesperación.
Cadáveres de indios yacen sobre la nieve en Wounded Knee |
Los cadáveres congelados de los lakotas quedan abandonados en la nieve. Los heridos fueron amontonados en la pequeña iglesia episcopal de Pine Ridge. Hacía solo 4 días que había pasado la Navidad y sobre el púlpito seguía colocada la frase: “Paz a los hombres de buena voluntad”.