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jueves, 5 de enero de 2012

¿Dónde estaban los marcianos?

Con las "fieras del tiempo" acechándonos y con esos 223 minutos diarios ante el televisor que (dicen) consumimos de media los españoles, reconozco que leer obras maestras se ha puesto complicado. Pero ahí siguen, esperando para entregarse a quienes las encuentren, recomendadas o no. Mi biblioteca, como decía Gaos, todavía tiene mucho de proyecto de lectura. Con ese tiempo extraordinario relleno de horas muertas (que son las más vivas, si se saben aprovechar) que otorgan las vacaciones, he aprovechado las pasadas navidades para emprender la lectura de El poder de la ciencia (Crítica, 2007), un volumen de más de mil páginas que me aguardaba desde que lo adquirí en una feria del libro va ya para dos años. 


Entre las muchas cosas interesantes que encierra este hermoso compendio del avance del saber humano escrito por el catedrático y académico José Manuel Sánchez Ron, me quedo con un apabullante dato: la contribución de los judíos al avance de la ciencia en una proporción asombrosamente superior al resto de los grupos humanos. 


Que, siendo los judíos apenas el 0,2% de la humanidad (apenas catorce millones sobre siete mil), acumulen desde 1901 más de 170 premios Nobel en todas las categorías (un 30% de los concedidos), es el asombroso resultado de un proceso que comenzó cuando la Revolución Francesa derribó las puertas de las juderías europeas liberando así el talento, la creatividad, la energía, la capacidad de estudio que cincuenta generaciones de judíos habían acumulado durante más de mil años de opresión. Un torbellino de inteligencia barrió al mundo occidental durante los dos siglos siguientes.


Al italiano y premio Nobel de Física Enrico Fermi le gustaba plantear preguntas con enunciado interminable: «El universo contiene miles de millones de estrellas. Muchas de esas estrellas tienen planetas, donde se encuentran agua líquida y una atmósfera. Allí están sintetizados compuestos orgánicos que se reúnen para formar sistemas autorreproductores. El ser vivo más simple evoluciona por selección natural, se hace complejo y llega a producir criaturas pensantes. Luego vienen la civilización, la ciencia y la tecnología. Esos individuos viajan hacia otros planetas y otras estrellas, y terminan por colonizar toda la galaxia. Gente tan maravillosamente evolucionada evidentemente debe sentirse atraída por un lugar tan bello corno la Tierra. Entonces, si realmente ocurrió de tal modo, esa gente debió desembarcar en la Tierrra. ¿Dónde se encuentran?» La respuesta de su amigo y colega húngaro Leo Szilárd, como él emigrado a Chicago, con quien construyó la primera pila atómica de la historia, se hizo famosa: «Esa gente está entre nosotros; dicen llamarse húngaros». 


Einstein con Szilárd
¿Son marcianos los húngaros? La hipótesis extraterrestre tendría el mérito de explicar el misterio lingüístico húngaro, uno de los lenguajes más minoritarios en este planeta. Pero, sobre todo, subraya la extrañeza de un fenómeno único en la historia de las ciencias. Fue asombroso. Entre 1905 y 1930, en Hungría, se produjo una cantidad de científicos nunca igualada por país alguno. Un fenómeno análogo, aunque de menor amplitud en cuanto a su impacto científico, se reprodujo en el mismo país durante la Segunda Guerra Mundial. En uno y otro caso, la mayoría de los cerebros fugados eran judíos que fueron salvados por la embajada de Suecia en Budapest e hicieron la fortuna científica (y también la del cine, el teatro, el ballet la música y otras muchas actividades) de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, dos países cuya ciencia experimentó un auge extraordinario que los situó a la cabeza de la investigación mundial durante todo el siglo XX. La que sigue es una pequeña muestra de lo que digo. 


Albert Szent-Gyórgyi, premio Nobel de Medicina en 1937, fue el pionero en explicar los fenómenos biológicos en el nivel molecular y atómico. Oculto en el baúl de un coche, escapó por un pelo de los nazis. Considerado demasiado pronorteamericano por los soviéticos, y demasiado comunista por los norteamericanos, se las arregló para obtener la nacionalidad norteamericana y se convirtió en un opositor famoso a la guerra de Vietnam y a los usos militares de la ciencia. Georg von Békésy, aclaró los delicados mecanismos del oído interno lo que le valió el Nobel de Medicina en 1961. Zoltan Bay, inició el estudio por radar de la Luna y contribuyó a definir el metro a partir de la velocidad de la luz. 


