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lunes, 9 de enero de 2012

La siesta que costó un estado


Con sus casi setecientos mil kilómetros cuadrados y sus veinticinco millones de habitantes, Texas es el segundo estado más extenso y más poblado de Estados Unidos. Si fuese una nación independiente, sería la décimo quinta economía más potente del mundo. Sin gastar una sola bala gubernamental, sin que oficialmente tuvieran intervención ni sufrieran baja alguna, los Estados Unidos se anexionaron Texas en 1846. Las cosas hubieran sido muy diferentes si un necio y corrupto dictador mexicano no hubiese decidido dormir la siesta.


Cuando en 1821 México obtuvo la independencia y tomó posesión de las antiguas provincias españolas, Texas estaba prácticamente vacía de colonos blancos, circunstancia a la que no era en absoluto ajeno el hecho de que sus habitantes nativos, los comanches, habían creado un belicoso imperio que había mantenido en jaque a los españoles e impedido cualquier intento de colonización estable de sus cazaderos ancestrales. Los españoles, conocedores del apetito expansionista de los estadounidenses, habían prohibido el asentamiento en sus territorios norteamericanos de colonos anglosajones. Con los mexicanos la situación cambió. 


La situación de México durante sus primeras cuatro décadas de existencia libre y soberana era de absoluto caos. Enzarzadas en convulsiones internas, levantamientos armados, golpes de Estado, asonadas, disputas por el poder, indefinición política e inhabilidad administrativa, las diferentes facciones que trataban de gobernar eran indiferentes a lo que ocurría en el lejano norte del país y permitieron la libre entrada de inmigrantes estadounidenses al amparo del permiso concedido por el efímero emperador Agustín de Iturbide. En 1834 había veinte mil americanos en Texas y sólo un puñado de mexicanos. Siguiendo el ejemplo del tercer presidente, Thomas Jefferson, que en 1803 había comprado Louisiana a Napoleón consiguiendo con ello duplicar el tamaño del país, y del sexto, John Quincy Adams, que en 1821 había forzado la compra de Florida a España, Andrew Jackson, el séptimo presidente, había ofrecido comprar Texas por cinco millones de dólares. 


Para México, la oferta significaba un intento de desgajar su recién estrenado territorio patrio. Por toda respuesta, los enviados de la Casa Blanca obtuvieron una negativa: México no aceptaba la idea de vender ninguna parte de su territorio ni aceptaría sentarse a negociar otro tratado de límites entre ambos países. Para México eran bien claras sus líneas fronterizas. Para apoderarse de Texas, la Casa Blanca tendría que optar por trazar planes más eficaces y, sobre todo radicalmente distintos a una compraventa civilizada.


Los mexicanos pronto tomaron buena nota de que la entrada de inmigrantes era un caballo de Troya cebado en Washington. El Gobierno no tenía dinero pero sí orgullo. Se dictaron leyes prohibiendo la inmigración de estadounidenses (que continuó ilegalmente) y se empezó a guarnecer la provincia con tropas federales, en su mayoría con destacamentos de dragones, la élite de las tropas federales de aquel entonces. 


Las cosas empeoraron cuando se apoderó del gobierno el general Santa Anna, un felón que encontraba políticamente rentable la traición y para quien cualquier compromiso, juramento o lealtad eran papel mojado. Traición tras traición, Santa Anna ascendió a la Presidencia once veces: cinco de ellas como abanderado de los liberales y las otras seis como conservador. Haciendo bueno lo que decía Óscar Wilde, que el patriotismo es la virtud de los depravados y el eterno refugio de los sinvergüenzas, Santa Anna buscó un enemigo exterior para desviar la atención mientras que, envuelto en la bandera patria, se dispuso a rapiñar lo poco que quedaba en el país. Los texanos le sirvieron de primeros chivos expiatorios. 


En general, los colonos texanos no querían problemas. Sólo pedían que se les dejase en paz y se les permitiese conservar la religión protestante y sus esclavos. Cuando se dictaron normas restrictivas para los colonos texanos, el más importante y respetado de ellos, Stephen Austin, viajó a Ciudad de México para explicar esto a Santa Anna, quien, sin más trámites, lo encarceló y lo mantuvo encerrado ocho meses. Cuando el vejado Austin fue liberado y se le permitió volver a Texas, ya no había ninguna posibilidad de un acuerdo pacífico. La pólvora de la rebelión estaba servida. Sólo faltaba quien la prendiera.


Washington movió los hilos. Se enviaron veteranos de las guerras contra ingleses e indios con la misión de encabezar la rebelión. Afluyeron por centenares y se hicieron llamar texanos, aunque nunca habían pisado el territorio. Pronto empezaron a reclamar la independencia. Los más caracterizados de todos los recién llegados eran Davy Crockett y Sam Houston, que habían prestado servicio bajo Andrew Jackson contra los indios sureños durante la Guerra de 1812. 