Dennis Gabor
Dennis Gabor, premio Nobel de Física 1971, inventó la holografía sobre el papel, mucho antes de que estuvieran disponibles los láseres que la harían materialmente posible. Eugene Wigner, premio Nobel de Física 1963, junto con Szilard y Ferm uno de los pioneros de la fisión nuclear,  fue también el descubridor de principios de simetría fundamentales en física cuántica. Edward Teller (1908-2003), padre de la bomba H norteamericana; John von Neumann, matemático, físico inventor de la teoría de los juegos y del ordenador. Von Neumann, Teller, Wigner y  Szilárd estuvieron trabajando en el megaproyecto Manhattan de construcción de la bomba atómica. Durante una conferencia en cuyo transcurso el jefe militar del proyecto, el general Groves (según el cual Szilard era “el tipo de tocapelotas que sería puesto de patitas en la calle por cualquier empresario”), se había ausentado un instante,  Szilárd propuso "continuar en húngaro". 


John Charles Harsanyi, matemático que contribuyó al estudio de la teoría de juegos, lo que le valió el Nobel de Economía en 1994. George Hevesy, Nobel de Química de 1943, pionero en desarrollar los usos de los indicadores isotópicos tanto en las ciencias orgánicas como en las inorgánicas. George Andrew Olah, galardonado con el Nobel de Química en 1994 por sus investigaciones sobre los carbocationes, fundamentales en la producción de materiales sintéticos. John Charles Polanyi, Nobel de Química en 1986 por el desarrollo de la dinámica de procesos químicos elementales. Albert Szent-Györgyi de Nagyrápolt, fisiólogo, galardonado con el Nobel de Medicina en 1937, por sus descubrimientos en relación con los procesos de combustión biológica, en especial los referidos a la vitamina C y la catálisis del ácido fumárico.


El también húngaro y judío Arthur Koestler (1905-1983), autor de libros a través de los cuales la historia de las ciencias es revisitada por una mirada de una perturbadora agudeza, sintetizó la migración en una frase: «No se había visto tal éxodo de sabios y de artistas desde la caída de Bizancio». La historia tormentosa de estos héroes de la ciencia radica sin duda en la atmósfera de alta inseguridad que reinaba en Budapest durante y después de la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de la invasión rusa y el golpe de Estado militar de 1919, la burguesía y la nobleza padecieron en toda su extensión una temible represión, entre cuyos aspectos dramáticos el numerus clausus, impuesto a los judíos en las universidades, no fue uno de los menores. «En Hungría, en esa época -decía von Neumann-, había que producir algo excepcional o desaparecer». La ciencia como técnica de supervivencia, y como único objetivo de supervivencia: eso es lo que experimentaron esos jóvenes brillantes, que tuvieron que volverse brillantísimos para poder prosperar. 


Ante la evidencia de que la ciencia que nos asombra, la medicina que nos cura, la tecnología que nos cambia la vida, el arte que nos deslumbra, la literatura que leemos, el cine y la televisión que vemos, serían infinitamente más pobres sin las aportaciones de miles de talentos judíos, asombra e inquieta la persistencia en España de arcaicos prejuicios antisemitas. De acuerdo con diferentes encuestas realizadas entre 2008 y 2011, una media del 40% de los españoles tienen una opinión desfavorable acerca de los judíos y la mitad de nuestros escolares no quisieran tener como compañero de clase a un niño judío, aunque admiten que tampoco sabrían cómo reconocerlo, dado que la teoría según la cual los judíos poseen cuernos y rabo ya ha perdido vigor.


Frente a estos datos, que nos sitúan a la cabeza del triste ranking del antisemitismo europeo aunque tengamos una de las comunidades judías más pequeñas y menos visibles de Occidente, uno se pregunta qué es lo que desagrada tanto a muchos españoles. ¿No les gustan las películas de Woody Allen o de Billy Wilder? ¿Disienten de la teoría de la relatividad? ¿Les enfurece el psicoanálisis? ¿Abominan de la música de Leonard Cohen? ¿Les disgusta esa creación de Mark Zuckerberg llamada Facebook? ¿Rechazarían pasar una velada en compañía de Natalie Portman, de Rachel Weisz o de Adrien Brody?  


De todo lo cual no debe deducirse que los judíos constituyan un orden angelical. Lo dejó dicho uno de ellos, el inmenso Billy Wilder, y su aforismo vale lo mismo para personas que para colectivos: «nadie es perfecto».