El 2 de marzo de 1836, el día en que cumplió cuarenta y tres años, Houston enseñó sus cartas: proclamó una declaración de independencia. Dos días más tarde fue elegido comandante en jefe del ejército texano. Santa Anna, después de posar montado en un caballo a la imagen y semejanza de Napoleón Bonaparte para un retrato de cara a la posteridad, arengó a las multitudes para que no escatimaran esfuerzos a la hora de rescatar a la patria de las manos perniciosas y maculadas de los extranjeros voraces e inició su campaña militar a la cabeza de un ejército mexicano de unos cuatro mil hombres que condujo hacia el norte. 


El 23 de febrero de 1836 inició el asedio de El Álamo, una vieja capilla que había sido convertida toscamente en un fortín. Como mostró John Wayne en una de las escasas películas que dirigió (El Álamo, 1960), durante doce días, los defensores rechazaron al ejército de Santa Anna, pero el fuerte fue tomado en un asalto final que provocó la muerte de sus 187 defensores. Texas ya tenía sus mártires.


Crecido, Santa Anna ordenó al general Urrea que prosiguiera la incursión a sangre y fuego. El 20 de marzo Urrea capturó a más de trescientos texanos en Goliad, a 175 kilómetros al sudeste de El Álamo. Aunque Urrea solicitó clemencia para los prisioneros, Santa Anna le ordenó que todos fueran ejecutados. Más de trescientos texanos fueron fusilados, apaleados y pasados a cuchillo. Uno de los pocos supervivientes de la matanza, Herman Ehrenberg, un cartógrafo de origen alemán, a quien se dio por muerto, publicó más tarde un pormenorizado relato de la cruel masacre. 


Pero no todo marchaba bien para Santa Anna. Los ataques a El Álamo le costaron la cuarta parte de sus tropas. Durante el tiempo que tardó en tomar el fuerte y luego restablecer su ejército, Houston había logrado reunir una pequeña fuerza con la que maniobró con la esperanza de atraer a Santa Anna tras de sí hasta que llegase el momento apropiado para una emboscada. El ensoberbecido Santa Anna se tragó el anzuelo. Con 1.600 hombres persiguió a los 750 de Sam Houston. Éste se retiró a las orillas del río San Jacinto, a ciento quince kilómetros de la frontera estadounidense y a unos 400 kilómetros al este de El Álamo. 


El 21 de abril, el confiado Santa Anna se sintió fatigado y decidió dormir la siesta bajo los álamos del río. Los mexicanos ni siquiera se molestaron en montar la guardia. Houston esperó a que las tropas mexicanas durmiesen la siesta y luego cayó sobre ellas, logrando una completa sorpresa. Gritando «¡Recordad El Álamo!», los texanos prácticamente destruyeron el ejército mexicano en veinte minutos. Cuatrocientos soldados muertos, doscientos heridos y setecientos treinta prisioneros fue el resultado de la suficiencia, de la excesiva confianza, de la irresponsabilidad, de la indolencia y del absoluto desprecio por el arte de la guerra. Dormirse irresponsablemente fue una traición inconsciente que se hizo bien pronto consciente cuando, a cambio de salvar su vida, el Señor Presidente asumió compromisos inadmisibles en su carácter de titular de hecho y de derecho de todas las instituciones mexicanas.


Santa Anna, el ilustre jefe del Estado mexicano, fue hecho prisionero. Acobardado, firmó ante Houston los Tratados de Velasco el 14 de mayo de 1836. Mediante el primero, se comprometió a no volver a tomar las armas en contra de Texas, a suspender las hostilidades y a ordenar al ejército mexicano su repliegue al sur del río Bravo. Pero eso no fue lo peor. Mediante el segundo tratado el gran patriota prometió usar su influencia -que no era poca- para que el gobierno de México -que era él- reconociera la independencia de Texas. Santa Anna, su Alteza Serenísima, El Benefactor de la Patria, su Salvador, el Benemérito, el Héroe Inmortal, con tal de salvar el pellejo, cometió una de las peores felonías de su vida, la más artera de las traiciones: canjear por su libertad un trozo del país cuya integridad había jurado defender hasta la muerte. 


Con la batalla de San Jacinto nació la independencia y con ella la República de Texas, que ocupó durante una década su lugar en los libros de historia. Pero la guerra había sido llevada casi enteramente, desde el comienzo hasta el fin, por yanquis que habían penetrado en la región principalmente para librar esa guerra. Los viejos colonos, que habían vivido en la región desde hacia diez años o más, no participaron en la guerra. 


El 29 de diciembre de 1845, Texas pasó a ser el vigésimo octavo de la Unión. Houston fue el primer senador por el nuevo Estado. La ciudad más grande de Texas lleva su nombre.